
Si le miramos a El Salvavidas lo que tiene de etnográfico, es la forma en que los personajes configuran y justifican las pequeñas transgresiones que, al interior de la playa, les importan mucho menos que a quien tiene el trabajo de recordárselas.
El oficio de salvavidas es un trabajo como cualquiera, pero que involucra considerar, para quien lo ejerce, algunos ritos que son comunes a los quehaceres laborales, como también propios y específicos de la función asignada. Del mismo modo, toda función es parte de una secuencia estructurada de normas de conducta. En otras palabras, la acción de trabajar no es otra cosa que encarnar un rol previamente orquestado por directrices más o menos generales.
El Salvavidas sintetiza esto con el plano que acompaña a los títulos iniciales: como parte del quehacer ordinario, el personaje va escalando hacia el tope de la caseta en donde permanece todos los días -es decir, donde trabaja-, para sustituir, por la bandera que restringe el baño para la porción de mar que le toca vigilar, un calzoncillo arenoso y azabache que algún orgulloso escalador dejó flameando allí. Mauricio, de hecho, es introducido como personaje-salvavidas a partir de lo que hace en tanto trabajador, por cuanto su rutina se compone por dos lógicas que el primer documental de Maite Alberdi conjuga con inusitada coherencia. Por un lado, las funciones específicas que le adjudica su labor: un trabajo público, informativo, fiscalizador y pedagógico. Por otro lado, y tal vez de manera más interesante, la manera en que el personaje encarna el quehacer en sintonía con una particular construcción subjetiva de lo que se “debe” llevar a cabo para quienes ocupen el puesto que él ostenta.
Desde una observación plenamente ocupada de una construcción subjetiva en torno a la identidad laboral, la pregunta por cómo los sujetos comprenden lo que hacen encuentra en su protagonista-trabajador una debacle normativa que siempre encierra una forma de ética: en torno a lo que “me hace” un buen trabajador, y en particular a los requisitos que conforman esa función idealizada que, en el caso de Mauricio, es gran parte del ingenio que el documental ocupa para desentrañar como significado. Tomando en cuenta la performance del salvavidas –y la narrativa personal que justifica por qué se hace lo que se hace– uno podría encontrar la manera en que Mauricio entiende su quehacer -salvar vidas- en lo que Sun Tzu recomienda en El arte de la guerra: del mismo modo en que la mejor victoria es vencer sin combatir, el mejor salvavidas es quien protege sin lanzarse al mar.
En este sentido, El Salvavidas, en primera instancia, es un estudio sobre cómo su personaje es -o se vuelve-, desde el repertorio de acciones que siente que le encomienda su quehacer, un sujeto normativo definido por el trabajo. Mauricio, como decíamos, es el encargado de visibilizar, imponer y explicar las normas que regulan un espacio que para todos los veraneantes está más o menos entendido, en contraste, por la ausencia de ellas. La playa, lugar festivo o habitualmente asociado a la emancipación vacacional de los individuos ante el yugo laboral, encuentra en este personaje, en razón de lo que le vemos hacer y sobre todo proteger, pues todo lo contrario. El mismo Mauricio lo señala cuando le toca, literalmente, hacer cumplir la norma: todo lugar público tiene reglas.
El protagonista, guardián aplicado del espacio playero, cumple con las funciones de su rol, y parte de su trabajo, de hecho, se profundiza desde la consistencia que él percibe respecto de lo que debe cumplir. Coherencia que, sin embargo, no obsta para que, en el cumplimiento de lo que parece seguir a rajatabla, a veces se le note una fractura: en el trato con la gente desafiante, distraída y desinteresada, o ante la insistencia por omitir una regla: actitud familiar, enunciada de manera desprejuiciada, y por lo demás bastante típica del supuesto carácter nacional.
Esta segunda contingencia, precisamente, se acomoda casi naturalmente a lo que el guion decide explorar, a propósito de quienes el salvavidas se ocupa de salvaguardar. Bajo esa línea, este primer largometraje documental de Alberdi es también un acercamiento a cierta idiosincrasia atemporal del país desde, en este caso, las costumbres del visitante promedio de las playas en Chile. Ya que en esos actos cotidianamente familiares -completar un crucigrama, bañarse con desparpajo o escucharse en el relato de los otros- aparece, al igual que con Mauricio, la relación de los chilenos con las normas que los regulan y que a veces sienten que no les aplican por injustificadas. En ese sentido, es interesante y revelador que gran parte de los intercambios que nos toca presenciar se vinculen con ese mantra con el que algunos han pensado esta relación: ese se acata pero no se cumple que a veces, invitados a pensar en ese pegamento nacional que nos une, sentimos molesto y familiar en partes iguales.
Si le miramos a El Salvavidas lo que tiene de etnográfico, por decirlo de algún modo, es el modo en que compone esa forma en que los personajes configuran y justifican las pequeñas transgresiones que, al interior de la playa, les importan mucho menos que a quien tiene el trabajo de recordárselas.
Y bueno, ¿cómo se compone todo esto? La operación seleccionada -cuyo uso una década después veremos como constante en la filmografía de Alberdi- es el juego que centraliza la función de los planos cerrados, que vemos utilizados en el detalle de rostros, manos o letras, y que alternan con otros que nos muestran a quiénes estos detalles, obviamente, pertenecen. Al inmiscuirse en una escritura apresurada, o en la repetitiva manera en que se presiona un pito de plástico aprisionado por dos palmas nerviosas, no sólo está el el registro de un estado de las cosas, sino que también emerge la consideración de un espacio que, por redundante que nos parezca, se funde con gracia en el fondo del que se encuentra extraído.
Es entonces ilustrativo que, entre las panorámicas que extienden los confines de la llegada de Mauricio a la playa de El Tabo, se nos parcele el punto de vista de lo que podría contarse de una manera unitaria pero, a la larga, tediosa y olvidadiza del poder evocativo de los pequeños pormenores que componen lo que sucede. En ese sentido, uno podría pensar que el gran valor de El Salvavidas va por ahí, en tematizar lo mismo que filma con esmero: cómo, agazapados entre las funciones sociales, a veces se nos filtra la manera antojadiza en que los sujetos se desacomodan ante ellas.