
Nadie sabe que estoy aquí toma vuelo al ser un relato tranquilo pero sólido, minucioso en el detalle y en la fotografía tan propia del sur lluvioso que regala su verdor boscoso a los planos espaciosos que encierran a los personajes en los confines de las panorámicas frondosas.
Todo el tiempo, el protagonista de Nadie sabe que estoy aquí se las ingenia para pillar maneras de esconderse. Como si fuera una manera de preservarse, o de permanecer aferrado a sí. Es decir, cuando Memo (Jorge García) se recluye en las dependencias de una casa propia o ajena, tal vez nos invita a mirar cómo a veces los espectadores, cuando estamos ensimismados adentro de nosotros mismos, también nos inventamos una táctica para que nadie nos alcance en la seguridad del pensamiento.
Ciertamente, en la cuestión de refugiarse –tanto física como interiormente– hay una forma de protección, pero que también es productiva. Ya que mientras el protagonista se mantiene ocupado en blindarse en dicho espacio seguro, al mismo tiempo entreteje las extensiones del interior al que, a fin de cuentas, es muy difícil acercársele. Para Memo, ocuparse adentro del escondite es una manera de profundizar los laberintos interminables de ese lugar del cual pocas veces necesitará salir. Porque dicho refugio ya es lo suficientemente amplio para no necesitar de ese exterior al que se le termina temiendo demasiado.
Es interesante que, en una película aparentemente sencilla como esta, a su personaje principal se lo caracterice como un sujeto huraño, acompasado, de rostro silente y agazapado en interiores. Y no porque intuyamos que, ciertamente, a Memo no le guste para nada ese exterior de la lluvia en la cara o de las conversaciones con los otros, sino porque la extensión de los lugares en donde se enclaustra son, sobriamente, metáforas especiales de ese mundo interno que no está dispuesto a abandonar, y que no lo juzga por ser quién es ni por cómo se mueve. Dicho de ese modo, no es tan fácil salir de uno mismo, y mucho menos cuando el apelativo de Memo pareciera mantener a quien lo carga, de alguna manera, encapsulado en el momento de la infancia, entonando unas canciones de ese tiempo que se hicieron obsoletas.
Tal vez Memo no se esconda de los otros, sino también de sí mismo: de quien es en el presente. Alguien que precisamente no se puede dar el lujo de salir al exterior a tolerar la mirada de los otros. De hecho, reveladores resultan esos segundos en que el personaje se debate entre salir a la superficie para interactuar con quienes lo visitan en la isla valdiviana donde lo vemos; o cuando, obligado por alguna circunstancia extrema que la película se encargará de esclarecer, tenga que decidir entre romper el cautiverio o retornar, obediente, al espacio seguro del que nunca debió salir. Porque el personaje decide quedarse escondido del mismo modo en que una fuerza contraria a veces lo insta, tal vez sin quererlo, a probar qué surge allá afuera.
La primera película de Gaspar Antillo –realizador chileno premiado en Tribeca– está filmada bajo el amparo corporativo de la producción de Fábula. Una cuestión que no es menor y que condiciona gran parte del distintivo estético que Nadie sabe que estoy aquí elige para filmarse: desde la fotografía de Sergio Armstrong, el montaje de Soledad Salfate, y la producción reputada de los hermanos Larraín, el equipo completo detrás de cámaras perfecciona la idea central y, seguramente, imprime una factura que hace de esta película un producto que extiende los alcances de su propuesta: entrañable, enrarecida, a veces primorosa, y con una justificada proyección internacional. Ahora bien, afortunadamente esto no quiere decir que el director termine empequeñecido por la calidad técnica de la producción completa, precisamente porque las películas son un resumen de muchas ideas, y porque Nadie sabe que estoy aquí es una propuesta que también descansa, tanto en términos narrativos como formales, en la singularidad instrospectiva de su puesta en escena.
