La llegada a Valdivia –en la Región de los Ríos– en contexto de festival suele ser un acontecimiento interesante además de revelador. Siempre hay cierta anticipación nerviosa frente a todo lo que se viene al tiempo que se materializa, por el hecho del viaje, el escape final de cierto tedio insistente y molestoso. Y bueno, también, al fin y al cabo, uno se somete sin mucho reproche a la impredictibilidad de un clima que siempre se distingue particularmente del de la capital metropolitana. En ese sentido, queda la sensación de que atravesar el puente que cruza el Calle-Calle –viajando en un bus con una comodidad que es proporcional a los logros obtenidos por la mezcla entre burguesía y vejez– uno se dispone a ingresar hacia una coordenada espacio-temporal distinta. Un túnel del tiempo a cielo abierto.
Insisto en lo singular de la experiencia: la concurrencia a un festival como Valdivia hace pensar en una circulación por la ciudad como su uno estuviera y no estuviera. Como los hologramas virtuales de Bioy en La Invención de Morel (esa novela tan breve como total) uno recorre la ciudad en un tiempo refractado, ofrecido por la posibilidad de dedicarse a un objetivo en otro tiempo, imposible en la vida cotidiana: porque decidir qué películas ver y en qué lugares comer después tiene que ver con estar en un tiempo privilegiado. Podría decirse que vivimos en un tiempo donde a las personas no se las torna del todo compatibles la opción real de consumir cierto tipo de historias.
Valdivia es una ciudad distinta, compacta y un poco noventera. Con olor a humo provisto de chimeneas clandestinas, un clima frío todavía piadoso y, curiosamente, sin ningún basurero en su avenida principal (tal vez la gente progresó y usa sus bolsillos para botar en sus casas lo que no harían en su vereda). Un lugar en donde todavía la urbanidad –que conserva su armonía sincronizada– aun no piensa, equivocadamente, que podría servirle colocar fronteras entre los lugares residenciales y lo propiamente céntrico. Porque tal vez el centro es tan relativo como quienes fijan esos límites.
(Valdivia es un lugar donde todavía los choferes escuchan unas cumbias que sólo podrían salir de una playlist que podría llamarse, justamente, playlist de cumbias que escuchan los choferes)
Ahora, también no quiero pensar nostálgica, trasnochadamente, en Valdivia como ese lugar ideal y libre de ruido donde el mundo no progresa (¿qué es el progreso?), sino que quiero pensar solamente que en Valdivia hay cosas que aún son de una forma y que en Santiago quizá ya no. Ni más ni menos.
Primeras dos funciones: Zurita y los problemas prácticos de la política.
Raúl Zurita, recientemente, lideró un movimiento –inusual y masivo – que terminó destituyendo a un Ministro que aún, según vemos por ahí, sangra maltrecho por la herida. El poeta sigue vivo y tal vez su vigencia tenga que ver con eso: con, de cuando en cuando, autorizarse a reverdecer.
Eso es lo que mejor constata Zurita, documental chileno dirigido por Alejandra Carmona. Un recorrido por la vida y obra de un poeta vigente pero atosigado por el Parkinson, esa enfermedad trágica que atenta de manera objetiva con un derecho que deberíamos tener todos: la posibilidad de la quietud. El hombre Zurita, estoico pero a veces muy sombrío, recita poemas, recorre el cementerio de Pisagua, y canta con González y los Asistentes una canción sobre un equívoco fatal: hay ahí una diletancia que el documental tributa con respeto y calidez. En ese sentido, lo más interesante quizá tenga que ver con la intimidad que permite la introducción de la cámara en la relación del poeta con una corporalidad desgastada que contrapesa con su posición sobre el mundo: afectada, punzante y a veces lacerante.
Zurita es conocido por formar colectivos y armar instalaciones que tienen que ver justamente con la materialidad del horror siniestro del que, su poesía, es testimonio vivo. Lo interesantes es que es un hombre que también entiende que la poesía es sólo un formato posible de una vivencia caótica que perfectamente podría –sostiene anhelante– desaparecer. En el momento justo cuando el mundo, ya resuelto y abierto completamente a la posibilidad de ser pensado distinto, felizmente abandonara y justificara la necesidad de los sujetos de terminar de conjurar sus negligencias. La verdadera poesía, dice Zurita, es esa que constata el crimen y la infamia contra los seres que deambulan errantes por el mundo. Esa injusticia hace posible soñar con la posibilidad de pensar que la poesía, entonces, podría no ser necesaria. Zurita se atreve a sustituir la poesía por esa utopía.
Ahora bien, quizá lo único discutible con el documental tenga que ver con un posicionamiento que acompaña demasiado el recorrido del poeta, personalizando una lectura que lo tiene de centro y objeto centrípeto. Quizá ahí cierta contextualización o reconstrucción, por un tercero, de su obra respecto de la propia trayectoria, podría haber contribuido a situar mejor una obra cuyo peso ni se explica en este documental ni es necesario que así sea.
