
Uno podría achacarle a Avatar: el camino del agua que su historia nunca está a la altura del universo que se preocupa en poblar de una manera totalmente desapegada de toda prudencia audiovisual. En efecto, si le sacamos la pomposidad al armatostre que en sí mismo es Avatar: el camino del agua, nos queda la imaginería preciocista y multicromática de Pandora: un planeta siempre verde y a menudo salvaje, refulgente en la más plenipotenciaria biodiversidad.
El visionado completo de una película como Avatar: el camino del agua deja en el aire una interrogante que apremia: ¿Cómo juzgar a una película desde la ambición que la acompaña? Claramente, lo anterior salta a la vista dentro de una obra audiovisual que, de hecho, desde su propia duración (tres horas cinco minutos) ya graficaría la proporción de este dilema. En otras palabras, esta es una encrucijada que tarde o temprano condiciona el visionado porque, en definitiva, uno pareciera no poder desprenderse de ello. Pero también, a propósito de eso mismo, vale la pena considerarla como un añadido del que todo juicio crítico debiera hacerse cargo en particular con esta clase de franquicias. El asunto es qué hay debajo –o en simultáneo– a la ambición, o qué podemos encontrarle a propósito de la misma.
Partamos de la base de que la última película de James Cameron se inserta en el marco de una saga que atraviesa tendencias (o décadas completas), y que se propone como un desafío, ante todo, tanto narrativo como técnico, pues en términos de las innovaciones que tiene o ha tenido que inventarse para funcionar, Avatar: el camino del agua también es –en concordancia con la desilusionada crítica que escribió hace poco Angel Farretta– una producción que pone en evidencia la ambivalencia que el cine de Cameron siempre ha depositado respecto de “lo técnico”. De hecho, su cine es la exploración no solo de los requerimientos o pirotecnias técnicas –de producción o puesta en escena– que hacen posible sus películas, sino que sus mismas historias están cruzadas por la escenificación literal de este dilema: la amenaza tecnológica que amenaza la humanidad es también, a ratos, la imposibilidad de escapar de sus avances. Ya sea desde la perspectiva de inventarse universos paralelos que permiten a sus personajes des/alter/anti/corporizarse y bueno, “ser en otro cuerpo” –Teminator en sus distintas entregas, o la Avatar inaugural–, o desde las peripecias, muchas veces funestas, que les esperan a los humanos curiosos y exploradores de mundos hechos posibles con el avance tecnológico puesto al servicio de la comodidad y la ambición –Aliens el regreso, Abyss, o incluso la multipremiada Titanic– hay algo más o menos recurrente en estas películas, y que aparece vinculado a una reflexión que pone en juego una racionalidad técnica que no solo es caos y peligro para la especie (o sus protagonistas), sino que también es un cine que se hace cargo de evitar la miopía de concluir que la misma cultura popular no sería un resultado de esa misma lógica: una serpiente que al fin y al cabo se devora a sí misma. De hecho, a veces sin querer queriendo, uno se olvida que todo lo que recubre la experiencia del espectador que asiste a presenciar una película-espectáculo como Avatar –3D, IMAX, CGI, o asientos reclinables con movimiento– exhibe, de alguna manera, la síntesis perfecta de lo que vemos en la pantalla metamorfoseado como historia.
Ahora bien, puesto el foco en cómo Avatar: el camino del agua continuaría con el itinerario trazado por esta configuración técnica, tampoco hay que olvidar que la película, por supuesto, también da cuenta de la construcción orgullosa de un Universo. Porque más allá del hecho de que el revestimiento preciosista de Pandora –planeta originario, disputa colonial y fuente de conflicto– tenga que ver con una discusión sobre cómo podemos ver en pantalla su flora y fauna tan prístina, la película, al mismo tiempo, parte desde un inicio/prólogo más bien rudimentario. En este caso, Jake Sully (Sam Worthington) relatando los acontecimientos y el tiempo transcurrido desde la última película, en donde se nos relata –pero viéndolo en pantalla– la continuación del protagonista convertido en padre y, por lo tanto, siendo su descendencia la destinataria de su atención y, por supuesto, la exhibición de su conflictiva vital. En el marco de una historia filmada que es también la remembranza de un tiempo narrativo que ha sido, en este caso, suspendido por una cantidad de años muy semejante a la diferencia entre ambas partes de la saga (2009-2022), el universo de Avatar acá se estructura desde un narrador que refiere los hitos pasados que constituyen, traídos a la memoria, el presente narrativo.
