Reseña: Marriage Story (Historia de un matrimonio) – Hasta que las leyes nos separen

Marriage Story supone un progreso del director hacia cierta madurez temática –a propósito del tinte autobiográfico de la historia– y también la capacidad de leer, sin estridencia pero de manera elocuente, el modo en que una institución como el matrimonio se transforma con el paso de los tiempos.

En la pared del pasillo que da a la habitación en donde, minutos antes, un plano conmovedor nos mostraba a Charlie Barber (Adam Driver) leerle a su hijo (Ashy Robertson) una edición de bolsillo de Stuart Little, se encuentra enmarcada la reseña de una revista que tiene a Barber junto con su (aun) esposa, Nicole (Scarlet Johnson), fotografiados al lado de la reseña de una obra que posiblemente ambos protagonizaron en aquél entonces, Scenes from a marriage. Precisamente, una obra teatral –que en español se tradujo literalmente como Escenas de una vida conyugal– que también evoca, de manera tangencial pero latente, a uno de los manuales de estilo más sobrecogedores de la tragedia marital: la miniserie homónima, hecha película, dirigida por Ingmar Bergman. El detalle, minúsculo y visible por unos cuantos segundos, es todo menos superfluo. Ya que Noah Baumbach confiesa, en ese plano y en muchos otros momentos de Marriage Story, la inspiración subrepticia del cineasta sueco: partiendo por una dirección de arte que percude las camisas blancas y las habitaciones abarrotadas de libros, o que se pasea caprichosa por bares austeros de tonos canela.

Al inicio de la película de 1973, ambos protagonistas, Liv Ulmann y Erland Josephson, describen sus cualidades individuales en frente a una entrevistadora, a propósito de un reportaje que también los encuadra fuera de plano. En la película que nos ocupa, en tanto, cada integrante de la pareja tiene la tarea de describir al otro: por ende la narración nos ayuda, en este caso, al ilustrarnos lo dicho con una síntesis que nos monta dichos atributos para que podamos constatarlos. Pasamos de la contemplación introspectiva propia del periodismo, al relato cruzado de carácter terapéutico. En la primera película, la pareja dialoga –o más bien, el marido interrumpe a veces a su mujer– para consensuar ambas posturas; en la segunda la mujer, exasperada por un reproche del terapeuta que interpreta como afrenta, decide largarse del lugar que los convoca para mediar en la ruptura. Cuestión relevante por cuanto revela la excusa narrativa de Marriage Story y su manera de distanciarse de la película sueca: Nicole, cansada por la insistencia y reticente a lo que su contraparte acepta sin mucho problema, se rehúsa a leer la descripción de su (aun) marido. Podríamos decir que Nicole comienza a estar dispuesta, después de todo, a disentir de un consenso que ella piensa como unilateralmente organizado. Por lo tanto, parece tener sentido decidir de manera soberana qué hacer con la ruptura pactada, y cómo disponerse para aquello.

De hecho, todo el tiempo en Marriage Story, Noah Baumbach –quien también es un director que no pierde de vista, ni por asomo, a Woody Allen– se ocupa de establecer esta distinción terminante entre los integrantes de la pareja protagónica. Ambos personajes son complementarios pero también un poco distintos: en términos de procedencia, preferencias, cualidades, roles en el trabajo compartido y percepción de las causas de la ruptura que los ocupa. Esta divergencia, que en un principio asumen con cautela y del modo más amistoso que pudiesen prodigarse, adquirirá una forma rotunda y contemporánea cuando dicha luna de miel –o quizá ese temor para aceptar la divergencia que les opone el quebrantamiento final del vínculo perdido– se transforme en una disputa legal o incluso proteccional: con abogados y tribunales y presupuestos y, a veces, guerra sucia.

