When they see us es un interesante manual sobre cómo es posible construirse un enemigo imaginario teniendo enfrente un sujeto a quien no podemos ser capaz de mirarlo directo a la cara, empantanados en las imágenes que, ante nuestros ojos, nos inventamos que él posee
Llegado cierto punto, sobrecoge ver When they see us. En parte porque es una miniserie que se empeña en encaminar esa emoción a través de cada uno de los cuatro episodios que componen el relato total. En este sentido, uno podría pensar que la historia original que la inspira demuestra dar con el tono suficiente para arrancarle al espectador una reacción emocional intensa, construida desde una narración indignada, elegante y cuidadosa del buen uso de los mecanismos que crean, más temprano que tarde, identificación completa con sus protagonistas. ¿Es esto un defecto? Ni por asomo. Más bien tiene que ver con la capacidad del relato –de los relatos episódicos en este caso– de sintonizar con una audiencia como si de entregas folletinescas semanales se tratara. En el fondo, todo cuento desea, aunque no lo demuestre demasiado, que nos interesemos más allá de lo que podamos reconocer conscientemente. El tema es que aquí, curiosamente, el material emotivo se mezcla, con denodado cuidado, con los hilos narrativos y con el relato socio-político que le sirve de fondo y de gatillante de todo lo que sucederá.
Ava Duvernay, realizadora afroamericana con pergaminos fílmicos sobrados y refrendados por su participación en Sundance o sus nominaciones a la Academia, se pone al mando en la dirección de los cuatro segmentos que nos cuentan los acontecimientos alrededor del incidente de la corredora de Central Park, violenta encerrona que deviene acontecimiento noticioso con el poder suficiente para poner en el tapete todo lo que a DuVernay, conociendo su filmografía, le interesaría exhibir. En este caso, los modos a través de los que un incidente confuso se transforma en acontecimiento para bien o para mal. Codificado y traducido, por lo demás, a través de los lenguajes que configuran eso que convenimos en llamar opinión pública, y que tal vez no sea otra cosa que la suma caótica y exponencial de todos los relatos posibles y pensables sobre un determinado hecho.

En este escenario contextual y situado históricamente (que parte en 1989 con Donald Trump vociferando en televisión como engominado profeta de los tiempos), circularán por el relato los cuatro grandes pilares que sostienen el grueso de lo que se entenderá del caso para el espectador: lo que los medios afirman al respecto, lo que la policía recicla de lo acontecido, lo que el juicio pone en juego para recuperar una verdad jurídica, y en última instancia, todo lo que pueden decir quienes en su momento son sindicados como participantes directos –es decir, autores– de un hecho violento por el que deben pagar con su libertad.
Ahora bien, tal vez lo más interesante del esfuerzo de DuVernay tenga que ver con la capacidad para amalgamar con tino, sentido del ritmo y palabrería precisa, los relatos que coexisten en un universo como este. Y no sólo porque todas las secuencias –de fotografía depurada y pendientes de los tonos grisáceos, ocres y azulados que filtran el Nueva York de hace treinta años– se puedan seguir porque progresan con agilidad y sin zozobras, sino porque el evento público se filma calibrando la posición personal de la directora en lo ocurrido. Porque no es que la olvide, sino que narrativamente está declarada en lo que se ve. Para DuVernay, el incidente no tiene que ver con lo que, realmente, los posibles culpables pudieron o no hacer, sino que se encuentra anclado de manera directa a una especie de ruido, una interferencia que, sin hacerse del todo consciente para los personajes que la expresan y profesan con ímpetu, los convierte en portavoces involuntarios del miedo más atávico posible: ese determinismo que contamina la mirada y separa el mundo entre los que profesan el lenguaje de la turba, la anomia y el ataque, y los ciudadanos estoicos y ejemplares a quienes sólo les queda condenar a quienes no tienen ni decencia ni derecho a emitir contestación alguna. En el fondo, los afroamericanos se encuentran –en el relato de DuVernay– literalmente presos del destino que les inscribe la creencia que los ata al crimen, la negligencia y la atrocidad. Un personaje lo describe con ingenio: nunca fueron ciudadanos.

