Dios logra ilustrar con ironía el modo como la devoción cristiana se sitúa en una sociedad como la chilena, heterogénea en las particularidades de sus grupos sociodemográficos.
Desde El Código da Vinci, aquella novela-thriller de Dan Brown, hasta Sodoma, el reciente reportaje de Frederic Martel, el tiempo se extiende por dieciséis años. Década y media en donde estos libros, para bien o para mal, han perfilado cierta forma de comprender y ponderar a la Iglesia Católica en el siglo XXI. Sin asomo de duda, podríamos decir que ambos libros –dentro de los límites trazados por sus géneros respectivos– le han asestado dos golpes certeros. Mientras el primero tuvo la aparente osadía de novelar y masificar los relatos apócrifos sobre Cristo, conduciendo la ficción a partir de sacerdotes y obispos presentados como enemigos empeñados en mantener los velos sobre la verdad de Jesús, el segundo fue un poco más allá apuntando, directamente, a la homofobia de un clero degradado como argumento y principal explicación sobre la trama de impunidad que aun recubre la red de abusos que día tras día vamos descubriendo. Ambos esfuerzos, de propuestas controversiales y éxitos en ventas, sólo vinieron a corroborar la crisis de la Iglesia como el ejemplo tal vez más representativo del deterioro de las instituciones en general, junto con su cuestionamiento público como faros morales o ejemplos de rectitud y convivencia armónica. Parte de las lecturas que se han trazado en este tiempo respecto de la reprsentación pública de la Iglesia podrían ocupar, como punto de partida, algun lugar intermedio entre la lectura del best seller de Brown y la investigación de Martel. Dios, en este caso, no es una excepción.
A lo largo de este documental –que MAFI (Mapa Fílmico de un País) exhibe en salas bajo el aval de Miradoc– dicha posición aparece de manera insidiosa en cada fotograma, como si todas las secuencias montadas en este filme no pudiesen ser capaces de librarse de una lectura que más bien parece una evidencia que se constata, de hecho, en cada lugar que decide ser filmada. A lo largo de los 63 minutos, la sensación que queda es que hemos sido testigos privilegiados –y a veces sin ser del todo conscientes– de la localización precisa del derrumbe gradual de una institución que por siglos se ha interesado por articular gran parte de la identidad nacional. En ese sentido, Dios no sólo confirma y exhibe ese declive, sino que también documenta cómo es vivenciado el fervor o la devoción cristiana a propósito de dicho deterioro. Quienes también parecieran decirnos que todo éxtasis religioso o convicción evangelizadora justamente se apuntala en los momentos precisos en que se tensiona hasta arriesgar su propio colapso.
Por otra parte, llega a ser curioso –o sintomático– que una de las reacciones que evoque el documental tenga que ver con la risa o la incomodidad ante cierto ridículo palpable en ceremonias, puestas en escena y ritos genéricos cuyo barroquismo, de hecho, los vuelve a sí mismos parodias de otra cosa o de otro tiempo. La Iglesia (o la institución eclesiástica), bajo ese contexto, deviene artilugio anticuado, entretenimiento tan desprovisto de sacralidad como espectacularizado en sus pretendidos escenarios santificadamente aterciopelados.
Al mismo tiempo, Dios también logra ilustrar con ironía el modo como la devoción cristiana se sitúa en una sociedad como la chilena, heterogénea en las particularidades de sus grupos sociodemográficos. Este elemento –que aquí vuelve novedosa la noción de mapa fílmico ya expuesta en Propaganda (2014)– tiene el mérito de presentar a la religión como una manifestación que no olvida su denominación de clase, subdividida en segmentos variopintos que la utilizan, entre otras cosas, para expiar calamidades y bendecir la propiedad, para congregar al simpatizante desencantado, o para vivir aquello que de otra forma no sería posible: la redención que todo proyecto frustrado muchas veces vuelve insoportable.
Particularmente relevante en este caso es la venida del Papa Francisco en 2018, acontecimiento puntual que aquí las cámaras escrutan con un lente desencajado, un encuadre panorámico y una mirada a veces mordaz. La visita de Francisco, bajo este lente omnipresente, se visualiza como masificada o aparentemente universal, pero que todo el tiempo es humanizada bajo criterios logísticos (muchos de ellos, francamente hilarantes) que se ponen evidencia en cada cuadro registrado. El papa, absorto en su rol o estoico en su estampa, es una figura alrededor de la cual orbita una producción que solo se justifica en el fervor que sus organizadores piensan que este tiene o debiese tener. Pero cuya representación tiene el atributo inesperado de justificar su adhesión al tiempo que develar su crisis.
En ese sentido, Dios hace suyo lo que, hace una década atrás, esbozó una película como El baño del papa (2017), ficción uruguaya que utilizaba la venida de un papa a la región para reflexionar con ingenio sobre la arquitectura mercadotécnica del acontecimiento. Elemento que Dios resalta y recupera, pero que también entiende desde la clave del despeñadero institucional a propósito de la profecía auto-cumplida de una institución que mantiene una deuda pendiente y no resuelta que todo el tiempo amenaza con el declive.
Un plano puntual lo confirma mejor que cualquier definición: adheridos a un listón de madera, yacen derruidas, por efecto de la temporalidad inclemente de una erosión apresurada, tanto la bandera nacional como aquella que anuncia –bajo el slogan Mi paz les doy– la venida del representante en la tierra del apóstol Pedro. Una iglesia carcomida por la sal del desierto. O por lo que la acción del tiempo y la exposición van inscribiendo, inapelablemente, en ese malogrado material.
Reseña de Dios: una visita incómoda
Dios: una visita incómoda (2019, 63 mins.) Chile, Christopher Murray, Israel Pimentel, Josefina Buschmann