
Gianfranco Rosi es un italiano que, en una de las millones de veces que recorría Roma, mientras la transitaba, se halló haciendo lo contrario de lo que casi todos los demás hacen: se desvió. En dicho derrape, Rosi subjetivó su circulación y la filmó.
Convengamos en que todas las ciudades se encuentran atravesadas por caminos que las conducen a otras ciudades, y que, de esas ciudades, por supuesto, emergen otros caminos que nos llevan a otras ciudades y otros caminos y así hasta el infinito. Un país, siguiendo esta lógica, es un gran cableado de ciudades, la amalgama vial que algún talentoso obsesivo organizó para la comodidad de millones de usuarios posibles. Al mismo tiempo, muchos de aquellos caminos son itinerarios en donde, además, suspendemos el juicio o lo ponemos en pausa: a propósito de que la acción de transitar de un lugar a otro no sólo es a menudo irreflexiva, sino que a veces es tan automática que nos sirve para hacer otras cosas que, consideramos, son más importantes que detenernos en caminos que recorren lugares genéricos. Humberto Gianinni, un filósofo chileno de apellido italiano, fue bastante enfático con eso: la calle es un medio expedito de comunicación espacial tanto como que, además, encierra un territorio abierto en donde quien transita, es cierto, circula con un objetivo que no está en ese camino. Pero también –para bien o para mal– aquél individuo perfectamente se puede desviar (o ser desviado) de su rumbo sin mucho esfuerzo. Es bastante probable que, en este sentido, Gianfranco Rosi, un italiano que, en una de las millones de veces que recorría Roma, mientras la transitaba, se halló haciendo lo contrario de lo que casi todos los demás hacen: se desvió. En dicho derrape, Rosi subjetivó su circulación y la filmó. Es decir, se puso a reflexionar sobre el hecho de moverse a través de un camino para así, tiempo después, disponerse a naufragar por las calles que primero usaba para atravesarlas, pero que ahora son destino y finalidad. El resultado de esa exploración, podríamos decir, es el homenaje que un ciudadano le ofrece a un territorio a partir de los caminos que nos conducen a él. En el sentido común, de hecho, esta idea es poderosa: todos los caminos, a la larga, llevan a Roma.
Partiendo de esta excusa, una de las primeras particularidades que resaltan en este documental tiene que ver, en principio, con su connotación nacional. Del mismo modo en que la prensa italiana la sentenció como un sentido e inusual homenaje, la película se estrena en Venecia y se corona, obviamente, como merecida ganadora. Más allá de este dato que seguramente no es coincidencia –ni tampoco fraude–, Rosi además propone un recorte de Roma a partir de su circunvalación principal. Por lo tanto, Sacro GRA es el resultado de hacer del medio un fin, o de detenerse en el lugar de tránsito que viene a ser esa carretera en donde, para la mayoría de los mortales adormilados o distraídos, no existe posibilidad de asentamiento o detención. Por lo tanto, la cámara se encarga de desmentir ese prejuicio apresurado de quienes no admiten que la calle también es, para muchos, más una vida que un fin en sí mismo. Sea gastando el tiempo mientras se asiste la tragedia de un accidente de tránsito, olisqueando el follaje adyacente que edulcora el cemento derruido, o hipnotizado por el intruseo por las distintas maneras en que las personas decretan su soberanía a los pies del camino, la autopista constituye un hábitat por derecho propio, un crisol identitario que da lugar a las distintas formas que componen esa denominación tan suficientemente estrecha que se ha convenido en llamar “margen”. En el fondo, es un espacio arrancado de la centralidad vial, pero también de cómo la convención nos ha obligado a pensar o circular así por dicho emplazamiento.
Respecto de este último punto, es tal vez donde destaca o aporta el modo documental que el director tiene de acercarse a lo que filma, pues Rosi no sólo se detiene en la cuestión cotidiana –esa que ocurre mientras se atraviesa la autopista– sino que agujerea, con el montaje, la unanimidad de ese sentido común: la autopista es un montón de espacios domesticados, ocupados por quienes bailan un hit de Thalia de madrugada mientras esperan la comida trasnochada, pero también por quienes habitan el terruño soberano o la berma asoleada hurgándose las narices. A través de la autopista, de hecho, la periferia deviene un acercamiento premeditado pero casual, en donde probablemente la cámara seguramente se dejó estar mucho tiempo, debido a que lo que exhibe responde a una lógica que la piensa no transparente, pero sí habitual. Pese a que nadie objeta o refiere a la presencia del dispositivo que registra, los personajes se dejan ver desde lo que hacen siempre, o lo que sus costumbres –olvidadizas del discurrir de la cámara– les prescriben realizar. Ahí quizá el talento o la intuición del director –marca de fábrica que en este documental que tiene diez años es más bien una exploración vehemente– también se halla en dar con una forma de montar los escenarios: dispersos o fugaces, pero siempre concluyentes.
Sin articular un hilo conductor demasiado insistente sino que más bien divagativo, entonces, las microhistorias fragmentadas que dan forma a Sacro GRA siguen un orden más o menos abierto, causal en sus contenidos pero frágil en su consistencia. Dicho estilo, al fin y al cabo, es una decisión documental en este caso definitiva: porque parece que explora una forma de continuidad que no precisa articular nada, pues gana en tanto dispone o entrelaza circunstancias. De hecho, es probable que Rosi haya entendido que la mejor forma de contar una historia es a partir de la sucesión de sus fragmentos: porque, a la larga, toda repetición en algún momento se vuelve ritmo. Y bueno, el documental se contenta con la exploración meticulosa de conversaciones atropelladas que resultan furtivas porque parecieran escapárseles al dispositivo que las cristaliza. En el fondo, la sumatoria de intercambios en donde se intuyen los recovecos de una humanidad acorazada al borde, da pie a una cotidianidad prosaica que se despierta de madrugada pero divaga al amanecer. Con todo, Rosi, al final, es una especie de sastre que cámara en la mano sutura al azar los contornos de la circulación engañosa al costado del camino.
Como parte de un afán descriptivo en donde tiene sentido registrar lo minúsculo, o el escape del tiempo entre anécdotas, Sacro GRA es un contundente acercamiento a la reflexividad de la ruta por alguien que reparó que ahí no hay sólo tránsito, sino que una buena manera de hacer lo que Georges Perec sintetizó en La vida: instrucciones de uso (1978) ese novelón que al inventar una forma de estética anudó el mundo al interior de un edificio. Si bien Sacro GRA no inventa un estilo –es más bien un exponente– mira todo el tiempo, con justicia, ese afán enciclopédico que no debería abandonarnos nunca.