
American Factory es una crónica de la rareza cotidiana del mercado mundial sin fronteras, que juega a ganador porque su historia inspiradora tiene todo para funcionar en cualquier formato: desde la crónica del diario hasta la tesis antropológica.
El año 2018, Martín Caparrós –periodista argentino que siempre viste de negro pero que además es un prolífico cronista de viajes– visitó Shanghái para presentar la traducción al chino de su libro, El Hambre (2014). Una crónica monumental que en 632 páginas desmenuza sin contemplación los efectos de una epidemia alimentaria de clase, que perfectamente podría solucionarse si pudiéramos distribuir mejor –equitativamente– todo lo que comemos y desechamos. Entrevistado a propósito de su calidad de invitado a la Feria del Libro de la capital de un país cuyo gobierno censuró una parte de su texto, el periodista, perplejo pero también un poco resignado por las entrevistas que tuvo que dar para indagar en este tema, puntualiza: Es muy incómodo el hecho de que la mayor reducción en la cantidad de hambrientos durante los últimos veinte o treinta años se haya producido en China, porque es un país que tiene lo peor de cada casa. Un régimen de partido único, autoritario y censor, por un lado, y por el otro el capitalismo salvaje, despiadado y explotador. Al final de la entrevista añadí: probablemente estas cosas que dije sobre China no las podrás poner.
El desconcierto que reconoce Caparrós, para el que no encuentra solución, tiene que ver con admitir la contradicción de ser editado en el idioma oficial de un país que, para publicarlo, recortó parte de su libro en beneficio del interés estatal nacional. Dicha encrucijada, molesta aunque totalmente fuera de su control –¿Qué hacer, pues, traicionarse para circular en un idioma que hablan millones, u oponerse obtusamente a la amputación de una idea?– es una muestra rotunda de la ambivalencia que suscita China, la potencia con un crecimiento tan explosivo como desconcertante, y la cultura que encierra, se le mire por donde se le mire, una mezcla de fascinación y sospecha que se cierne sobre cualquier fenómeno de dicha procedencia.
Es bastante probable que la mayoría de los problemas que se desprenden de la debacle cultural del argentino –la sensación de contradicción ideológica tan intolerable como necesaria, la confusión idiosincrática respecto de unos usos culturales tan contrarios, el interés latente ante la prosperidad exorbitante del otro– también se hayan filtrado en la vivencia que se hicieron los habitantes de Dayton, Ohio, cuando vieron erguirse, desde las ruinas de una General Motors en necrosis por efecto de la quiebra, azulados ventanales iridiscentes con ideogramas orientales escritos en sus superficies. Fue cosa de semanas en que se refaccionó por completo el cementerio más dramático del esplendor fordista, para inaugurar ahí, enclavado en el corazón más industrial de la Norteamérica profunda, una compañía china fabricante de ventanas para automóviles: Fuyao Glass Industry Group Corporation. La filial americana de una transnacional cuyos inversores hablan un idioma que sus trabajadores locales no conocen y que, siendo estrictos, en algún momento de sus vidas les enseñaron que tenían que mirarlo con sospecha.
American Factory, producido por Barack y Michelle Obama, es un documental que por suerte carga con una historia que es mucho más que sus bienintencionados financistas. Dirigido por una dupla con oficio en el rubro –Julia Reichert y Steven Bognar registraron la caída de General Motors en Ohio en 2009– el documental se pasea con libertad a través de las dependencias de Fuyao North America desde el momento en que sus trabajadores, aun cesantes, ansían ser contratados por la firma. Cámara en mano, la dupla construye –cabe señalar que con más interés narrativo que ingenio formal– el periplo de la filial china por administrarse de acuerdo a los parámetros del lugar de destino: en términos de jornadas laborales, montos de producción y garantías mínimas de seguridad. Aunque instalando un tenue velo en lo que a derechos laborales respecta.
