Alcarràs – Seres de tiempo

El conflicto de Alcarràs, entonces, divaga en torno al paso del tiempo, o más bien, en cómo muchas veces el tiempo se desgrana como el maíz, dejando a su paso decisiones que tienen -o tuvieron- otros tiempos, y personas que, aferrados o prisioneros de dichas temporalidades, se preparan ante lo inevitable que es que el tiempo se les pase por delante.

Todo cambio en el orden de las cosas se nos aparece, muchas veces, reflejado en aquello que nos resulta más cotidiano. Lo trivial, por lo tanto, adquiere cierta ambivalencia cuando amenaza con transformarse. En una película como Alcarràs este movimiento lo encontraremos cristalizado en lo que queda de un auto abandonado en el medio de la nada: destartalado e inutilizable, el vehículo denota los estertores de un uso pretérito que, en el momento “presente” en donde transcurre la película, cumple la función de patio de juegos, o incluso, si nos ponemos creativos, constituye el reluciente teatro de los sueños en donde tres niños elaboran y se divierten con un imaginario espacial e interplanetario, depositado por ellos mismos en esa chatarra que, con ellos y sus jugarretas, vuelve a la vida por unos instantes. 

A partir de este ejemplo, con el que parte la película, es muy sugerente ser testigo de cómo algunas historias son tan aplicadas en ceñirse a esa máxima que les pide resumir, en su prólogo, buena parte del meollo que se encargarán de contarnos más adelante. Para Carla Simón, de hecho, mucho se juega en ese aparato de cuatro ruedas, moderno por antonomasia. Porque ¿Cuál es el tiempo de un auto? ¿O de ése auto en particular? Curioso aparato, podríamos decir. Artefacto anticuado pero vigente, persistente pero actual, pareciera estar, a la vez, suspendido en el tiempo y encabezar, de alguna manera, el porvenir.  

Lo cierto es que en este caso, la escena referida es solo el anticipo de uno de los asuntos que Alcarràs, como historia coral, deposita en su narración, y que se vincula a los efectos, continuidades o reticencias del cambio histórico, en este caso, ubicadas en una región frutícola en algún lugar de Cataluña. A ojos del espacio familiar en donde se posan las cámaras, el conflicto queda expuesto por ellos mismos y en pocos segundos, mientras dialogan respecto de un problema que se deriva, nuevamente, del paso del tiempo: próximamente, deben hacer abandono del hogar en donde viven pero que también administran; primero porque no es suyo, y segundo porque no tienen como justificar lo contrario. El hombre de mayor edad, quien en algún momento pasado fue designado como “propietario”, se resigna por no tener la certificación que haga efectivo al “donativo” del que fue objeto, es decir, la tutela del bien raíz. Mientras tanto, una de sus hijas, claramente, mucho más joven que él, lamenta que al momento de acordar con el dueño de la tierra el uso o cuidado de la hacienda, no fuese necesaria más burocracia que la que se acaba en un apretón de manos. 

El conflicto de Alcarràs, entonces, divaga en torno al paso del tiempo, o más bien, en cómo muchas veces el tiempo se desgrana como el maíz, dejando a su paso decisiones que tienen -o tuvieron- otros tiempos, y personas que, aferrados o prisioneros de dichas temporalidades, se preparan ante lo inevitable que es que el tiempo se les pase por delante. Es interesante, además, este componente filial de la película, porque la familia, más allá de las perspectivas que la representan como un cónclave de fraternidad o, incluso, un nido de ratas, es también un crisol de tiempos, o un arreglo anudado entre personas que comparten todo menos la trayectoria temporal que los tiene acompañándose.  

Interesada en la manera en que los miembros de esta familia cumplen roles diferenciados en la manera que tienen de cultivar y de relacionarse con la tierra y, de paso, de atravesar el momento que les toca vivir –crecer, cuidar o envejecer– Simón también se preocupa de filtrar las temporalidades que pugnan con el presente, pero que también hacen del pasado un presente perpetuo. Por ahí, oímos un poco a la pasada, la memoria histórica de la Guerra Civil, como también, desde las tonadas que los abuelos recitan de memoria -es decir, nuevamente, sin papeles que se las recuerden- un momento que todos cantan y que remite, por supuesto, al orgullo de “vivir de la tierra”. Es un momento de comunión conmovedor dentro de la película, casi catártico podríamos decir, pero también es el modo en que Simón actualiza un pasado desde esas canciones, mientras hace justicia a todos esos recuerdos de los cuales toda persona está hecha y configurada, y con los cuales, nuevamente, piensa el presente y proyecta el futuro.