En ese sentido, una película como esta, además de ser una crónica luminosa aunque melancólica del principio de que todo matrimonio es también la desventura de su posible quiebre, es también el retrato de dos personajes que padecen, muy a su pesar, una encrucijada que mucho tiene que ver con el tiempo en donde les toco nacer, enamorarse y emparejarse. Es un contexto que habilita la separación en la medida que prepondera, como si fuese una narrativa que navega libremente por el aire, un relato sobre la posibilidad cierta de realizarse personalmente –de convertirse en individuo– que resulta más relevante, verosímil y sensata que la decisión de compartir dicho trayecto al servicio o con la compañía de otro que ve en eso justamente la posibilidad real de hacerlo en conjunto. Este fenómeno –paradójicamente de origen más social que individual– es una premisa de los tiempos que ya instaló, hace unos años, La la land (2016), otra película que decidía optar por un final feliz anclado en la nostalgia de personas amantes pero separados. Porque los personajes en estas películas padecen pero luego se contentan con la perspectiva de desactivar un vínculo agotado que ahora pueden cerrar sin culpas, y que, viviendo trayectorias individuales que en algún momento cualquiera deciden compartirlas con un otro, también se liberan de la obligación de mantenerlas más allá de lo que estiman necesario. En ese sentido Baumbach, menos nostálgico y más conversador que Damien Chazelle, añade a esa narrativa una posibilidad que resultaba necesaria: la opción de que el final feliz de este relato posmoderno tenga que ver con la legitimación del quiebre y, de paso, con la transformación de un vínculo que acepta los carriles separados, pero que no olvida ni desecha la posibilidad que supone vivirse juntos esa misma separación.

Por todo eso, Marriage Story es la crónica del desamor dentro de los mismos códigos de un matrimonio que se documenta resquebrajado por motivaciones más individuales que tradicionales, pero también una actualización hollywoodense del modo de ser de algunos vínculos contemporáneos expuestos a expectativas y marcos interpretativos que los impactan y sacuden. Es una película que asume, desde el principio, la necesidad de sufrir para vivir, preocupándose de ser lo suficientemente conmovedora como para asumir que, en ese trance, los personajes tampoco saben muy bien cómo sobreponerse. Uno podría pensar que una película como esta podría ser, de hecho, un documento sobre cómo se hace pareja en el siglo XXI, ni mas ni menos. Porque no sólo sus personajes están a la altura interpretativa de lo que sufren –quizá más Johansson que Driver– sino que sus secundarios también se van encargando de robustecer las lecturas que orbitan en torno a la pareja versión 2020: ahí aparece Nora Fanshaw (Laura Dern) para restregarnos –con justicia– un monólogo vigoroso sobre la debacle de la representación de la maternidad, o que Bert Spitz (Alan Alda) reivindique –con toda razón– cierta humanidad perdida por efecto de los excesos que se derivan de un proceso poco conocido en sus consecuencias colaterales, pero ya bastante internalizado en el sentido común contemporáneo. En el fondo, todo eso que los jueces administran cuando dos personas deciden separarse y no se ponen de acuerdo. Y por cierto, desde una lectura en donde sus personajes se cuidan todo el tiempo de no violentarse más allá de lo que su afecto y el guión les permite: más allá de cierta condición tramposa o políticamente correcta, lo cierto es que hasta los conflictos se perciben consistentes con el universo que Baumbach articula.

En ese sentido, y haciendo eco de ciertas críticas –atendibles pero injustas– que le reprochan su teatralidad excesiva y cierto cálculo que resta emotividad, Marriage Story supone un progreso del director hacia cierta madurez temática –a propósito del tinte autobiográfico de la historia– y también la capacidad de leer, sin estridencia pero de manera elocuente, el modo en que una institución como el matrimonio –con su ineludible final– se transforma con el paso de los tiempos. Nada mal.

Reseña de Marriage Story (Historia de un matrimonio)

Marriage Story (2019, 137 mins.) Noah Baumbach, Estados Unidos
Scarlett Johanson, Adam Driver, Laura Dern, Ray Liotta, Alan Alda

ClaudioSH

Claudio es psicólogo. No se encuentra mucho en eso de ser cinéfilo. Ni menos, amante del cine: ve películas porque está acostumbrado, porque no es demasiado caro y porque, tal vez, fue lo único que se le ocurrió hacer con el tiempo que le queda disponible.