El género que incluye casas embrujadas –como telón de fondo o como personaje principal– es un terreno conocido que se repite quizá más de lo que podría interesar. No sólo porque las convenciones de dicho género lo exijan así, sino porque las casas, a la larga, son y serán parte de fundamental una historia, por desapercibidas que las pensemos. No siempre es necesario darle poderes mágicos o esconder fantasmas en sus habitaciones: basta con pensar qué implica que se viva en una casa y no en otra. Es probable que los realizadores de Winchester estén pensando en eso para adaptar la excusa que da contexto a su trama.
La historia es sencilla. La mansión Winchester, situada en California, carga con el halo misterioso de una maldición trágica. Se comenta que su dueña, Sarah Winchester (Helen Mirren) a la vez es propietaria y mandamás del imperio armamentista que hace famosas a las escopetas y ballonetas que llevan el apellido de la familia como sello de calidad. En este sentido, y en un afán redentor, Winchester construye día a día la casa, en honor a los muertos acribillados por las armas que su Compañía manufactura. Por lo tanto, las infinitas habitaciones de la casa no son otra cosa que espacios disponibles para el descanso perpetuo de los espíritus de todos esos muertos que, seguro, muchas veces murieron en la injusticia letal de un disparo a mansalva. Los miembros de la junta directiva de la Compañía presumen que Sarah podría no estar en sus cabales para administrar la Firma y sus ganancias, por lo que encomiendan a Eric Price (Jason Clarke), psiquiatra empirista –sólo cree en lo que puede comprobar– la tarea de diagnosticar algún grado incapacidad cognitiva en la cuestionada dueña, de manera tal que la incapacite lo suficiente para no hacerse más cargo de la Compañía.
Ambos personajes cargan, a su modo, con historias traumáticas: Winchester enviuda en trágicas circunstancias y Price también sufrió la pérdida de su cónyuge. El doctor, además, carga con el estatus ex soldado milagrosamente resucitado o, en otras palabras, cuyos signos vitales fueron recuperados con técnicas de reanimación. En suma, ambos tienen fantasmas que en forma de recuerdos los asedian en el sueño y en la vigilia.
En este sentido, Winchester desarrolla su trama y elabora su comedida puesta escena casi exclusivamente en la supuesta casa maldita. De todas maneras, no es algo que no hayamos visto antes, y la película tampoco se interesa por generar alguna novedad con respecto al tratamiento sobrenatural del lugar. Lo presenta como un lugar sombrío, estrecho, opaco y siempre laberíntico, de manera de reforzar el carácter intrincado que se vuelve circular por sus pasillos. Junto con ello, tampoco hay mucha precisión en torno al tono que se le quiere imprimir a la historia ¿Estamos frente a un relato de terror, suspenso, thriller, drama, todos los anteriores o ninguno en particular? Cuando Winchester alterna y altera a sus personajes (y, ciertamente, al espectador) lo hace con recursos habituales y, podría decirse, manoseados en lo que a terror respecta. El juego con los planos, la agudización de la tensión con la música de fondo, o la aparición repentina y fugaz del esperpento de turno son recursos eficaces pero, se esperaría, con el presupuesto y el equipo detrás del film, mayor audacia o una mejor combinación de estos recursos en el desarrollo y dinamismo de la trama o de los recursos que la componen. Aquí asustarse, en definitiva, es mero efectismo o consecuencia natural de recursos demasiado habituales para considerarse relevantes o innovadores.
El tema es que, mirándolo desde otra perspectiva, tal vez Winchester nunca se haya interesado demasiado por la atmósfera terrorífica con la que se presenta. Lo cual, más allá de la forma que tenga de circular como producto de entretención, tiene menos que ver con las maquinaria publicitaria que la exhibe y más con la indefinición del mismo equipo realizador. En este caso, los hermanos Spierig, con cierta trayectoria en la dirección y, de hecho, al mando de la más reciente y relativamente dinámica en recursos, Jigsaw.
Ahora bien, el interés y algunos de sus atributos visibles están precisamente en lo que no alude al terror de receta de cocina. Porque Winchester, ante todo, no es una buena película de terror pero sí es una cinta correcta y entretenida que desarrolla una reflexión articulada en torno al papel del recuerdo como motor de malestar y de la culpa como pulsión insoportable. Sarah Winchester y el doctor Price cargan con una historia que tiene, en las alusiones sobrenaturales y los personajes repulsivos con las que la película tanto machaca, una analogía interesante con el peso fantasmático del mismo pasado. Porque la culpa de lo que no se hizo y el dolor perdido de quien ya no está pueden, justamente, volverse fantasmáticos en la medida que, literalmente, brillan en la presencia de su ausencia. Los muertos le siguen doliendo a ambos, y los cargan como si esos muertos estuvieran, para ellos, más vivos que muertos. De una manera extraña, para ambos esa distinción se vuelve problemática, de manera que los reviven de maneras irreales pero observables que los terminan atrapando al peso de un pasado al cual no pueden –ni están totalmente dispuestos a– voltearle la cabeza.
En este sentido, Winchester funciona mucho mejor como una correcta alegoría del duelo no resuelto que como una historia que ni asusta, ni sorprende, ni amenaza como supuestamente toda esa negrura que llena su propuesta, debiese hacerlo.
Winchester (2018, 99 mins.) The Spierig Brothers, Australia
Helen Mirren, Jason Clarke, Sarah Snook, Angus Sampson, Emily Wiseman