Y bueno, Alcarràs es entonces el problema de la hacienda en peligro de extinción por la amenaza del consumo convertido en sustentable: una encrucijada que tiene olor a feudalismo, pero que ostenta una vigencia que un libro reciente como Serotonina de Michel Houellebecq, u otra película contemporánea como As Bestas, tematizan con soltura, a saber, el conflicto entre modos productivos que tensionan los intereses no solo de quienes encabezan la modernización, sino que también desde quienes le oponen encarnizadamente su resistencia. Ya sea en la manifestación que los productores/agricultores representan en la novela del francés, o en la disputa que la modernización coloca en las ansias de un pueblo empobrecido en la segunda, lo cierto es que ninguna de las dos lecturas mencionadas se detiene en componer la dimensión del ecosistema afectivo que Alcarràs sí alcanza a desarrollar. 

En ese contexto, Carla Simón, además de enrarecer una narrativa que no tiene por qué organizarse demasiado, o regirse todo el tiempo de acuerdo a la linealidad o secuencialidad tan propia de las urbes -que los personajes, cabe señalar, solo visitan de manera ocasional- se preocupa por trabajar la composición del plano desde los modos en que “el campo” -lo que sea que esto sea- dota de sentido las vivencias, tiñendo afectos e itinerarios. Con un espíritu casi matemático, cada plano se ornamenta desde lo que ocurre en términos de la conflictiva central, o digamos, dramática, para dar paso, y acompañando siempre como dato de contexto, a la circunstancia de vivir entremedio de ese lugar que se han esmerado en construir o sostener, y que, al fin y al cabo, es un modo de sobrevivencia pero también un arreglo vital que podríamos entender  perfectamente cuando, por supuesto, sobreviene la rapacidad de una capitalización que los personajes se esmeran en escatimar pero que al rato intuyen como inexorable. Poniendo atención al “antagonista” de esta forma de vida, es irónico que los paneles solares que se ciernen sobre un terruño habitado por tanto tiempo, tengan tanto de sostenible como de amenazante, o de lo sostenible como herramienta puesta al servicio de los mismos de siempre, ahora, sin más, vestidos de verde. Si hay algo que es muy meritorio en Alcarràs es la forma en que entrecruza una crítica sutil a esta irrupción, claro está, pero lo que embellece dicho esfuerzo es la organización que la misma película encierra en sí misma para dar cuenta de esto: porque muchas veces los límites entre progreso y tradición no son tan claros, y porque la textura de la experiencia tal vez sea el mejor modo de hacerlos conversar.

Y finalmente, el talento que tiene Simón de salir de la nostalgia es otro punto aparte. Pudiendo concebir a Alcarràs como un remilgo nostálgico de un tiempo pasado reluciente y esculpido en piedra, lo interesante es, precisamente, la creación de un modo alternativo de tematizar este afecto. En circunstancias que toda familia, y todo sistema, esconde tradiciones derrotadas –los modos patriarcales, las jerarquías insoslayables– acá se palpa el cariño evidente que Simón siente por sus personajes y por el ecosistema que filma. Sin embargo, dicho afecto no obnubila un lente que exhibe las asperezas o ambivalencias de un tiempo que, visto en perspectiva, tiene luces y sombras que es importante, o necesario, hacerles justicia filmándolas no como se las recuerda, sino que intentando, como toda película lograda que se precie de tal, exhibirlas a partir de la construcción de un punto de vista desde donde finalmente hacerlo. Simón logra esto y por lo tanto, Alcarràs se puede dar el lujo de ostentar vistosas texturas que ameritan atención.  

Alcarràs

Director: Carla Simón

Guion: Carla Simón, Arnau Vilaró

Fotografía: Daniela Cajías

Elenco: Jordi Pujol, Anna Otín, Xenia Roset, Albert Bosch, Ainet Jounou

ClaudioSH

Claudio es psicólogo. No se encuentra mucho en eso de ser cinéfilo. Ni menos, amante del cine: ve películas porque está acostumbrado, porque no es demasiado caro y porque, tal vez, fue lo único que se le ocurrió hacer con el tiempo que le queda disponible.