¿Cómo se llega a la Moneda? es la pormenorización de una contingencia puntual, la posibilidad de demostrar que todo caos, diría José Saramago, es un orden por descubrir.
En tiempos convulsos, pasan dos cosas: por un lado, ganan los que tienen el control sobre las certezas. Mientras que, por el otro, pierden aquellos que, arrojados a su destino, no tienen suerte en alcanzar aquello que la confusión les arrebató. Tolstoi lo mencionó hace más de un siglo: el individuo que desempeña un papel en el acontecer histórico nunca entiende su significado. No sólo vemos ahí la caracterización de un momento, sino también la forma desigual que dicha contingencia tiene de impactar en quienes lo padecen. En consecuencia, los que pierden no lo hacen sólo por estar desorientados, sino que, por desgracia, no contarían con la calma ni el privilegio de la perspectiva que les otorgaría algún relato. Aquella narrativa que, ayudados por la Historia, nos permite finalmente poder situarnos. En ese sentido, la cotidianidad, que se da tan por descontado, corrobora, inmisericorde, la posibilidad a todas luces insoportable de que nunca dejemos del todo de ser frágiles. Por mucho que la comodidad aparentemente impenetrable de la bonanza económica se encargue todo el tiempo de desdecir las crisis.
Pienso en lo anterior a propósito del encabezado que introduce ¿Cómo se llega a la moneda?: “la siguiente película retrata una hazaña confusa”. Es decir, una contingencia que amerita, para hacerse inteligible, prescindir del sonido y de una imagen tan real o natural y tramposa por lo mismo. La atmósfera de tonos sepias y sonoridad muda del cortometraje que nos ocupa reafirma, en ese sentido, la necesidad actual de la abstracción, de la posibilidad de poder pensar antes –o al tiempo– en que se actúa. Para cumplir con ese ejercicio, pareciera que nos dicen, el sonido debe aparecer sólo cuando se justifique (cuando una bomba o una instrucción cambian el curso de los hechos), y la imagen, en parte por absorbente, debe teñirse y colorarse para no inducir al equívoco de creérsela a rajatabla. Es irónico, pero la pretendida declaración del elemento ficcional, ocupa a ¿Cómo se llega a la moneda? de un asunto que es precisamente el de lo verosímil.
Ante todo, lo que el registro –¿clandestino?¿anónimo?– nos ofrece, se parece a una versión concatenada de acontecimientos que en otras visualidades subrepticiamente tendenciosas se nos recubren, por lo general, de mucho caos. De más anomia de la que se encuentra. Precisamente para no poder anticipar sus resultados o, lo que es lo mismo, para esconderlos bajo la superficie. En este caso, la itinerancia del colectivo protagónico hacia el lugar donde reside quien decide no escuchar a nadie teniendo el deber de hacerlo. Porque la potestad de reunirse con el general en el laberinto es privilegio de quienes, cómodamente, no le ofrecen la posibilidad del contratiempo.
Bajo ese contexto de imposibilidad práctica ¿Cómo se llega a la Moneda? juega con la idea del recorrido hacia un horizonte, y hace eco de la sentencia que Serge Moscovici, psicólogo social, sugiere respecto de las minorías que él denomina activas: un conglomerado autodeterminado, desdeñado por la hegemonía del conocimiento, y equívocamente descrito desde la patología social. Un grupo que no sólo encierra un orden en su orgánica, sino que es también plenamente capaz de articular, para sí, una lógica que les permite sobreponerse al desorden que domestican. Una pretensión parecida a la que, hace un año atrás, Diamela Eltit recogió en Sumar, novela que exhibe la crónica inusual de sujetos marginalizados: en ese caso, vendedores y vendedoras ambulantes. Organizados desde las filas de una marcha multitudinaria que se extiende por la Alameda, y que tiene, del mismo modo, a la Moneda como destino material de sus demandas.
Con un protagónico que recuerda y tributa al colectivo como actor principal en el desarrollo de los hechos, el cortometraje también se permite, en la medida que le resulta, caracterizar a quienes lo componen. En este caso, se elige la ironía para describir a sujetos que a veces sobreestiman sus esfuerzos y que deben cargar con la dificultad de resultar intimidantes cubiertos bajo una capucha. En otras palabras: a veces se creen más de lo que son, y en otras les creen menos de lo que debería. Desde esa perspectiva, y atendiendo a la necesidad de ordenar aquello que parece no estarlo, la narrativa que se nos propone en el cortometraje importa y avanza porque es capaz, en primer lugar, de hacerse inteligible. Dicho elemento, en apariencia superfluo para algunos entendidos, al contrario, reivindica la necesidad, al menos inicial, de poder darse a entender.
Más allá de su afán retórico (¿hay algún relato que no lo sea?) ¿Cómo se llega a la Moneda? es la crónica de un devenir que no siempre aparece habitado por relatos. Tributando formalmente del cine mudo, y del cine que asume explícitamente la política implicada en su imagen, el registro tiene tanto de Intolerancia (1916) como de los recorridos y derivas urbanizadas de La batalla de Chile (1972-1973). Lo cual permite, desde luego, poner en perspectiva el fulgor no siempre discernible de la marcha y su acontecer, pero también articulando ahí modos de estar, formas de experiencia, usos, costumbres, hábitos y códigos. Asumiendo que existen sujetos que conocen y comprenden parte de su sentido. En el fondo, desde una crítica pertinente hacia la forma de entender una organización donde nos han enseñado que sólo hay, por una parte, pacifismo ingenuo y despolitizado y, por otra, una masa amorfa de gente sin otra cosa que su propia pulsión arrojada a la épica heroica y martirológica del destrozo. En definitiva, dos extremos muy ajenos en completar aquello que se juega en la manifestación social.
En este sentido, ¿Cómo se llega a la Moneda? es la pormenorización de una contingencia puntual, la posibilidad de demostrar que todo caos, diría José Saramago, es un orden por descubrir. Un significado que aterrizar y que tenemos el desafío de disputar.
Reseña de ¿Cómo se llega a la Moneda?

¿Cómo se llega a la Moneda? 24 minutos