
Si bien no es necesario ni obligatorio que una película, destinada a un público masivo y con ciertas intenciones comerciales (o cualquiera que estas sean), se dedique a diseccionar las cuestiones más controvertidas de la migración, podría esperarse al menos un empeño en darles un lugar que trascienda el segundo plano, la genuflexión culposa, o el callejón sin salida de las buenas intenciones.
Hace quince años Babel (2016), de Alejandro González Iñárritu, obtuvo muchas nominaciones y pocos premios internacionales. En dicha película –además de las críticas que aprobaron su ingeniosa narrativa pero no perdonaron su etnocentrismo culposo– uno se encontraba con: una odisea por la hostilidad del desierto, las ambivalencias de un padre y una hija, y la vertiginosa historia de una infancia sobrecogedora, que más temprano que tarde, se redimía en circunstancias inesperadas. Todo este crisol multicultural se ordenaba en tres historias que en algún momento, y por efecto de un mecanismo que el guion dejaba ver de manera muy sutil, se conectaban y daban sentido a la narración completa mientras un charango o un piano se dedicaba a intensificar con bastante oficio esta cohesión final. Es interesante pero curioso que, en 2021, una película como Adú se le parezca tanto.
Situada en un contexto medianamente distinto y quizá más especificado –la cuestión migratoria en la frontera entre España y Marruecos– la última película del español Salvador Calvo reitera tanto el espíritu integrador de Babel como algunos de sus problemas. En este caso, tenemos –antes de que nos comenten que la película recibió financiamiento mediante los subsidios audiovisuales que ofrece el Gobierno Español– una lectura correcta, oficial y de alta factura sobre tres episodios en las vidas de: un grupo de policías de la Guardia Civil –entidad que tiene a cargo el control fronterizo– quienes cometen una negligencia con un grupo de personas que intentan ingresar forzosamente al país, las desventuras filiales de un hombre prominente a cargo de una organización que salvaguarda elefantes, y el recorrido tortuoso de un niño camerunés por llegar a España a reunirse con su padre. Estas historias, como tiene que ser, se conectan en un momento, e invitan a la reflexión del espectador respecto de cuánto nos compete a todos el problema migratorio, y cuán complicado se ha vuelto este en manos de iniciativas empeñosas y meritorias que se acompañan, lamentablemente, de políticas e institucionalidades timoratas o francamente displicentes.
Hasta ahí, todo bien. El asunto es que, de todos estos pequeños relatos, sólo el tercero es el que acumula, por decirlo de algún modo, la mayor espesura emocional del total de lo que la cinta exhibe. Rozando el melodrama, la historia de quien titula la película –como decíamos, un niño que cruza casi un cuarto de África en las circunstancias más trágicas y desventuradas posibles– es una experiencia desoladora y filmada de forma impecable, pero que tiende a sacrificar la verosimilitud de su narrativa una y otra vez. Necesidad de construir alegóricamente “la historia migratoria de la niñez en África”, interés por sortear dignamente el problema de la corrección política, lo cierto es que la cinta no escatima en recursos que no estaría mal si se entendieran exclusivamente desde el melodrama, pero que acá más bien apelan a una emocionalidad desbalanceada que es un tanto inconsistente con el resto de lo que la película propone.
Efectivamente, las otras dos historias, más ancladas en, cómo se dijo por ahí, racionalizar la cuestión migratoria –volverla burocrática, anclarla en una norma– proyectan un tono más convincente en términos narrativos, pues se acercan a desventuras de europeos que deben, al fin y al cabo, vérselas con una región con la que comparten vecindario. Para bien y para mal. Ahí tal vez la historia de padre-e-hija sea tal vez la más desafectada, pero a la vez elocuente en términos de guion, ya que gana en espesura al lado de una tercera historia, de negligencia policial, que se lee cándida, simplonamente humanizada, y que sólo se salva en los labios de un personaje que justifica su aparición proponiendo una idea interesante con lo que este representa: recalcando que el problema de África tiene que ver con su diáspora y el soslayo majadero en el que sus sociedades incurren al migrar. Puesto en labios de un policía, lo tendencioso de esta idea –una barrabasada ideológica sin pies ni cabeza– es sugerente precisamente porque aporta en caracterizar a un personaje, pero también una forma de pensar o argumentar la migración.
Dicho todo esto, Adú es una cinta que habla de los grandes temas con respeto, deferencia y dignidad, a ratos de manera rotunda, pero muchas veces con mayúsculas que omiten sus especificidades. En efecto, contiene moralejas aleccionadoras, a ratos interesantes y de buena ciudadanía, pues genera compasión y logra que quienes no conocían la envergadura del problema se sienten, al menos, a reflexionarlo con algún detenimiento. Sin embargo, es una película ambivalente en: el tono con el que construye sus historias, los énfasis que les otorga a sus personajes, y los problemas que los invita a resolver. Pero tal vez lo más importante tenga que ver con la manera en que puede entenderse su mensaje más allá de los límites nacionales a los que llega, por ejemplo, vía Netflix. ¿Cómo ve Adú un espectador de África, o del tercer mundo? ¿Puede ser (también) para ellos está película? Es una cuestión interesante de plantear respecto de cómo se razona la migración, pero también al pensar las reflexiones que subyacen a quienes deciden tematizarlo en una ficción.
Una escena ejemplifica esto: un primer plano exhibe a la hija sollozante –que conversa desde Europa con un padre que la dejó irse mientras él recorre en auto el sur de África con destino a su próxima asignación– deja entrever, de manera tangencial y como un gran fondo brumoso, a una decena de personas indiferenciadas que intentan, de manera atolondrada, cruzar el límite migratorio ataviados con sus elementos personales amarrados a la espalda. Mientras a la cámara le interesa escudriñar en las causas del vínculo perdido pero recompuesto por teléfono, deja en segundo plano el problema que enarbola como gran asunto de su narrativa, pero en el que no profundiza sino es con el abecedario de la tragedia humana. Si bien no es necesario ni obligatorio que una película, destinada a un público masivo y con ciertas intenciones comerciales (o cualquiera que estas sean), se dedique a diseccionar las cuestiones más controvertidas de la migración, podría esperarse al menos un empeño en darles un lugar que trascienda el segundo plano, la genuflexión culposa, o el callejón sin salida de las buenas intenciones.