Saltburn – Él es mi ídolo

Saltburn es mejor una crónica de la contradicción ambivalente de los vínculos y su intensidad atosigante, que ese retrato costumbrista del revanchismo de clase que queda, sin duda alguna, mejor explicado y profundizado en otros contextos o películas.

No es difícil visualizar en las dos películas que ha dirigido Emerald Fennell hasta ahora, un interés narrativo transversal y recurrente, cuya repetición no agota ni por asomo la fascinación que despierta. Hablamos, por supuesto, de la venganza como temática o como base de operaciones de sus ficciones. Es más, tanto esta como su anterior película se definen por ser frescos esmerados y descarnados en los cuales se asoma, muy vestida de actualidad y sin sombra de disimulo, un escrutinio de la venganza con los agravios respectivos que la motivan y eventualmente justifican. Dicho motivo en mayor o menor medida es lo que probablemente uno recuerde mejor de sus películas; y esto no se refiere tan solo a la universalidad que alcanzan las posibilidades narrativas de sus revanchas, en donde vemos e identificamos sus bordes morales y a veces transgresores, sino que se vincula a la forma en que la venganza tiñe las motivaciones de sus personajes, condicionando lo que dicen, lo que pretenden conseguir y el modo en que las películas dan tribuna a estas motivaciones. 

Pudiendo servir como una suerte de exorcismo o de ajusticiamiento, es muy elocuente que detrás de una película como Saltburn existe el trabajo de un demiurgo –la realizadora– que indudablemente simpatiza con algunas de las motivaciones de sus protagonistas, quienes tal vez satisfacen el deseo, que a veces es cultural, de tomarse revancha de ciertas contingencias consideradas gratuitamente desiguales u opresivas. De hecho, aun cuando podríamos decir que la venganza ha sido una poderosa motivación narrativa y psicológica Kill Bill (2003-2004), fue muy discutida en cómo homenajeaba a una tradición narrativa vengativa– de buena parte de los hitos fílmicos de varias películas o incluso de un género completo como el western, también es probable que tematizarla en ciertas épocas como la actual tenga que ver con el lugar cultural que la venganza tiene como forma de resarcimiento, de juicio necesario o incluso de posibilidad crítica para pensar lo que significa la revancha para bien o para mal. Dicho de otro modo, tematizar la venganza en las películas de venganza, habla mucho de cuáles serían las funciones que esta podría tener en las sociedades en donde aparece, y reflexionar sobre esto también ayuda a pensar en cómo estas mismas sociedades le adjudican un lugar, un valor o la piensan, de hecho, como una clave de lectura de fenómenos sociales. 

En este caso, sin ir más lejos, hay una revancha que es originaria y que remite –aparentemente– al origen de clase, o a los privilegios que este asigna. Oliver (Barry Keoghan) no se apellida Twist como el Oliver clásico de la literatura anglosajona, sino que Quick, y es un estudiante que en esta película accede, beca mediante, a cierta educación lejana de su posición de clase, que el define  y defiende como carenciada y que, por lo tanto, le permite reivindicar el mérito  de estar entre quienes Oliver cree que merece estar. Más allá del merecimiento de este ascenso, la película se dedica a profundizar, desde su prólogo, los problemas de este desembarco –la universidad de Oxford–, un escenario en donde, en razón de su origen pero también de ciertas particularidades de su forma de ser, el protagonista ocupa un lugar que sino es de exclusión claramente es de reticencia. Con este panorama trazado, digamos, el tablero en donde se mueven las piezas, Saltburn se encarga de desarrollar lo que parece centralizar el relato: en este caso, todo lo que urde Oliver para acercarse y consolidar una alianza amistosa con Félix (Jacob Elordi) con quien comparte la trayectoria universitaria pero de quien se siente muy lejos. Y quien, por supuesto, es representado como dueño del atributo absoluto de robarse todas las miradas y de no dejar, con su atractivo y naturalidad, a nadie indiferente. Más allá o tal vez a propósito de su origen aristocrático. Ahora bien, bajo esta relación la disyuntiva aparentemente de clase con la que el protagonista insiste, es más bien la vestimenta según la cual se acomoda, de una manera más sutil quizá, el deseo por otra cosa que, si bien el estatus y el dinero consiguen o a veces refuerzan, va más allá de eso, y se vincula al deslumbre por a falta de otra mejor palabra eso que podemos denominar carisma, ese atributo ocasional y que no tenemos muy claro qué lo compone, pero que siempre se las arregla, caprichoso, para poder hacerse patente en quien lo porta más allá de toda duda.