Inmediatamente después, en la sala de al lado a la que esta vez hay que correr, se exhibe Kinshasa Makambo, documental urgente que registra el destino de tres activistas congoleños vinculados a la resistencia al régimen de Joseph Kabila desde distintos lugares: el retorno del exilio, el regreso de prisión y la acción directa. La película de Dieudo Hamadi se toma en serio la cámara en mano: porque asedia a sus protagonistas al fragor de una gesta que se hace –y se deshace– en las sucesivas arremetidas contra una represión policial demasiado familiar. Lo que implica, por lo demás, un registro apresurado y fragmentario, aparentemente más interesado en el testimonio fotográfico que en la representación de su puesta en escena.
Ahora bien, cuando los tres protagonistas en reúnen, a propósito de la organización y el repliegue necesario de las bases disidentes, es cuando el documental abandona la acción de protesta directa y se empantana, afortunadamente para nosotros, con los pormenores y las circunstancias que discuten en torno a cómo se genera acción política efectiva. Hamadi no escatima en ahorrarnos discusiones enrevesadas, repetitivas y michas veces divergentes sobre los motivos y los propósitos de la resistencia. Para que no se nos olvide que esta requiere, ante todo, consensuar voluntades, permutar anhelos y fraguar acuerdos que muchas veces no terminan resultando ni terminan funcionando. Y es quizá ahí cuando la historia de ese país remoto, corrompido y úlceroso cobra sentido y nos habla cara a cara: cuando se adentra en la organización de la militancia, en el modo que tienen los sujetos de componer un modus operandi satisfactorio en su planificación, que les permita, por cierto, adquirir cierta relevancia táctica. Pero también cuando el exiliado aparecido nos resulta pretensioso, el simpatizante de la acción directa nos resulta apresurado y el que propone, lamentablemente, se expone a la consternación de una estrategia cuya circunstancia la transforma en un absurdo total. Como esparcirse mantequilla por la cara para soportar el químico letal de la fuerza policial.
Valdivia es, a todas luces, una ciudad franca: en el sentido de que comienza a funcionar y retomar su ritmo matinal cuando decide hacerlo. Más que cuando se lo ordena un mandato dictamine, infructuosamente, sus horarios de apertura. Hay una voluntad por abrir los negocios a la hora que NO figura en sus avisos. Es decir, cuando el día más bien decida y se le antoje cuando hacerlo. A diferencia del reciente Mall, ese palacete almidonado en donde también se exhiben algunas películas.
Hay, en la organización de Valdivia, mucho interés y disposición a ayudar a responder dudas o a encontrar lugares y destinos perdidos para un visitante medianamente desorientado. Pero también encuentro cierto entusiasmo atropellado. Es un detalle, pero en cierto sentido, les encanta que vengas, pero les pesa (no a todos, obviamente) esa misma intención de ayudar. Valdivia es un lugar que funciona al ritmo de su propio compás.
Tercera función: Qué increíble es llegar a cualquier parte en menos de 5 minutos.
La función del Teatro Condell esta vez anuncia Erased___ Ascent of the Invisible, esfuerzo del libanés Ghassan Halwani por reconstruir, a partir de los fragmentos que se esconden y se asoman en las paredes de Beirut, los rostros de los desaparecidos libaneses en su Guerra Civil (1975-1990). A propósito de un esfuerzo denodado y deliberado de omitirlos por acción de la burocracia subterránea del Estado. Halwani, a partir de esta premisa –que presenta en vivo en un inglés afrancesado desde el escenario central del teatro– reconstruye, literalmente, un esfuerzo arqueológico por encontrar aquello que se queda tras el deseo de recubrir un pasado que nunca pasa, porque permanece obstinadamente donde nadie aparentemente lo advierte.
En ese sentido, construye una película tenaz, meticulosa y atingentemente vinculada con un país que también conoce de omisiones, horrores y participaciones soslayadas. Pero Halwani tal vez va más allá, porque nos presenta, con su aparato fílmico, un método arqueológico-representacional que busca hacerse cargo, más allá de lo narrativo, de lo que aparentemente sugiere: porque una manera de hacer emerger a los desaparecido olvidados, es también conjeturando sobre sus vidas posibles. En ese sentido, el documental rastrea, deshilacha, escudriña, disecciona.Le interesa ese material polvoroso y difuminado en el que después de un rato se aparece un residuo familiar de lo que sigue siendo.
Todo esto configura una desaparición del desaparecido que adquiere su epítome brutal en el accidente burocrático que comete su gobierno: al quedar antecedentes de esos nombres en el registro civil libanés, el Estado confina a esos sujetos a vivir para siempre. Al no darlos nunca por muertos, el Estado pone en juego inconscientemente una forma perversa y virulenta de olvidar a esas personas. Paradójicamente, condenándolos a no perecer nunca. Los desaparecidos quedan en el limbo, no pueden morirse porque su existencia, al ser deshumanizada, persiste en el registro. Mentirosamente escondidas frente a sus propias narices.
