Reseña: Caluga o menta (El Niki)- El mejor país de Chile

En Caluga o menta hay un designio, un destino que no necesita que la trama esté lo suficientemente calibrada como para arrojar a sus personajes a un desenlace que lamentablemente ya conocemos de antemano.

Caluga o menta es una película que va y retorna del tiempo que la hizo. Su tiempo fue un tiempo raro con el que la película, decíamos, a ratos discute y a veces se reconcilia. A propósito de ese momento fundacional que se quería inaugurar mientras se exhibía, haberla visto en ese tiempo debe haber sido una forma de corroborar cierto esfuerzo fallido por integrar, como parte del entusiasmo de la Transición democrática, el hastío cínico y desesperanzado en el que muchos se empantanaban. Por eso mismo, difícil es acomodarse con el hecho de que la película, estrenada siete meses después de inicio formal del gobierno de Patricio Aylwin, no nos hable ni de la alegría ni de la reconciliación ni del futuro esplendoroso que se avecina en la esquina de la Historia, sino que más bien hace visible un presente insoslayable pero deformado: como si la narración misma fuese ese adolescente narrador extraterrestre que, acompañando a los protagonistas, no entiende mucho lo que pasa y menos hacia dónde estos se dirigen.

La película de Gonzalo Justiniano –que en ese entonces alcanzaba la mitad de la treintena– comienza seca, febril y, en vista a la recepción de audiencia de la época, clásica. Un plano cenital encuadra tres tipos que, a torso desnudo –a la manera de reptiles deslavados y estivales–, yacen reclinados mientras se asolean a sus anchas en un peladero de aridez desértica y urbanizada. Ese escenario, que les sirve de hábitat para echar los huesos y que siempre los acoge en el arte de matar al tiempo, es también un pequeño lugar soberano en donde a veces se alcanza ver una copa de agua que de hecho, 30 años después, aun cruza La Cisterna mientras se avanza serpenteando por Lo Espejo. Dicha imagen, que a veces evoca la aspereza obstinada de Fatamorgana (1971) –el documental subsahariano de Werner Herzog– es tal vez la principal evocación del film: en parte por su recurrencia narrativa en el desarrollo de la historia, en parte porque permanece en el mismo lugar donde la pusieron, en parte porque corrobora el mensaje que la película tendió a pavimentar: hay un olvido, voluntario pero vívido, de una parte de la población a la que la Alegría que venía no logró convocar ni enorgullecer. Por mucho que ese fracaso se aparezca o se asome por encima de la misma urbanidad donde esta pudo triunfar con cierta holgura.

La cámara, puesta en escenarios que reconstruyen con detalle los interiores de los barrios y las esquinas de las calles, recupera cosas que los noventa se llevó por añejas: las jergas juveniles, los formatos de botellas de cerveza y los murales de candidatos economistas y platinados son apuntes de cierta juventud abandonada a un goce que no cambia mucho pero que se observa, aquí, descentrado. Hay, en esas noches de consumo errático, no sólo adolescencia y margen, sino que también una deriva que no tiene que ver con los apetitos de los personajes, sino con lo que sus condiciones se empeñan en mostrarles: contextos sin mucho esplendor ni perspectiva, relaciones afectivas instrumentales y a veces banales. En el fondo, muy poco margen de acción más allá de lo que la noche –o el consumo– les prometen y por cierto les deparan. En Caluga o menta hay un designio, un destino que no necesita que la trama esté lo suficientemente calibrada (porque de hecho no lo está), como para arrojar a sus personajes a un desenlace que conocemos de antemano. Es una historia anudada en sus propias condiciones materiales y proféticas: un poco como –tal vez con más astucia y menos parálisis– mostró Pizza, Birra y Faso (1998), película argentina que habló de unos márgenes con mayor potencial movilizador. Acá, en las calles apagadas de un Santiago donde nunca hay mucha gente circulando, los personajes –no sabemos si por la ausencia de oportunidades o por limitaciones del guión– roban y consumen a propósito de que no avizoran nada más allá de los sillones del desierto que gobiernan.

Y es curioso y elocuente que la representación del Estado –o de la ayuda institucional municipal– se vea aquí derrochando una displicencia tan burda. No sólo porque coincide la representación que alcanza Justiniano respecto de ciertos asuntos en el film, sino porque todo lo que orbita por fuera de la película en términos políticos, institucionales o culturales, debería desmentir la futilidad de aquella intromisión. Lo interesante es que ese sujeto municipal, fantoche y patronal, es tal vez una profecía auto-cumplida por la misma colusión y el mismo despotismo que supuran tres décadas después. Pero que, en ese mismo momento, tenía en el Estado y en su arsenal de políticas públicas, un esfuerzo denonado por cubrir el problema social que la película confirma irresoluble porque nunca se le mira a la cara si no es por encima del hombro.

Es cierto, volver a Caluga o Menta es confirmar la obsolescencia de algunos recursos formales (capitalizados a lo largo de los ’90 por el telefilme policíaco en horario prime) que terminaron sepultados por el dinamismo de un cine que pudo narrar más y especular menos, pero también es rememorar la pertinencia de la pregunta sobre la cuestión social en Chile –asunto que amerita más miradas críticas e historiográficas–, sorprenderse por las formas que adquieren las élites en la representación cinematográfica local –no son pocos los paralelos entre esos personajes tan pitucos y empaquetados acá y los que aparecen, enfiestados y diluidos, en Aquí no ha pasado nada (2015)– pero, fundamentalmente, es recuperar la idea de la desertificación urbanizada de las periferias como motivo vigente cuya fuerza radica en la utilidad que tiene para pensar la construcción de la injusticia. Lo decían por ahí: la idea de oasis del milagro chileno, es más bien la imagen angustiante y ardorosa del desierto.

Ficha de Caluga o Menta.

Director: Gonzalo Justiniano.

Guion: Gonzalo Justiniano, Gustavo Frías, José Andrés Peña.

Fotografía: Gastón Roca.

Elenco: Mauricio Vega, Patricia Rivadeneira, Aldo Parodi, Luis Alarcón, Myriam Palacios, Luis Cornejo, Rodrigo Gijón, Cecilia Godoy, David Olguiser, Mauricio Pesutic, Remigio Remedy, Rodrigo Peña, Claudia Santelices, Jorge Gajardo, Mireya Véliz, Ernesto Malbrán, Victor Mix, Marta Contreras, Claudio Belair.

ClaudioSH

Claudio es psicólogo. No se encuentra mucho en eso de ser cinéfilo. Ni menos, amante del cine: ve películas porque está acostumbrado, porque no es demasiado caro y porque, tal vez, fue lo único que se le ocurrió hacer con el tiempo que le queda disponible.