Tercer día y Valdivia finalmente se humedece. No deja de filtrarse la luz del día pero probablemente, en este como en cualquier clima del Sur, hay días con menos Sol que bruma. Hoy el día soleado es un accidente, mera transición. Un estado pasajero. Un Sol que volvió pero que se va. Es difícil abstraerse del cierre de las cosas. De su clausura. Como si los finales generaran una sensación subjetiva completamente absorbente y totalizadora de la experiencia. A veces esto es muy triste. Sé que es una mera sensación que depende enteramente de mi condición de espectador-turista, pero cuando termina el Festival es como si se terminara Valdivia.
Ahora bien, ¿Cuál es el efecto que tiene despertarse en la mañana, ver el comercio cerrado y que, al rato, además, se ponga a llover? Claramente, las tiendas cierran, pero que se acompañen del cierre del festival vuelve la experiencia un poco amarga. Porque en Domingo –último día del Festival– de hecho, casi todo está cerrado. De ahí que adquiera mucha relevancia el mall abierto. O la sala de cine. Lugares que sostienen la angustia que no logra la obstinación personal que se aferra, exclusivamente, a sentir que las cosas no se acaban.
Primera función: La punta del cerro
Dispuestos para la película de clausura, la muchedumbre del teatro a medio llenar se acomoda para la exhibición de un panorama doble: el estreno de nuevo corto de José Luis Torres Leiva y el largometraje de cierre, la libanesa Yara. En esa misma secuencia, Torres Leiva, en 14 minutos, con Sobre cosas que me han pasado, vuelve sobre sus temas esenciales: el paso del tiempo, la cotidianidad, la levedad del registro y cierto regusto a Patterson (2016). A propósito de la vivencia cotidiana de un hombre cincuentón que refiere, como en el título, las cosas que le pasan. Un corto evocativo, íntimo y luminoso, ajeno a la estridencia a veces asfixiante del mandato narrativo: de tener que decir algo.
Dicha sensación es un precedente interesante si se piensa como continuación a la atmósfera que imprime Yara en el espectador: un sosiego que hace efectiva la posibilidad de mantenerse fuera de la estridencia y lo que ella implica. La película, cuyo título denomina al personaje principal, reconstruye las andanzas de una joven que reside junto con su abuela en un sector colindante con los faldeos de una región montañosa al norte del Líbano. Es interesante ese detalle: la forma como Abbas Fahdel, realizador iraquí, configura y sitúa la espacialidad del hogar de la dupla protagónica. Ya que al confinarlas a un lugar recóndito de difícil acceso, también describe con cierta sutileza los usos cotidianos de ese tipo de sujeto, desde los cuales también se reconstruye una forma de vida reposada y de larga data.
Los personajes, al mismo tiempo, son el sedimento de una forma de vida extinta por el destino de la historia libanesa, fácula cruel sobre un país que fuerza a sus ciudadanos al exilio; fenómeno al servicio de una diáspora muchas veces inevitable. Hay, en la dificultad del personaje de acceder a su novia –y de su novia de acceder a él–, en los componentes que aderezan esa relación, una nostalgia y una reflexión desdichada sobre el sino de un país resquebrajado, cuyo árbol genealógico roto exhibe, en sus fracturas encarnadas, a toneladas de sujetos que pudieron escapar pero que permanecen adosados a otros que, como Yara, estarán tan destinados a quedarse. La película es silenciosa y reposa únicamente en interacciones cotidianas, ritos de procedimiento, acciones muchas veces ornamentales. Salvo los retazos que vemos en torno al primer amor de una pareja desde la que se nos describen sólo las señales de sus contextos y sus vivencias. Yara es una película tal vez demasiado contemplativa, que sin embargo nunca pierde el norte de lo que narra. Y que evoca de manera tenue pero consistente los hilos que hablan de un país y sus rupturas. Una película que tal vez crece con el tiempo.
Hay un asunto esperanzador que surge cuando pienso en la posibilidad de disfrutar, justamente, el cierre del evento: Valdivia cierra sus puertas, entrega sus premios y guarda sus cosas. Pero también, hasta cierta punto, el cierre es una experiencia que también permite, gradualmente, seguirle su compás. Quizá una forma de obstinarse o acomodarse ante el cierre tenga que ver con eso, con acompañar el proceso completo, ajustarse a ese declive pausado, sin estridencias. Una oportunidad para bajar la marcha, para equilibrarla. Tal vez una salida digna a la vacuidad final.
