
The tinder swindler es un documental que interesa a propósito de que seduce; lo que quizá tenga que ver con el modo en que acá se construye el suspenso, se articula un misterio o se despierta el interés por la pregunta que el mismo caso recoge, a saber, cómo es posible que lo que vemos –una estafa chapucera pero flagrante– haya podido suceder.
Hay un dato que no abandona a quien decide elegir y reproducir The tinder swindler en Netflix: como forma de ofrecer contexto a la historia que el documental presenta, al inicio de la entrevista que se le hace a una de sus personajes principales, se menciona que gran parte de lo que podríamos llamar la “educación sentimental” de la entrevistada –todos esos códigos adquiridos para procesar los afectos, junto a las maneras correctas, deseables o ideales de cumplirlos a través de vínculos– tuvo, en general a Disney, y en particular a La bella y la bestia, como referentes emocionales fundamentales. En otras palabras, la mencionada película –una historia animada de amor y (supuesta) redención que fue lanzada con éxito en 1991, pero cuya inspiración la encontramos en las distintas versiones de una fábula francesa de 1700– ha configurado sin contrapesos lo que, de algún modo, Cecile Fjellhoy entendió como la pareja perfecta a la que debía aspirar: desde sus propias palabras, de hecho, nos enteramos que se conoce de memoria todos los diálogos y que los recuerda hasta el día de hoy.
En efecto, lo esclarecedor que tiene este antecedente revelado por Cecile no sólo tiene que ver con el lugar que han tenido las películas románticas en configurar modos de amar y desear, o con la manera en que Disney ha contribuido a reproducir ciertos estereotipos de género disponibles al interior dentro de dichas historias –aspecto que ha despertado una preocupación prolífica en el último tiempo– sino que, en relación al asunto que aborda The tinder swindler, lo principal tiene que ver con cómo el documental se las arregla para recoger este dato y construir, como un soporte que acompaña a todo lo que cuenta, una especie de circuito emocional añadido a las peripecias de cada personaje, incluida Cecile por supuesto. Pues todo o gran parte de lo que este documental aporta o pone en el tapete, más allá de su esquemática puesta en escena y su correcto pulso narrativo, pasa por su elaboración, a ratos trepidante, de una determinada composición de los afectos.
Partamos de la base que la historia que origina el relato contiene, desde su material original disponible en un reportaje bastante exitoso de un diario noruego, toda la espectacularidad que podría exigírsele a un documental que, además, la ostenta en varios sentidos: en la historia, claramente, pero también en los componentes que combina en su interior y que constituyen aquello de lo que trata. De algún modo amparado en los lujos que sondea pero también exhibe para que podamos contemplarlos –viajes, cenas, festines, fiestas, ropas, joyas, mansiones, hoteles, suites– The tinder swindler es un documental que interesa a propósito de que seduce; lo que quizá tenga que ver con el modo en que acá se construye el suspenso, se articula un misterio o se despierta el interés por la pregunta que el mismo caso recoge, a saber, cómo es posible que lo que vemos –una estafa chapucera pero flagrante– haya podido suceder.
Ahora bien, el modo en que sus directores “hacen película” el reportaje que lo origina, hace gala de un aspecto que contribuye ciertamente a su inteligibilidad, pero que desperdicia otras derivas en afán de la claridad expositiva. Convengamos: esta es una historia increíble, claro está, pero que cabe perfectamente en los límites del reportaje que la saca a la luz. Acá, de hecho, hay personajes filmados en planos medios que nos relatan unos hechos que se consuman o que se subrayan en las imágenes, es decir, se cuenta una historia que se refuerza con recreaciones de lo hablado, además de la insistente apelación a cómo la misma historia ha sido entretejida y dominada por la lógica del smartphone. En ese sentido, las estrategias que se utilizan –contar la historia a través de mensajes de texto, stories de Instagram o audios de Whatsapp– constituyen materiales narrativos que parecen demasiado interesados en la literalidad de la historia y sus lecciones. Las cuales pugnan por hacerse comprensibles: más que por cómo la misma historia, de alguna forma, podría haberlas desbordado en otros juegos, lógicas o racionalidades. En ese sentido, el influjo de la investigación periodística es un caballo de batalla que termina siendo la vestimenta de todo lo que se aborda, pues su efectividad se juega mayoritariamente en el poder de la narración, o en otras palabras, en la capacidad de armar las piezas del rompecabezas que constituye la estafa de la que somos testigos, y cómo desde ahí, los personajes y sus experiencias, no sólo son una pieza clave, sino que el hilo conductor que nos acompaña en una historia en donde, claramente, es extremadamente difícil perderse, y en donde pareciera no interesar nada que no sea el que podamos entender cómo se atrapa a quien debe ser atrapado. Por lo tanto, The tinder swindler, más que una ambiciosa propuesta, es un documental que sabe el poder de su historia, como también el artilugio que la vuelve eficiente, para el que sólo se ocupa en construirle unos rieles para que esta pueda llegar a destino sin sobresaltos.
Dicho todo esto, es decir, abandonando las reticencias expuestas, y que a ratos presenta la eficiencia del documental-reportaje, no deja de ser llamativo, a fin de cuentas, la manera en que la historia, o su antagonista, todo el tiempo juegan en el terreno de las quimeras. El documental no solo arma un relato de venganza (o catarsis) que sus personajes consiguen al apelar a una justicia muy en la medida de lo posible, sino que también sondea la ambivalencia maledicente de un ser escurridizo que no sólo comete desacato al trastocar emocionalmente a sus personajes –de los cuales, intuimos, pareciera tocar las teclas precisas para conseguir lo que pretende– sino que, al coludirse con Disney pero también con todo ese imaginario esplendoroso, defrauda expectativas justamente tensionando los deseos que las generan.
Si pensamos en la fascinación que (nos) producen las historias en torno al lujo y a los ademanes relucientes y resueltos de quienes tienen el poder para ostentarlos –exponentes orgullosos de un éxito escurridizo, engañosamente meritocrático, literalmente inalcanzable y a ratos simplemente destemplado–, siempre será un misterio conocer cómo estos, hombres y mujeres en el pináculo de la prosperidad, también se encuentran, indefectiblemente, unidos a su contrario: porque no se distancian demasiado de ese mundo opaco, grisáceo, corriente y prosaico que siempre se encuentra por ahí, amenazando con resquebrajarlos. Del mismo modo que toda borrachera antecede a su resaca, el documental es hábil en hacer palpable el costo de seguir al flautista de Hamelin, volviendo real y dramática la relación entre la prosperidad y pestilencia: como si de polos de un mismo mundo se tratase, pareciera decirnos esta narración, no se puede entender el paraíso sin la amenaza del infierno en ciernes.
Y bueno, eso es quizá lo que vuelve interesante la fechoría de Simon Leviev, un perfecto desconocido que a expensas de un inglés empaquetado, se burló de una red cosmopolita menos coordinada de lo se esperaba, prolongó por años una farra que parecía no tener ni límite ni final, y malogró las esperanzas de pretendientes obnubiladas con tocar el cielo que les anticiparon sus fantasías amorosas o, tal vez, sus ansias por palpar ese mundo que se no se distingue de las fotografías de los influencers o las islas de los magnates. En el fondo, les tendieron una trampa que tiene, en esa fascinación, su insidioso talón de Aquiles. Al fin y al cabo, es el canto de sirena que a todos, en mayor o menor medida, nos hace la invitación de hacer, esta vez sí que sí, posible lo imposible.