En ese sentido, la película de Fennell fundamenta y reconstruye el itinerario de ese deseo, y tal vez ahí está su mejor faceta, esa que se palpa en cómo Oliver espía, contempla o acompaña a su compañero, graficando la espesura que tienen todo vínculo cuando estos se vuelven un lío o un torrente iridiscente de afectos a punto de estallar. Al fin y al cabo, las turbulencias de ese lazo que une a Oliver a lo que desea, tiene formas de hacerse carne a partir de la obsesión que este construye por el otro, nada más ni nada menos que ese fetiche maldito del que solo piensa en poder adosársele del modo que sea. Y por lo mismo, la película es mejor una crónica de esa contradicción ambivalente de los vínculos y su intensidad atosigante, que ese retrato costumbrista del revanchismo de clase que queda, sin duda alguna, mejor explicado y profundizado en otros contextos o películas que se dedican a esta tarea con un pulso menos barroco, una sorna menos destemplada, y un efectismo menos visceral que es tal vez, acá, una marca de fábrica no solo de Fennell sino de cierta estética actual interesada en la exposición de ciertos detalles que otros se ahorrarían.

Guardando las proporciones, pensemos en el caso de Call me by your name (2017) o Teorema (1968): ambas películas son acá convertidas en fuentes de inspiración, pero la segunda de ellas la podríamos pensar como un espejo deformado en el cual Saltburn recoge algunas cosas –planos, ubicaciones, atmósferas o puntos de vista– pero que se le distingue porque, precisamente, el foco de la película de Pasolini está puesto en una reflexión profunda que se articula en torno a la simbología de clase y su posibilidad de redención mucho más que en el disfraz de la posición de clase para exponer los meandros y veleidades de la venganza como trama perversa. De hecho, Teorema toma mucha distancia de Saltburn porque reflexiona sobre la posibilidad de reivindicación de una clase de una manera concienzuda a la vez que provocadora, mientras que Saltburn lamentablemente viste, por demasiado rato, su venganza de conflicto de clase. Una cosa es situar una revancha en el seno de la desigualdad de orígenes, y otra cosa es problematizar, desde la clase, la posibilidad misma de articular algo así como la venganza, cuestión que Pasolini construye, y que Fennell más bien replica y entreteje con otros asuntos.

Y por eso, tal vez hay que quedarse con otra cosa, porque Saltburn es eficaz en el tratamiento de la obsesión, o de su cálculo maquiavélico, desde los recursos que le ofrece el lenguaje cinematográfico: la puesta en escena preciosista de los estados internos de sus personajes (hay un bello plano en donde un Oliver atribulado e inclinado pareciera no tener una cabeza que más bien oculta entre sus hombros); la intertextualidad clásica de un guion que incluye Teseos, Minotauros y Laberintos (Fennell es hábil en incorporar estas referencias en lugares que refuerzan el mensaje); la literalidad de una viscosidad retorcida materializada en los fluidos que circulan por las zonas erógenas de sus protagonistas. Todo esto se amalgama por más de dos horas y se urde a fuego lento, acompañando todo el tiempo a cómo los personajes no solo encarnan, sino que discurren y dialogan sobre los efectos que el otro genera –y revoluciona– en mí. Y bueno, más allá de ese cierre acelerado que trae de vuelta, en su epílogo celebrado en redes sociales, un hit con 20 años que tal vez nunca ha desaparecido, Saltburn desentona cuando le adjudicamos estar perfectamente ejecutada en eso que las campañas o los recomendadores de películas refieren que exhibe, pero que funciona mejor cuando la pensamos como una película enrevesada que es mejor cuando pone atención a eso que nunca está en su centro.

Saltburn

Director: Emeral Fennell

Guion: Emeral Fennell

Fotografía: Linus Sandgren 

Elenco: Barry Keoghan, Jacob Elordi, Rosamund Pike, Carey Mulligan, Alison Oliver

ClaudioSH

Claudio es psicólogo. No se encuentra mucho en eso de ser cinéfilo. Ni menos, amante del cine: ve películas porque está acostumbrado, porque no es demasiado caro y porque, tal vez, fue lo único que se le ocurrió hacer con el tiempo que le queda disponible.