Segunda función: Entre-medio del horror
El día anterior, Valdivia anuncia sus ganadoras, y el día después, ofrece la posibilidad de revivirlas para su jornada final. Aprovechando esa oportunidad –aunque sometido a la debacle interminable de tener que decidir qué ver– se exhibe en una sala llena Still Recording, documental sirio ganador de la Competencia Largometraje Internacional. Que también llegó anticipado por el premio que FIPRESCI le otorgó en la versión 2018 del Festival de Venecia. A partir de la una premisa que articula de manera vigorosa todo el sentido del metraje –la imagen es la última línea de defensa contra el tiempo– el documental de Saeed Al Batal y Ghiath Ayoub es un justo ganador del certamen.
Partiendo de una puesta en escena rudimentaria y naturalista, vinculada a la descripción y el seguimiento de los fenómenos, además de una línea narrativa subterránea y más latente que explícita, nos enteramos de las vicisitudes de un escuadrón de lucha que forma parte de la resistencia, en este caso armada, al régimen sirio de Bashar al-Ásad, presidente sirio y gobernante al que todos hemos visto participar de los acontecimientos que, una vez tras otra, vuelven a ensangrentar las páginas de la historia de Oriente Medio. En este contexto, el documental es capaz de enajenarse del conflicto bélico inmiscuyéndose, paradójicamente, en sus circunstancias: porque seguir los pormenores del conflicto desde las vivencias desordenadas de sus protagonistas, nos vincula con una experiencia caótica y urgente, pero al fin y al cabo tan universal como cualquier otro tipo de labor. Sometida a los mismas condicionantes: temporales, relacionales, políticas. Vitales al fin y al cabo. Y es quizá ahí, en esa descripción de la forma de estos tipos de mantenerse ajenos dentro de un conflicto que los convoca de manera activa, cuando el documental inaugura o utiliza un dispositivo formal innovador para dar cuenta de la guerra y su ignominia.
En ese sentido, Still Recording tiene todos esos ingredientes que cualquier reporte noticioso belicista exacerba: matanza, desorden y beligerancia. Sólo que en este caso aparecen naturalizados dentro de un contexto que se sostiene en otros múltiples destinos posibles: en el intercambio telefónico entre un funcionario facineroso del régimen y un partisano trasnochado, o en al intercambio entre ese mismo sujeto y una madre preocupada que le llama para saber (¡cómo no!) como está. Y ahí aparece el desconcierto, la posibilidad sincera del espectador de descolocarse ante lo que ve. Lo más interesante es justamente eso –que no es culpa de Still Recording esa estupefacción– sino de las innumerables ocasiones que nos han contado la guerra asociada a una épica o algún tipo de gesta extrema que, claro, lo sigue siendo, pero que a partir de ese ejercicio interpretativo se le confiere un sentido que totaliza su posibilidad de representación. El documental de la dupla siria, en este sentido, se bifurca, urde un lugar enunciativo a contrapelo –naturalista, testimonial, circunstancial– que se distingue en su puesta en escena no del todo despercudida de los tópicos usuales de la guerra, pero sí inspirada en el modo divergente de incorporarlos en el metraje. Esta audacia, de todas maneras, genera una experiencia cautivante para el espectador, más allá del caos evidente. Puesto que vemos un recorrido, una trayectoria que tiene a la guerra civil como componente añadido y no como centralidad excluyente.
Hay un sensación, que uno podría recoger de la lectura de La guerra y la paz de Tolstoi, que ha sido bastante estudiada –y reconocida como uno de sus méritos principales– que tiene que ver con representar a la guerra como un contexto en el cual el hombre es incapaz de entender el devenir histórico, por cuanto él mismo está inmerso en ese transcurrir, siendo victima de las fuerzas invisibles e inexorables que son el motor. La profundidad de la novela, por lo tanto, tiene que ver con la lucidez de describir un fenómeno totalmente enajenado de las fuerzas o las decisiones que buscan darle orientación. En ese sentido, la guerra es anarquía, y sus personajes, víctimas ignorantes del contexto y de sus motivaciones. Que nunca se van a permitir aparecer como diáfanas. Still Recording a ratos recuerda un poco eso: con una cámara que no para de filmar –y con el mérito de quienes se abogan el deber de cargarla– nos adentramos en un contexto cuyo destino sólo podremos reconstruir a posteriori. Desde fuera. Y que en ese esfuerzo, en la posibilidad de representarlo de manera totalmente enterada de esta imposibilidad práctica, es tal vez el mejor modo de poder armarle un sentido. Un sentido que, por imposible que se nos presente para develar, estará dado a la cámara y a lo que esta se empeñe en presentar.
Y así, con este verdadero vendaval cinematográfico terminado, cerramos esta versión de Valdivia. Con cierta sensación de vacío, con un duelo por hacer. Pero también con la tarea pendiente de acompasar el propio devenir. Dejamos Valdivia, volvemos a fluir. Que se acabe el festival será entonces la mejor manera de esperar –y anticiparse– a que vuelva a empezar.
Partir es cerrar para volver a abrir.