FicValdivia 25 – Crónica día 2

Hay un elemento que creo que no se ha considerado en los festivales de manera tan explícita. Y es que después de haber dormido 3-4 horas –o menos– este adquiere una relevancia un poco urgente. Cuando se piensa que los recursos –corporales, cognitivos–son limitados, el peso o la duración que tenga el trasnoche siempre influirá en cómo disponemos de aquello. Valdivia y su festival, cabe señalar, implican discutir, divagar y consensuar, y muchas veces esto cuesta dinero, requiere cerveza y se prolonga por horas. Es en ese sentido cuando la vivencia del festival adquiere, en su segunda jornada, connotaciones materiales directamente relacionados con cómo se asiste a las películas. Es un hecho: trasnochar deteriora la vigilia, y las películas y sus visionados no hacen concesiones.  Por eso, me fuerzo a mantenerme lúcido y despierto, relativamente atento durante los visionados. Por difícil que sea mantenerse a la altura de lo que se desea. Es que no hay cuerpo que aguante el frenesí de las películas. Y aquello que rodea a las películas: lo que “hablamos cuando hablamos cine”.

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Primera función: Tu historia es mi historia

En esta disposición –demasiado humana, demasiado autocompasiva, claramente encañada– me dirijo en un viaje express a la exhibición, en Teatro Condell, de Ainhoa, yo no soy esa. El documental de Carolina Astudillo –chilena, residente en España y presente en la función– la tiene rastreando aquello que de vida puede haber en los retazos de la existencia desperdigada de Ainhoa, otra mujer, en este caso española, que fue inmortalizada en una producción extensa de textos autobiográficos, fotografías múltiples y rollos infinitos de películas familiares. Es un trabajo exhaustivo y detallista, siempre arbitrario, que recurre con esmero al found footage (operación por la que se inclinan sucesivamente muchas de las películas exhibidas en esta versión de Valdivia: ¿tendencia, vanguardia, receta?) para examinar las hilachas disponibles de la biografía de una mujer desconocida que, como cualquier otra, tuvo el anhelo y el deseo intuitivo de cartografiar su propia experiencia, a veces desventurada, a veces jubilosa.

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Ainhoa, señala la directora, no se llama Ainhoa sino que Lucía, y es una mujer cuya historia se la encuentra a propósito del material que le relega el hermano de nuestra protagonista, Patxi. Documentos a partir de los cuales se fragua una película intimista, melancólica y muy ibérica que nos interpela cuando acompaña a esa directora que reivindica, entre otras cosas, la necesidad imperiosa e históricamente soslayada de la mujer de construirse narrativas personales y de ampararse en las de otras para encontrar y entender el propio lugar y el propio devenir. Astudillo no conoce a su personaje, y muchas veces se fabula poder hacerlo, pero tal vez es esa distancia tan ausente el atributo perdido que la directora se encarga con esmero de suturar con su cámara, a partir de la reconstrucción integradora de una vida maltrecha pero vigorosa y universal. A través de un dispositivo recurrente en las modalidades actuales del documental –heredera lejana, tal vez, de Los Rubios (2003) de Albertina Carri– Ainhoa, yo no soy esa es un documental nostálgico sobre la reconstrucción y el declive gradual e imperceptible de una vida. Muy similar a la que, años atrás, Martín Caparrós testimonió en Amor y anarquía: La vida urgente de Soledad Rosas (2003) crónica sobre una partisana argentina exiliada en la Italia posfordista, participante ambigua de la movida anarquista de finales de los ‘80 y encontrada muerta en oscuras circunstancias. A propósito de una vivencia personal tal vez agotada o tal vez sumida en una espiral opresiva, desgastada e impredecible que no se ajusta a ningún síntoma.

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Ainhoa, como Soledad Rosas, es un personaje vaporoso pero contundente, del que por esas cosas del destino tenemos un registro que la restituye del silencio. Ambas son mujeres que sólidamente se construyen una vida que, como rescata la directora desde los retazos de las vidas de Virginia Woolf, Susan Sontag o Frida Kahlo, esgrimen argumentos suficientes que refrendan la necesidad de tener una vida –como sea que esta sea– armada y defendida desde las historias que de ella nos contamos. Una película, cabe señalar, también muy triste, un recuerdo nostálgico de una vida exangüe pero iluminadora en su derrotero. Nada más que el fulgor fugaz de un destino que en algún momento se perdió de vista.

Después de Ainhoa, yo no soy esa hay una sensación de embotamiento más que de letargo. Seguida de sentida afectación que se prolonga en un silencio atrapado, contemplativo. La confrontación con una trayectoria vital lúcida y eminentemente trágica.

Exacerbada, hay que decirlo, por la falta de sueño.

Hay un elemento que persiste en Valdivia, y es la posibilidad de adquirir ciertos bienes (comida, traslado) a costos relativamente baratos (en un rincón de la ciudad los almuerzos cuestan $1000 pesos). El tema es que, lamentablemente, el ritmo vertiginoso obliga a encontrar la saciedad en la expeditiva comida basura. Todo festival, con su vorágine y su eficiencia organizativa, debería pensar seriamente en hermanarse con la comida colesterolosa que te sirven en 5 minutos. Porque, tal vez, la necesidad apremiante de ver cuanto sea posible compatibiliza de manera más o menos forzosa con esa mala comida. Un deleite apresurado, toxico y saciador.

(Aunque tal vez el ritmo de Valdivia es el que es, y es uno el que coloca prisa en el lugar, justamente, en donde no la encuentra).

Segunda función: coffee stop.