En ese sentido, como aproximación narrativa o puesta en escena del discurso que esconde la determinación estructural del racismo latente, The way they see us es un interesante manual sobre cómo es posible construirse un enemigo imaginario teniendo enfrente un sujeto a quien no podemos ser capaz de mirarlo directo a la cara, empantanados en las imágenes que, ante nuestros ojos, nos inventamos que él posee. Pero es también un intento sobrio y meticuloso que exhibe con solvencia la arbitrariedad enrarecida que se esconde tras algunas decisiones institucionales aparentemente unánimes que, de hecho, todo el tiempo se profieren como indiscutidas. Con algo de sorna y mucho de denuncia, tal vez lo que más incordie al espectador es la sensación de que nada encaja, y de que lo único que calza sólo es posible mediante la fuerza del que habla más fuerte, o del que fue más capaz de unificar públicamente los criterios subterráneos del prejuicio que esconden todos. En el fondo, la atrocidad es constatar que la impostura, el engaño, se desarrolla frente a nuestros ojos atónitos.
Julia Kristeva propuso que el miedo al extranjero, al distinto, era la reencarnación de un insconsciente recóndito que tenía mucho que ver con los dos polos irreconciliables cohabitando en el ojo de quien mira. En ese sentido, el afroamericano detenido, para la detective del departamento de policía (Felicity Huffman) y tal vez para el staff policial completo –que en cierto momento solo repite lo que parece ser una verdad revelada, el parlamento social que recupera un relato que sólo sirve para confirmar lo que se intuye– sólo puede ser una cosa y nada más que eso: lo peor de lo peor que sólo puede generar crimen.

Ahora bien, lo que DuVernay hace, además de sobrevolar y hablar del contexto que rodea al acontecimiento, es tener la deferencia y la astucia de poder aterrizar lo que ocurre en las parcelas biográficas de quienes tienen el destino –definido de antemano en razón de la pigmentación de la piel– de encontrarse sentados en el banquillo que los acusa por aquello que ellos no cometen. En semejanza con películas clásicas del género como To Kill a Mockingbird (1962) o incluso Philadelphia (1993), la directora –conocedora de los errores estructurales del sistema jurídico y penal en relación a la comunidad afroamericana y en general no caucásica– se interesa por la individualidad de quienes ahí se encuentran. En ese sentido, como si fuésemos jurados omniscientes del incidente, conocemos los pormenores desde las vivencias cotidianas de cuatro jóvenes que –pareciera decirnos la directora– podrían haber sido cualquiera. Y no por la circunstancia de que nadie está libre de cometer un crimen y ser juzgado por un tribunal competente para tal efecto, sino porque dentro del relato, la narrativa que les oprime las espaldas a sus protagonistas es tan absoluta e incontestable que vuelve, a las individualidades, estériles hilachas desechables, imposibilitadas de constituirse como verdades. Porque da lo mismo quien fue. El asunto, cómo no, es matar al mensajero, expiar con la fiesta al chivo sacrificado.
En esa coordenada, DuVernay recurre a ciertos elementos que se tornan reiterativos, en parte porque su lectura, pretendidamente personalizada desde las vivencias truncadas por una experiencia carcelaria que nunca es redención sino que mera destrucción, ya la hemos visto, por ejemplo, profundizada mejor en Orange is the new black (2013-2019). Además, la directora no se olvida que, antes que todo, hay un colectivo, una categoría sociológica que prepondera y circunscribe lo que vemos. Como si DuVernay atinara mejor con el relato sociológico que con la vivencia individual, a la cual debe recubrir de emotividad para hacerla emocionalmente sintonizable. En ese contexto, aquello que es ilustrativo, puede correr el riesgo de volverse un sociologismo, vale decir, de tragarse al individuo en un mar de sociedad.

Fuera de eso, o tal vez a propósito de aquello, su compromiso es claro, rabioso y patente: el sistema jurídico y penitenciario es desigualmente defectuoso, y los sujetos encerrados que vemos en él deben padecerlo por más razones que las que cualquier otro sujeto podría, a priori, merecer. En ese sentido, DuVernay acierta en la lectura sobre las determinaciones del sujeto colectivo. Esa gran categoría que todos llevamos, por fortuna o por desgracia, irremediablemente inscrita en el rostro o, también, en nuestros apellidos.
Reseña de When they see us (Así nos ven)
When they see us (Así nos ven) (2019, 4 capítulos)
Ava DuVernay, Estados Unidos
Jharrel Jerome, Caleel Harris, Felicity Huffman, Freddy Miyares, Vera Farmiga
Ver When they see us (Así nos ven) en Netflix