Partiendo de esa excusa, American Factory perfila, desde el punto de vista del registro, un ansia comprensiva que debe mucho del documental más narrativo, que cuenta una historia más bien singular; o de técnicas de las que en algún momento Michael Moore echó mano con éxito evidente: los andamiajes causales que ofrecen las entrevistas, los encabezados descriptivos que caracterizan a los funcionarios y sus roles, los planos reconstructivos de la cotidianidad de los personajes, el juego con el zoom para enfatizar los hitos dramáticos. Y de vez en cuando, esa cámara intrusa, casi oculta: que registra el malentendido, la trifulca, o una conmoción que no vimos venir, por ejemplo, cuando aparece la denuncia, o en el momento en el que explota, por algún rincón, una convivencia desgastada. Son esos los ingredientes que permiten mantener al espectador genuinamente atrapado en el juego del suspenso y la curiosidad del experimento. Aunque también compenetrado en una historia que, como se sabe atractiva y singular, nunca abandona el interés por estar exhibiendo la desnudez paradójica del modelo de capitalismo más acelerado que se cierne sobre la tierra: ese que para salvase no tiene ninguna contemplación en dejarse devorar por el supuesto enemigo devenido en socio comercial.
Más allá de esa astucia, en sí misma meritoria, lo realmente sugerente de la propuesta es que la historia de Fuyao, grabada en su totalidad desde los inicios hasta la plenitud de su stock productivo, permite sumergirse en la cotidianidad de un trabajo que hace convivir a sus trabajadores con una serie de choques culturales simpáticos, impredecibles e inevitables, que se subordinan enteramente a la relación de dependencia tutelar que orienta el proceso de inducción de los funcionarios norteamericanos, completamente ignorantes de la técnica y habitualmente acostumbrados, cabe señalar, a la subyugación utilitaria del oriental que les vende comida o abarrotes en el negocio de la esquina. Ahí se ofrece, es cierto, cierta justicia malévola: quién lo diría. Aunque la relación tampoco olvida que la lógica de clase atraviesa a ambos funcionarios por igual, vengan de donde provengan. En la medida que los chinos se someten a un régimen espartano que los obliga a una “pasantía” obligatoria en donde sólo les queda añorar a sus familias que cruzan el océano, el norteamericano medianamente calificado debe lidiar con un maestro a quien no entiende, cuyas costumbres lo confunden, y que le revela, en su particular ética del trabajo, la exuberancia de los privilegios que no sabía que disfrutaba. El acceso al tiempo libre, la extensión del horario laboral, o incluso el régimen de sindicalización son, a ojos del estadounidense, cuestiones universales sin los cuales no se puede trabajar, mientras que para el trabajador chino son remilgos sin importancia, privilegios de primermundistas enriquecidos que entorpecen la labor productiva, que en el fondo es lo único que importa. Son dos formas, a veces tan contrarias, de las cuales se valen, como decían por ahí, los controladores de los medios de producción para extraer la plusvalía y promover la alienación.
En definitiva, la sensación permanente de shock cultural es un asunto que se registra desde la convivencia cotidiana, por ejemplo, en la traducción de las instrucciones de las maquinarias, o en aquellos momentos de supervisión en donde ambos trabajadores, en cierto sentido, son empleados pero súbditos al servicio de unos objetivos que no respetan ni obedecen a más cultura que a la del cálculo de las utilidades.
Por lo tanto, American Factory es una crónica de la rareza cotidiana del mercado mundial sin fronteras, que juega a ganador porque su historia inspiradora tiene todo para funcionar en cualquier formato: desde la crónica del diario hasta la tesis antropológica. Porque, bueno, ¿A quién no le parece interesante que los chinos vengan a desordenar las gobernanzas de un Imperio debilitado en sus propias y empobrecidas narices? Reichert y Bognar, por lo mismo, se ocupan de contarnos una historia sin ahogarse en barroquismos o excentricidades intrascendentes: quizá piensan que tal vez la mejor historia es la que se entiende desde el principio. Porque optan con mucho tino y sin avergonzarse por la claridad que les ofrece la convencionalidad de hablar de algo que conocen y que desean que los otros también lo conozcan y aprendan con eso.
Sin embargo, tal vez American Factory esconda, bajo su aparente convencionalidad formal y su formidable antropología organizacional, otros asuntos que no deben ser pasados por alto: por un lado, la capacidad de sintonizar con un tiempo, esclareciéndolo. Y por otro, la posibilidad de plantear preguntas que se entiendan independiente de las procedencias de quienes las interpretan. Porque esa universalidad que transmite una cámara cuando registra la desconfianza respecto del otro, o en el momento en que se filtra por ese desencaje ante el modo en que el otro se las arregla con su ética, es una manera de corroborar que todos tenemos un otro del que a veces nos quejamos: vengan de China o vivan en la esquina.