
The Lightouse puede leerse desde su descenso al infierno, como asistencia a la degradación más destemplada firmada por humanos decrépitos que se quieren sacar los ojos. O incluso, como una gran fábula respecto de la alienación del vínculo indivisible entre dos sujetos que constituyen a un yo que busca a toda costa el modo de mantener o recobrar la compostura.
En una costumbre que la filmografía Marvel tomó prestada de otros tiempos remotos, si uno permanece atento a The Lighthouse una vez que esta termina –aunque, ¿cuándo se termina una película?–, casi al final de los créditos, un texto deja en claro que la película se encuentra libremente inspirada en dos cosas: algunos diálogos de fareros reales, y el vasto anecdotario de Herman Melville, el escritor decimonónico, canónico, premonitorio, proto-experimental y cuya producción literaria posee una inmensidad tan colosal como la ballena con la que se obnubiló uno de sus más célebres y malogrados personajes. Es más, es muy posible que el universo de Moby Dick (1851) sobrevuele y tiña gran parte del imaginario que en esta película, en tanto, edulcora las desventuras de la dupla protagonista. Independiente del hecho objetivo que uno de ellos, precisamente, le reprocha al otro terminar encarnando una versión rígida y malhumorada del señero capitán Ahab.
De hecho, si es que uno pondera la manera oblicua y omnipresente en que la novela de Melville tiende a condicionar buena parte de la propuesta estética y narrativa en The Lighthouse, no es irrelevante proponer que dicho influjo se preocupa, fundamentalmente, de extender el alcance de dicho tributo para así revestir todo lo que deja entrever su poder evocativo. Sin necesariamente ser consumida por la atmósfera de una novela casi bicentenaria, el tributo en la película no se explica ni se entiende sin el peso específico que esta obra históricamente ha esparcido como referencia obligatoria en quienes echan mano de su influencia. Desde el alucinatorio Gregory Peck que personifica al capitán Ahab en la película homónima de 1956, hasta la reciente disputa interpretativa que suscita Melville y su ballena blanca entre dos profesores de literatura en la recientemente estrenada The Chair (2021)–cuando una perspicaz docente universitaria no sólo enfatiza el tufillo grandilocuente de una masculinidad rancia y representada en las derivas de sus sempiternos personajes, sino que la sacude del sarcófago volviéndola rap– no es extraño que la última película de David Eggers tome palco en un movimiento intertextual que lo excede por su recurrencia en el ideario de los productos culturales anglosajones. Lo interesante acá, más allá de esto, tiene que ver con la forma en que dicha alusión se consolida, es decir, cómo toma lugar allí en la alquimia temática que caracteriza a The Lighthouse. Veamos.
Recientemente llegados a una isla recóndita de Nueva Inglaterra –un perímetro desde donde zarpó el mismísimo Pequod que se inventó Melville– dos hombres cansinos y vestidos de guardianes, recorren sincronizadamente el camino que los lleva hacia el faro que, visible en panorámica, nos enteramos que deben salvaguardar por una temporada. Allí Tanto Wislow (Robert Pattinson) como Wake (Willem Dafoe) tienen asignada una labor que les ha sido diferenciada a propósito de la jerarquía que el segundo instala, autoritario, ante el desconcierto del primero. Así las cosas, el trabajo de cuidado corresponde, en principio, a la mantención y limpieza de las dependencias e interiores del faro, mientras que en la otra función por cumplir –encarnada en razón de una diferencia generacional que además constituye grado por parte de Wake– se supervisa y toma nota del nivel de pulcritud y cumplimiento de lo que se encomienda realizar sin demasiado miramiento o consideración. Es revelador, entonces, que aquí el vínculo se perciba hostil pero encapsulado, anudado con esmero y displicencia a los límites que designan los roles que el reparto funcional dispone. Es una relación subordinada y anclada a una jerarquía que se intuye antojadiza, por lo que en algún momento, lógicamente, se tensiona por efecto del patrullaje insidioso de quién según intuimos se arroga el derecho de dar rienda suelta a su fantasía personal: capitanear un barco con forma de faro del que, además, se guarda para sí el privilegio de acceder a un lugar central y exclusivo. Aquél donde refulge, destellante, la luz que emana del interior, demarca el camino y orienta al navegante extraviado y en peligro de naufragio. En otras palabras, el jefe no solo manda, sino que gobierna la razón de ser en la cima del mismo faro.