Hora de once, pasa la tarde y volvemos al Mall atiborrado de franquicias fritangueras con sellos negros que están pero no se ven. Esta vez para preparar el estreno de Grass, el último trabajo de Hong Sang-Soo, realizador austero, correligionario habitual que sintoniza con muchos espectadores y cierta sensibilidad festivalera: lo constata la fila puntualmente armada media hora antes y la sala, con el tiempo, sin espacios vacíos. Podríamos intuir entonces que hay un vínculo de Valdivia con ciertas latitudes y ciertas cinematografías, de las cuales Asia es un exponente regular que no defrauda.

Grass, en este sentido, se vuelve un ejercicio sencillo y a veces lacónico, inspirado pero también fragmentario sobre los temas de siempre: un homenaje melancólico a esos lugares de paso en donde tantas cosas se deciden. El café de la ciudad es un centro neurálgico donde el barullo se disipa, el motor inspirador de la creación literaria pero también –y a propósito– el pausado y contenido torbellino emocional que Sang Soo tributa diseccionando con su cámara y esos zooms que le vemos tan artificiales como expresivos en su composición.

En este caso, nos adentramos en cómo las relaciones se inventan, se fraguan y se atropellan; además de cómo el material de las palabras que se enuncian, construye entramados vinculares frágiles pero seductores, iridiscentes en su enunciación cansina y acompasada. Que a veces esconden sentidos que se pierden en el decir pero que se sostienen silenciosos, a propósito de esa mesa o ese café que acompaña la divagación entre lo profano y lo ideal.

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Sang-Soo es un director prolífico y en este esfuerzo –recogido o filmado quizá en días, con un par de ideas sueltas que no precisan más de una hora para desarrollarse– se saca del sombrero una película breve y hecha de fragmentos –quizá prima lejana de Coffee and cigarrettes (2003)– pero regular en su cometido y en las obsesiones a las que nos acostumbra una filmografía encumbrada y siempre reflexiva.

Pero hay que volver a pensar en el ritmo al que somete Valdivia. Es extraño e inevitable, pero también pareciera que dicho compás no escapa a la vivencia de su premura trasnochada, tan compatible con la comida barata y las suspensiones cognoscentes del exceso de la cerveza, de pasos por los puentes y de horas frente a la pantalla. Pienso en que el consumo del tiempo –y el consumo en el tiempo– se aprovecha en virtud de una experiencia expansiva, tristemente llamada de rendimiento. Tan enajenada del ritmo pausado y meditativo que podría perfectamente tener una estancia en las laderas del río, tan invisiblemente presente.

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(Tal vez vivir en Santiago cargue con la tragedia de imponerle a todo, irreflexivamente, un ritmo sobregirado).

Tercera función: Megalomanías

Listos para la último función del día. En un Teatro Condell repleto y generacionalmente heterogéneo, se anuncia en pantalla el último trabajo del incombustible y sempiterno Jean-Luc Godard: Le libre d’image. La película causa estupor en algunos y tedio en otros, porque Godard tal vez vive en el mundo después de venir de vuelta. Lo que no quita que su película francamente divida aguas, espante sensibilidades y suspenda la atención de cualquier espectador más o menos estupefacto ante las libertades formales. A partir de un montaje que recoge películas clásicas (Vértigo, Saló, El arca rusa) algunos fragmentos de cintas francamente indefinidas, y esos intertítulos que de tan repentinos confunden y distraen, Godard presenta un ejercicio inusual pero habitual en él, una reflexión ensayística tal vez no tan avant-garde como se la quisiera etiquetar. Porque, al fin y al cabo, y bajo todo el envoltorio indescifrable, aparece la misma obsesión que no lo abandona hace décadas: los totalitarismos, los efectos de la guerra, la ley y el orden y cierta comprensión muy personal de una geopolítica escurridiza y obcecada.

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En definitiva, esta es una película-esquema que asume una postura epistémica marcadamente alter-narrativa, situación que se justifica en el fragmento que Godard recoge de Brecht: ese que postula que el fragmento es la posibilidad más real de dar cuenta de lo auténtico, a propósito de su semejanza con el proceso productivo. Romper con el medio prototípico de circulación de los mensajes, ciertamente, es extender las posibilidades del contenido y dar rienda suelta a un relato enajenado de las convenciones protésicas de la estructura narrativa. Pero también, y esto no es menor, restringe su accesibilidad. Godard probablemente haya pensado en eso hace un par de décadas (sus coqueteos con la vanguardia y su politización sesentista así lo constatan) pero probablemente eso lo distancia de cierta audiencia que paradojalmente se interesa por lo mismo que él.

Desde ese lugar controvertido, Godard recupera cierta coyuntura cuando reflexiona –en su estilo– sobre la diáspora de Medio Oriente y rol del Islam en los Estados democráticos laicos. Ahí quizá aparece un Godard más analítico y coyuntural –menos rehén de su capricho– cuya función interpretativa permite conocer sus posturas más allá de sus diagnósticos. Fuera de eso, el ejercicio constituye un esfuerzo denodado de confrontación con un material francamente esquivo. Una posibilidad, siempre y cuando se esté y estemos dispuestos a reconocerlo como tal.

Cuando podamos, como Godard quizá, poder ser capaces de bajarnos del tiempo.

[25] FicValdivia 2018 – Crónica de Claudio Herrera.

 

ClaudioSH

Claudio es psicólogo. No se encuentra mucho en eso de ser cinéfilo. Ni menos, amante del cine: ve películas porque está acostumbrado, porque no es demasiado caro y porque, tal vez, fue lo único que se le ocurrió hacer con el tiempo que le queda disponible.