Si hay algo que podemos agradecerle a The Cave no es la correcta contundencia con que documenta la guerra, sino la perspicaz intuición de filmar las introspecciones de personajes sobrepasados que se sobreponen con vehemencia a los efectos de las decisiones que tomaron en su momento.
Lo primero que le conocemos a Amani es la voz entrecortada que contextualiza un plano a oscuras que se ilumina por efecto del fuego azulado que vemos encenderse en una vela. A la luz de esa imagen intermitente, el personaje comenta que ha sido testigo de muertes que han sido gratuitas. No es necesario que nos digan nada más: el plano anterior al relato exhibe una ciudad bombardeada. La tragedia se cierne de manera devastadora e inevitable: porque el personaje que nos cuenta la debacle se dedica a administrar sus consecuencias. Ser doctora como Amani implica, de manera casi cotidiana, lidiar con personas a quienes se les va la vida que ella se empeña en mantener. Surge la particularidad de que la protagonista, además, es pediatra. Los cuerpos que se dedica a salvar –y que el documental exhibe a cada tanto– son de hecho las vidas de unos niños que muchas veces se pierden.
Esta dimensión inmediatamente trágica del rol médico, demoledora por donde se le mire, ocurre en un territorio específico. Al Goutta –nororiente de Damasco– es una de las zonas asediadas por la guerra civil en Siria, y Amani es una de las facultativas –de hecho, es la directora– de un hospital subterráneo que se monta en medio del desastre. Es un lugar seguro en la medida de lo posible. Lo cual es esperanzador, pero a veces también es muy triste. Porque es un territorio funesto en donde se hace lo que se puede con una contingencia que se revela impredecible, en donde todo el tiempo se debe lidiar con la carga de decretar más muertos que los vivos que terminan ingresando.

The Cave, en ese sentido, es una crónica espeluznante, pero que a menudo se preocupa de no atosigar al espectador más allá de lo convenido por los límites de la cámara. Su crudeza, presente aunque comedida, a efectos de lo que imaginamos es mucho más de lo que aparece registrado. En ese sentido, el horror es conducido por su director, Feras Fayyad, para que siempre se nos mantenga medianamente resguardados ante el límite de lo visible. Conocemos la tragedia, nos llegan sus sensaciones, pero intuimos el dolor más bien fuera de campo.
Sin embargo, muchas otras veces, esa dimensión de la debacle aparece disimulada por quienes habitualmente la padecen: son las pequeñas dosis de rutina que el equipo médico se empeña en contrabandearle al trabajo incombustible en el corazón del conflicto. En ese sentido, el documental –retrato inmisericorde de la arbitrariedad del conflicto civil– alterna planos que muchas veces descolocan al espectador: no sólo por la crudeza que podríamos sospechar que se avecina ante los cuerpos lacerados de una infancia estoica, sino porque aquellos jornadas de la incertidumbre más terrorífica, se acompañan de momentos de acontecer cotidiano: una enfermera cocina en su turno libre, un médico musicaliza un despacho con música clásica para realizar una operación. El terror y su banalidad. Estas circunstancias, engañosamente descontextualizadas, son las evidencias que el director –y el meritorio equipo de cámaras que se instalaron a registrar todo lo que entra y sale del hospital– se encontraron para transmitir la sensación permanente de impasse, en donde el peligro y la triviliadad más anodina se entrelazan en contextos como estos. Porque el trabajo al fragor de la guerra no es solo salvar vidas, sino que también descansar momentáneamente de ese peso.

En ese sentido, el documental que registra gran parte del tiempo en que Amani se encarga de administrar las contingencias que sacuden al edificio subterráneo, es también la bifurcación de esta tarea en dos sentidos posibles, y que no necesariamente se vinculan con un conflicto armado que más bien es el contexto en donde esto se pone en juego.
Por una parte, la dificultad de la protagonista –o más bien de los pacientes que atiende, o sus propios familiares– de endosarle un rol que no se ajusta a lo que hace. En este caso, se espera que, en razón de ser mujer, su lugar sea el exilio o la subordinación. Cuestión que aparece y se documenta como irrisoria en un contexto de guerra que confirma, desde ese prejuicio, su carácter anquilosado y rígido, anclado a una tradición que de cumplirse a rajatabla sólo empeoraría una situación que ya es de emergencia. Este problema –que la protagonista delibera a veces de manera un poco forzada, o demasiado consciente de que una cámara la registra en la debacle– revela la persistencia incómoda de unas marcas de género que poco aportan al contexto extraordinario, ciertamente. Es un asunto interesante, más aún en el escenario donde se expresa, pero que lamentablemente se filma con un dejo llamativo de corrección política que termina convirtiéndolo en una anécdota circunstancial más que en un dinamizador dramático, diluyéndose en la densidad conflictiva del otro problema que The cave desarrolla: en este caso, la formas de la supervivencia en contextos de guerra al amparo de una institución en cualquier momento bombardeada.

Por otro lado, lo que sí aparece desarrollado de manera certera y sorprendente –y de ahí el mérito que puede tener un documental que rememora y hace que en ocasiones se eche de menos la contundencia de ese otro registro demoledor y contemporáneo de esta debacle bélica, For Sama (2019)– es la presencia de una identidad laboral que determina la vivencia en el hospital. The cave, ciertamente, es un documental de guerra, y el registro terrible de las consecuencias arbitrarias de un conflicto que no elige destinatarios así lo corrobora, pero también es una reflexión justa sobre el peso del trabajo en contextos de presión. Porque Amani no hace otra cosa que empeñare con dedicación a cumplir lo que decidió hacer, y es en esa circunstancia que la labor se vuelve casi heroica. Si hay algo que podemos agradecerle a The cave no es la correcta contundencia con que documenta la guerra, sino la perspicaz intuición de filmar las introspecciones de personajes sobrepasados que se sobreponen con vehemencia a los efectos de las decisiones que tomaron en su momento.
En el fondo, Amani es un personaje con carisma pero desencajado. Que padece con estoicismo una guerra cruenta que trastoca su orgullo nacional, interroga su rol en el reparto de género y desestabiliza su propia supervivencia, pero cuyo efecto más terrible se siente cuando, ahí, sentada cuando un paciente terminal abandona su cubículo, o frustrada cuando pierde una carga de antibióticos, la arbitrariedad se revela en toda su insoportable contundencia. Es ése el mérito brutal de documentar todo el peso del trabajo en los cuerpos de quienes, agazapados en un hospital en medio de la Siria asediada, optan por sostenerlo.
Reseña de The Cave
The Cave (2019, 107 mins.) Feras Fayyad, Siria-Dinamarca
