
Araña se suma a un debate que permite analogías y la posibilidad de trazar, al menos, ciertas líneas comprensivas. Respecto de un fenómeno, hasta ahora, poco explorado en virtud de su emergencia.
La escena que registra el Chevrolet que maneja Gerardo (Marcelo Alonso), apareciendo de sopetón por la izquierda del plano, con su tonalidad deslavada tan característicamente anacrónica, dice mucho de todo lo que vamos a ver expuesto durante los 105 minutos que se toma la última película de Andrés Wood para cumplir con su cometido. Dicho auto obsoleto (pero aún operativo), suerte de resquicio encriptado de un cierto orden pasado, es importante en la medida que ofrece el testimonio de su propia subsistencia.
Ese énfasis en el detalle del vehículo como construcción del propio personaje no implica, para esta película, defecto alguno: muy por el contrario, no siempre es tan sencillo sintetizar la narración completa en un detalle. Araña, en este sentido, es el auto de Gerardo. Y también es lo que encierra, para bien o para mal, esa presencia en quienes lo veamos, anónimamente, divagar por la ciudad.
Ahora bien, partamos de la base que la película de Wood pretende, entre otras cosas, cumplir con cierto afán comprensivo. En tanto su película busca explicitar, dar sentido y conferir lógica, a un fenómeno social y político determinado –los orígenes y referentes de la violencia actual– a partir de otro acontecimiento, semejante en su origen aunque distinto en su forma. En este caso, los móviles de la dimensión reaccionaria de la violencia pre-Golpe de Estado.
Desde dicho paralelismo, podríamos decir que el uso histórico del que hace gala Araña, junto con su modo de representación, se inscribe en la discusión pública desde la advertencia: en el hecho de que el mismo pasado, al que algunas veces abandonamos de despistados o simplemente por amnésicos, nos otorga las fórmulas precisas para advertir aquello que parece inevitable pero que, de aplicar bien las lecciones disponibles, nos permite por lo menos atajar sus consecuencias más macabras. Ahí la lectura que hace Wood del grupo paramilitar Patria y Libertad –muy distante de la discutible interpretación que sólo quiere ver ahí cómo supuestamente el espectador se identifica– sostiene el motivo narrativo que echará a andar la historia y los recorridos que esta tenderá a ir despejando sobre sus motivaciones y, fundamentalmente, en el destino que se cierne sobre sus miembros.
Por otro lado, del mismo modo que Araña es un film que explica y da para entender, también, y acaso por la misma operación, es una película que permite y pretende comparar. En este caso, dos momentos simultáneos de la historia nacional, hermanados desde el montaje pero también aglutinados narrativamente desde la continuidad de sus personajes principales. En este caso, Inés (Mercedes Moran), empresaria platinada, orgullecida y aterciopelada, concurre a la reunión de un directorio cuando que se entera, sin quererlo demasiado y con una sorpresa no tan bien disimulada, de la aparición de un hombre con el que pudo tener algo que ver. Cuestión que de hecho, se nos reconstruye en la sucesión de flashbacks que alternan con lo que la protagonista va urdiendo para ofrecer a este sujeto, que se volverá su protegido, algo así como el consuelo silencioso de una justicia complaciente. Es una relación invisible que se sostiene en el recuerdo: en lo que ambos personajes, ahora en decadencia, vivieron en exceso. Pero también en lo que se perdieron por oscuras circunstancias lapidadas por la Historia.
Desde ese punto de vista, Araña, más allá de los méritos posibles de su lectura explicativa-comparativa, se vuelve interesante en la medida que también reconstruye, en simultáneo, el escenario embellecido en donde circulan las elites. Y no sólo desde la dimensión del lujo (o la pobredumbre que disfraza), sino también pensando en posiciones mucho menos rimbombantes, que armonizan con un estilo de vida olvidadizo y displicente, un poco como los deslavados personajes que dan forma a ese otro buen retrato de clase: Aquí no ha pasado nada (2016). Inauguraciones de colegios a la par de caminatas por lugares para otros restringidos: beneficios de pertenecer a un país que les designa, por doquier, recepciones a la altura de su estampa.
A partir de esta posición, podemos decir que Wood nunca ha sido un director torpe o atolondrado en la representación de la clase acomodada: ya que siempre –partiendo por la emperifollada Aline Kuppenheim caceroleando en Machuca (2004)– su lectura de la élite se perfila interesante: como cuando se emborracha en bata y pantuflas, y da a entender que muchas veces, para vivir y para ellos, ni siquiera es necesario levantarse.
Cuestión que difiere, por lo demás, cuando Wood filma personalidades demográficamente menos ubicuas. Porque su acercamiento, reticente aunque genérico, a la migración –salvo cuando, desde un travelling acomodado en un vehículo, los filma en su lugar de procedencia– recurre más bien al trazo grueso. Al brochazo quizá complicado entre las trampas de la corrección política y la dificultad de articular al otro en condición de interlocutor. Gajes del oficio, punto de vista de su propio antagonista o exigencias del guión, lo cierto es que Wood al menos se atreve, y quizá esa misma intención devele que su acercamiento también se entienda, a efectos prácticos, como desacostumbrado. Más allá de ese reproche, su enfoque es pertinente y analíticamente sensato.
A partir de una narrativa que visualiza en el pasado paramilitar de un conglomerado ultraderechista, patronal, belicoso y clandestino, el sedimento de ciertas animadversiones ahora disponibles en el espacio público, Araña no incendia nada pero se suma a un debate que permite analogías y la posibilidad de trazar, al menos, ciertas líneas comprensivas. Respecto de un fenómeno, hasta ahora, poco explorado en virtud de su emergencia. Al tiempo que también conecta, no siempre con tanto acierto, la narrativa disponible de Patria y Libertad, añadiéndole un perfil disponible a tal efecto, es decir, enfatizando una adscripción ideológica que, como todo, nunca surge de la nada. Cuestión que no siempre es suficientemente matizada, pero que sí se reconstruye en el trío protagónico y en las secuelas que después se nos exhibe de ellos en el tiempo.
Con todo, Araña inventa repertorios, conecta temporalidades, evoca caracterizaciones y engancha, con sentido del ritmo anclado a una historia pertinentemente reactualizada, un thriller más que sobrio.