Le debemos a Marcel Duchamp, entre otras cosas, la posibilidad de pensar la expresión estética como una manifestación humana espontánea, liberada de la pretensión solemne y anquilosada que organizó, un siglo atrás, al arte. Mientras tanto, a Warhol le debemos la subversión del producto artístico a través de una forma de experimentación que descentró los modos como se organizaban los criterios estéticos y, fundamentalmente, sus mecanismos de circulación. Ambas propuestas, radicales para su tiempo, ininteligibles para sus detractores y revolucionarias para sus pares, constituyen, con el paso del tiempo, una herencia a la cual es complejo no defraudar ni contradecir. El protagonista de The Square, en la práctica, no deja de encontrarse con esta temible encrucijada: cómo sostener y rentabilizar el imperativo que ambos artistas le endosaron. Que el Arte obstinadamente le endosa.
En el primer tramo de The Square vemos a Christian (Claes Bang) curador del Museo de Arte Moderno de Estocolmo, trasnochado y somnoliento, dirigirse a una entrevista que le realiza Anne (Elizabeth Moss, a.k.a. Peggy Olson). Entre muchos temas, la periodista le consulta por las formas de financiamiento del museo, sus estrategias personales para reivindicar vanguardias y, en particular, a qué exactamente se refieren las jerigonzas que en algún momento se dedicó a desperdigar en manifiestos pretenciosos respecto de la Subversión del Arte. El protagonista se mueve con lucidez cuando reflexiona hasta qué punto el objeto de arte se define por el lugar donde se le coloca en un museo. Suena razonable: lo suficientemente erudito para no acoger réplicas. Su problema es que, en el fondo, e independientemente de lo que pueda alardear en una entrevista, Christian sigue siendo un sujeto definido por las lógicas cotidianas que su rol le adjudica: debe financiar y sostener una institución que justamente debe hacer de la vanguardia un imperativo. En este sentido, una de las alternativas que le ofrecen los asesores del museo es más o menos lo que se estila en estos tiempos: la estrategia comunicacional que levantan las Relaciones Públicas parece, siempre, la mejor opción. Sin embargo, la pregunta va a seguir siendo cómo se reinventa el arte cuando ya está todo dicho y hecho.
Decir que The Square sólo aspira al barroquismo museológico o a la crítica del sujeto snob sería caer en la misma miopía con la que ciertos sectores de ciertas élites se aproximan a ciertas experiencias artísticas. Al contrario, en el filme se articulan preguntas urgentemente irritantes que pugnan, siempre, por salir a la superficie: cuáles son los criterios fijados por los límites éticos en torno a la expresión artística, cuál es el rol de los dispositivos de circulación y reproductibilidad en el modo como se convoca a las audiencias a vivenciar el arte como experiencia, y en qué medida el arte es sólo un efecto de transacciones de intereses que no difieren de otros campos mucho menos glamorosos, como la política, el marketing o la propaganda. Todo lo anterior tamizado por una lectura contemporánea acerca del Otro incógnito que nos trae la urbanidad: sea migrante o mendigo, todos ellos son formatos del bárbaro posmoderno del que el arte, en este caso, busca usufructuar.
Ahora bien, la coordenada que orienta a esta sátira estetizada y falsamente circunscrita al campo del Arte, viene a ser la instalación que da nombre al filme: The Square –literalmente, un perímetro cúbico iluminado en la fachada del museo– es una experiencia que invita a los espectadores a situarse en sus fronteras para, dentro de dichos confines, relacionarse de manera altruista, pro-social, cooperativa y co-responsable. Parábola perversa de un tiempo que nos asfixia, la película no escatima en anteponer a las buenas intenciones de la obra personajes maniáticos, misantrópicos e individualizados, cuya rapacidad personalista brilla en las conductas que sus acrobacias retóricas no logran, en lo absoluto, difuminar.
Con una estética palaciega, planos geométricos y cierto cubismo de perspectiva, The Square es una sátira amarga, irónica y elocuente que habla de mucho más que del arte que se encierra en los monasterios que se dedican a almacenarlo. Östlund persevera en la ironía mordaz que ya desarrolló en sus tempranos cortometrajes o consolidó en Force Majeure (2014): es un realizador preciosista y concienzudo de la forma, que no resta énfasis a cómo la entropía y el caos puede perfectamente filtrarse en esas interacciones cotidianas que exigen de nosotros ingenio retórico y habilidad para sortear, como sea posible, las cosas del decir o los baches del actuar. Para Östlund, el acto fallido es el material primigenio con el que contar historias.
En este sentido, la iconoclastía fulgurante en The Square cuaja de manera magistral no sólo con un realizador a la altura de la tarea, sino que también con la posibilidad de sintetizar, en una de las secuencias más incómodamente sublimes que nos haya regalado Escandinavia, el paroxismo cínico que define a una élite que no deja de reclamar para sí el monopolio interpretativo de toda vivencia artística. Lo interesante aquí es que la puesta en escena que la experiencia del arte reivindica no pierde de vista la posibilidad de que este se ría, sin que algunas veces lo intuyamos, en nuestra cara. Tener la posibilidad, la ventaja y el privilegio de ver The Square en un festival rodeado de privilegios de élite es justamente el chiste del que Östlund pareciera hacernos objeto. A nosotros, impasibles chivos expiatorios que ante la bestia indomable que respira en nuestra cara sólo atinamos a asentir con cortesía.
Un arte no se juega en la comprensión de su sentido: es todo menos entenderlo. Y quizá, como Parra, como Warhol o como Duchamp, sea una gran broma. Una broma infinita.
The Square (2017, 142 mins.) Suecia, Ruben Östlund.
Claes Bang, Elizabeth Moss, Dominic West, Terry Notary.
https://youtu.be/zKDPrpJEGBY