En este sentido, se entiende que una película con dicha premisa adquiera, en manos de Eggers, las dimensiones enrevesadas que exhibe. Junto con la insidiosa claustrofobia de un encuadre muy obtuso, la película se esmera mucho en proveer, para la caracterización de este vínculo, una puesta en escena que articula una atmósfera enrarecida, alegórica, vetusta: a ratos fragmentaria o poco inteligible, enemiga de un punto de vista que haga gala –o busque consistencia– en algún tipo de linealidad narrativa. Sin presentarse caótica, la soltura propia de dicha continuidad diluye una causalidad que acá es sustituida, gradualmente, por el carácter ensoñatorio de su narrativa, que a ratos recubre todo, y que pareciera poner un énfasis cada vez más creciente en una suerte de premonición borrosa, suspendida en el aire cargado de una vivencia farragosa, empantanada en una cadencia malsana que los mismos personajes padecen y no se esmeran en disimular. A partir de interiores verticales que enfatizan los bordes demarcados en locaciones clausuradas en sus ejes, e iluminadas de manera parcial pero enfática, que a la vez alternan con primeros planos de rostros huesudos, maltrechos o resacosos que exaltan el delirio y desencaje racional que organiza el devenir del relato, junto a la supuesta lógica de los acontecimientos, hay una secuencialidad en torno al derrotero causal de los hechos que tiene –por efecto provisional de encierro, la orfandad o el desencaje que el faro representa respecto de la civilización marinera a la que le sirve de guía– cierto compás que nos permite, a pesar de todo, adentrarnos a cómo esta relación aparentemente gobernada por las formas rutinarias del quehacer en medio de la nada, irremisiblemente se descompone de manera voraz y paulatina.
Ahora bien, es muy ilustrativo el modo en que este desenlace inevitable podría tener, en tanto obra que se pretende universal, ciertos ecos alegóricos cuyas raíces se pretenden, por supuesto, bastante míticas más allá del mismo libro que las envuelve. Más allá de la lectura que podría existir en torno a la dimensión homoerótica de un vínculo ambivalente, formado por dos tipos quienes además se disputan encarnizadamente el cetro fálico que fulgura en la cúspide de la instalación a la que sirven, hay recursos sucesivos que también nos permiten pensar en la codicia furibunda que supone la luz y su arrebato como el afán prometeico por antonomasia. De hecho, en torno a la figura del hombre que roba el fuego para ser más que el Dios que lo castiga por su soberbia, o un Proteo que anida en el inconsciente gobernando la inmensidad del mar, e, incluso, desde los revestimientos góticos o expresionistas que el director pareciera imprimirlo a todo lo que toca o filma su cámara preciosista, The Lightouse puede leerse desde su descenso al infierno: como asistencia a la degradación más destemplada firmada por humanos decrépitos que se quieren sacar los ojos. O incluso, como una gran fábula respecto de la alienación del vínculo indivisible entre dos sujetos que a la vez son fuerzas que podrían, de hecho, constituir a un yo que, enclaustrado o encallado en su torpeza, busca el modo de mantener o recobrar una compostura taciturna. Cuestión que no difiere mucho –si le damos cuerda al novelón de la ballena– del juicio malsano de un trastornado capitán Ahab: esa obsesión insistente y enfermiza que, borracha de venganza, “nadaba ante él como encarnación monomaníaca de todos esos elementos maliciosos que algunos hombres profundos sienten que les devoran en su interior, hasta que quedan con medio corazón y medio pulmón para seguir viviendo”.
Es posible que la monomanía del guardián furibundo, o del celador temeroso de ser destituido del lugar que le oferta un privilegio exclusivo que siente que no es legítimo que lo obliguen a desprenderse, tenga en esta película a una digna exponente; al imprimir textura al despeñadero, o incluso, al tematizar sus características, fases, crisis o ciclos. Toda vez que en The Lighouse circulan lecturas discontinuas pero contundentes en torno a ese momento en donde, satisfechos pero aún adoloridos por la apoteosis de la que fuimos poseídos la noche anterior, nos encontramos con ese otro que no sólo nos recuerda el carácter funesto de la tragedia que nos azotó, sino que también, en esa suerte de reflejo imprevisto e intempestivo, caímos en la cuenta que pertenecemos, estupefactos, a esa misma calaña de humanidad, y que nos dirigiremos, juntos y al unísono como cuando caminábamos hacia el faro, al mismo infierno del que ni el más solemne de los exorcismos nos podrá librar.