Al principio del filme, Memo es un hombre lacónico y cansino, que a cada tanto chapurrea un español rústico, al que vemos acompañarse de un hombre parlanchín que entendemos que es su tío, Braulio (Luis Gnecco). Ambos trabajan con ovejas en una isla indescifrable de la Región de los Ríos. A cada tanto, a esta se dirigen encomiendas y personas con cargas e insumos con los cuales, tío y sobrino, mantienen el trabajo. Su rutina es filmada de manera muy cotidiana, aun cuando parezca de otro tiempo, o al menos distante de las vorágines de las capitales asoladas por la pandemia: como si el tiempo o la experiencia verdadera fuese ésa, y no la que nos inventamos para vivir en la ciudad como si fuese un simulacro. Mientras ambos debaten los pros y contras de salir al exterior, o conversan de cosas que no sabemos del todo, Memo debe decidir si permanecer aislado en el exilio isleño, o tantear lo que ofrece el exterior en donde el tiempo, lamentablemente, para él no se ha detenido ni un minuto. Con estos ingredientes –más una trabajada filmación en la región de los ríos interminables– Antillo compone un relato arisco pero entrañable sobre el conflicto de un sujeto atascado en el espacio y el tiempo, rehén de un momento de gloria y dolor mezclados al unísono.
A propósito de un personaje singular en forma y fondo, y unos actores secundarios que literalmente fueron sacados del congelador de las áreas dramáticas de los años 2000, Antillo desarrolla con cadencia y buen ojo una encrucijada traumática que deambula con deferencia en cierta niñez asediada por un estrellato fugaz y millonario, en una suerte de homenaje reciclado a esos niños famosos que antes respondían preguntas en televisión –y que Magnolia (1999) develó en la tragedia irrisoria del personaje de William H. Macy– pero que ahora, veinte años después, por fortuna o por desgracia, los vemos hacer gracias en videos de treinta segundos. Y en ese sentido, también se acerca a la manera en que esas instancias determinan o influyen en decisiones que al personaje, ya adulto, le cuesta tanto sostener o soportar: en el fondo, esa debacle vital entre quedarse atascado en un recuerdo que maltrata, o de encaminarse hacia un futuro que es doloroso porque se revela como incierto. Pero que también es El Afuera, el momento en donde finalmente todos los caminos son posibles y no hay nada anticipado de antemano por mucho que pensemos obstinadamente lo contrario.
Mientras navega por esa cuestión, Nadie sabe que estoy aquí toma vuelo al ser un relato tranquilo pero sólido, minucioso en el detalle y en la fotografía tan propia del sur lluvioso que regala su verdor boscoso a los planos espaciosos que encierran a los personajes en los confines de las panorámicas frondosas. Sin embargo, también hay momentos en donde su cámara –y con ello toda la trama– se aventura en los efectos de la virtualidad o la libre circulación de esas fotos y videos que conforman un pasado registrado en digital: ese del que tanto nos avergonzamos, y que a cada tanto nos recuerda que no se ha ido. Y para la película ésa es una decisión arriesgada, porque extiende los alcances de un guion completo que a veces no sostiene la extensión de esta segunda conflictiva, porque no siempre es necesario aderezar una historia que reluce bella en su simpleza. Ahí quizá Antillo arriesga y sus resultados son irregulares, en la medida que se confunden o yuxtaponen los hilos dramáticos, y se aventuran preguntas o reflexiones no se responden ni se atajan, y que a veces tampoco se alcanzan a plantear o a depurar del todo.
De todas maneras, si hay algo que podemos recuperar de la malograda desventura de un personaje suspendido, es ese conflicto al que todos nos vemos enfrentados y mucho más en la pandemia: ese Adentro en el que supuestamente nos aseguramos el refugio. Que nos protege con su comodidad hospitalaria, pero que a veces, de tan insondable que lo hemos construido, nos amenaza, displicente, con tragarnos en la profundidad voluminosa de su mundo sin afuera.
En el fondo, toda esta historia se resume en esos momentos en donde la mirada taciturna del personaje que se esconde en el refugio, se dirige diligente al final del horizonte. Nadie sabe que estoy aquí resume, a grandes rasgos, una sutil fábula sobre la pugna entre quedarse o despegar. O entre permanecer o abandonarse al riesgo desconocido de lo que no podemos controlar.