Cuarta función: Resistencia Mississipi
Sorprendido, nuevamente, por la posibilidad de que el traslado de un lugar a otro sea tan extraordinariamente insignificante. Me pregunto ¿Cómo será haber nacido en un mundo donde los tiempos de traslado no alcanzan ni a ser tiempos? ¿Qué experiencia del tiempo es posible cuando se internaliza que el mundo funciona así?
Consternado por esta simpleza, me presento en la sala del Mall donde se exhibe What you gonna do when the world’s on fire? Esfuerzo documental con participación en la última versión de ls Mostra en Venezia.
La apuesta de Roberto Minervini es depurada y cuasi-etnográfica, puesto que se inmiscuye en las vidas maltrechas de cinco personajes afrodescendientes en el Sur de Estados Unidos. Un lugar en donde todavía emergen animosidades y, quizá más que ayer, se atizan los fuegos del odio racial. La película, salvo en una historia que hace evidente esa consigna, más bien contextualiza las condiciones en las cuales esa premisa se instala, porque se interesa por cómo todos estos personajes se las arreglan con su propia vivencia marginalizada y un poco derruida, pero vivaz y consciente de su propias condiciones de opresión. Volvemos, nuevamente, a la consigna congoleña de Kinshasa Makambo: aquí Minervini también nos señala plenarios que discuten los modos a través de los cuales se actualiza la esclavitud y se articula su disidencia. Aunque, a diferencia de esa cámara, ésta se encuentra tamizada por el registro desde cierta estetización de la vivencia, traslucida por un lente hiperrealista y concienzudo, cercano pero invisible, tangible pero ausente. Ahí está su mérito y quizá su falla: cuando se presume invisible –salvo en un momento puntual cuando debe justificarse frente a otro su presencia obligatoria– abandona la pretensión por el registro de la experiencia. El tema es que nunca asume del todo dicha enunucación. Entonces ¿Es necesario estetizar sin asumir que se lo hace? Lo que le sobra a Minervini en puesta en escena le falta tal vez en la aplicación de la reflexión sobre su propio dispositivo.
Quinta función: Finales amargos y felizmente infelices.
Una de las ventajas de Valdivia, claramente, es la cercanía de sus sedes de exhibición. Lo que se vuelve un problema cuando se intenta mezclar el entusiasmo en la asistencia con las posibilidades tan humanas de ver películas. Esa situación estropea, cabe señalarlo, la posibilidad de poder comer como la gente.
De todas maneras, estos sacrificios justificaron la presencia en La Casa Lobo, última película de la noche y esfuerzo stop-motion de la dupla de Cristóbal León y Joaquín Cociña. La historia a relatar es en principio muy simple: ambos directores se aprestan a imaginar cómo sería una fábula sobre Villa Baviera –el enclave chileno/alemán cercano a Parral en la Región del Maule– nada más ni nada menos que dirigida por el jerarca perverso que las hizo de controlador total de sus dependencias y las vidas de ahí adentro.
A todas luces, el mérito evidente de La Casa Lobo tiene que ver con el derrotero del dispositivo fílmico que realizan. Más allá de lo que los directores refieren en la entrevista posterior al filme, se observa un trabajo de muy largo aliento, que permite generar una contundente reflexión meta-fílmica sobre cómo poder dar cuenta del proceso creativo en la propia pantalla. Poniendo las bambalinas en el centro de la escena y extrayendo de ahí, el material para la historia que contar.
Hay un acierto indiscutible en generar una atmosfera lúgubre y gris, pero sobretodo, muy ambigua. La dupla juega encarna los tópicos que podríamos observar en una relación típica de abuso en todo sentido. Temática que La Casa Lobo opta por alegorizar a partir de una historia ambivalente de terror y pureza corrompida. En ese contexto, la historia de Maria y de sus tres cerditos ese hace posible y efectiva porque incomoda al espectador a propósito de las posibilidades que permite el dispositivo-instalación, que sirve como el contexto en donde toma cuerpo la historia. A partir de una película que, en efecto, trasciende sus condiciones de posibilidad en tanto material fílmico, para orientarse hacia el terreno de las Artes Visuales, de las cuales los directores ofician experticia.
Fuera de todo eso, y de toda la reflexión que puede generar para el conocedor del dispositivo, hay también una historia compleja y vigorosa sobre los tentáculos que componen las relaciones abusivas y de cómo, al final, estas utilizan la opacidad –entre pureza y corrupción, entre ingenuidad y perversión- para poder interpelar un tipo de vínculo que se esconde tras las sombreas pero que parece, día tras día, estar más cerca de ser desenterrado. Es de espera que La Casa Lobo interpele más allá del fetichismo que podrían sugerir sus condiciones de producción, ya que presenta una historia necesaria, novedosa y alegóricamente impecable.