Habría, en esta decisión –referir la épica de Avatar desde la voz en off– probablemente una concesión a la demanda por causalidad que concatene y recuerde la vinculación entre esta historia con la primera (mal que mal ha pasado una década), pero también podríamos pensar en el interés que Cameron siempre ha tenido, en definitiva, por contarnos algo: una historia, un conflicto o lo que sea. Que este caso se orienta desde lo que, al fin y al cabo, constituye la “experiencia del exilio” como hilo argumental central. No es casual, tal vez, que el momento que amalgama de una manera más lograda narración y reflexión anticolonialista/medioambiental tenga que ver con los Tulkun, una especie cetácea sensible, filósofa y sapiente, cazada por sus bondades cognitivas, pero también cercana a los mitos bíblicos –Jonás tragado por su ballena– o incluso mobydickianos: puestos en la naturalidad indomable de estos personajes, las apariciones de esta especie son momentos filmados con pulso y armonía, a propósito de la centralidad que adquieren para la cultura en la que el protagonista y su familia terminan recalando hacia la mitad de la película.
Decíamos, entonces, que Jake Sully, líder renegado de su posición, aquí debe lidiar con los efectos de su nueva vida como padre de familia, pero también con el conflicto desencadenado por las circunstancias que lo tienen habitando Pandora. Mientras tanto, su némesis, el Coronel Miles Quatrich (Stephen Lang), devenido Na’vi por razones que la misma película nos explica, debe arreglárselas para hacerse con un planeta disponible para –sorpresa– ser colonizado próximamente por una raza humana devoradora del ecosistema que Sully habita. Para así, en el intertanto, hacer concreta la venganza de ajusticiar a su ex-compañero de armas, precisamente, por renegado.
Al interior de la más elemental naturaleza, generosa en la presentación de abundancia, Avatar: el camino del agua no va a escapar –aunque lo haga dosificadamente– de su relamida y por algunos criticada meditación medioambiental. Aun cuando, en este caso, la complemente con los hilos de una venganza en ciernes, que además deja paso al elemento narrativo quizá más interesante de su narrativa: la condición del exilio forzoso, la vivencia aleccionadora de saberse ajeno pero de no haberlo decidido así. Todo, podríamos pensar, en favor de un bien mayor. En ese contexto, es interesante que Jake Sully se vuelva un personaje ataviado por la convicción de evitar la destructividad inherente del conflicto que lo asedia, y que en ese caso decida someterse al horizonte de la migración como única salida posible. Hay aquí una decisión narrativa que probablemente hace que Cameron se libere, al menos por un rato, del meollo de introducir un universo, y logre, con astucia, conectar de manera más directa con sus personajes.
Ahora bien, más allá de este elemento, que de novedoso tiene poco pero que se articula de un modo coherente con la historia que nos cuenta desde la primera aproximación a Pandora, debemos volver a la ambición: que aparece canalizada en la misma obsesión de Cameron por construir una película de cuatro partes. En sintonía con dicho afán tan prometeico, uno podría achacarle a Avatar: el camino del agua que su historia –lo que se cuenta, es decir, el destino escrito a fuego sobre sus personajes– nunca está a la altura del universo que se preocupa en poblar de una manera totalmente desapegada de toda prudencia audiovisual. En efecto, si le sacamos la pomposidad al armatostre que en sí mismo es Avatar: el camino del agua, nos queda la imaginería preciocista y multicromática de Pandora: un planeta siempre verde y a menudo salvaje, refulgente en la más plenipotenciaria biodiversidad. En otras palabras, y si estiramos la analogía, la película es un estimulante divertimento para cualquier biólogo especializado en Pandora. Ciertaramente, no debería quitársele el mérito a esto: en circunstancias que el MCU marvelesco saca universos y multiversos de su sombrero mágico tres veces por año, hay un interés en Cameron por poblar un imaginario con todo el detalle que se le pasa por la cabeza, y que dota de inteligibilidad una visión de mundo, literalmente, va más allá de lo que nos cuentan. De hecho, no es casual que les dedique dos tercios de metraje a la composición completa de un ecosistema que se sostiene, plenamente, sobre su biodiversidad.
Y bueno, por esto mismo ¿Es Avatar: el camino del agua una película excesiva, desbalanceada, ampulosa, paradojamente empequeñecida por la diferencia entre su puesta en escena y el mensaje que entrega? ¿Son sus excesos un boicot a lo que nos quiere contar, o más bien densifican la textura de una historia que a veces flaquea? Tal vez sí, tal vez no. Lo interesante quizá tenga que ver con cómo podemos, como decíamos al principio, mirar una película más allá de su ambición. O preguntarnos si podemos hacerlo. El desafío va más allá de esta película en particular, y se encuentra, por lo demás, escrito en esos libros o páginas web que compendian todas aquellas películas que nos hacen creer, muchas veces a su pesar, que siempre se pretenden mucho más de lo que son.