
Thor: Love and Thunder se lee, en principio, como un paso aceptable en el arco narrativo de un personaje que, en su excesiva estampa, a ratos resulta poco expresivo, satírico en su propio empaquetamiento, tradicionalmente autoconsciente, mucho menos dado a la jugarreta, y por supuesto, a tono con un punto de vista de sujeto emocionalmente compungido. Aunque tampoco demasiado.
Frente a la espera de cada una de las películas que la franquicia Marvel ordenadamente ha programado a través de sus calendarios de novedades, los espectadores han ido adoptando distintas posiciones para recibirlas: un franco recelo, la genuina expectación, algo de sorpresa, o simplemente, el más puro hastío. Muchas de estas impresiones a menudo circulan por las redes sociales en formas ubicuas y son, a la vez, representadas tanto en adherentes como por detractores. Al respecto, sinceremos algo: las “películas de Marvel” en algún momento –y por razones que no tendremos el espacio de desarrollar al menos aquí– le dieron el palo al gato porque armaron proyecto que no es menor: convertirse en parte del paisaje, estar donde antes no había nada. Dicho de otro modo, al repetirse como rito, cada película de la marca ha inventado una institución. Por lo tanto, hacer como que no existen, o desdeñarlas por parecer tan semejantes, solo empequeñece el ámbito de lo que podemos ver ellas. De hecho, soslayarlas también achata la perspectiva con la que las juzgamos como productos culturales más allá de sus presupuestos, implicancias o pretensiones. Para bien o para mal, Marvel es una maquinaria que ya adquirió vuelo propio, y cuya consecuencia más elocuente es que se ha hecho de un funcionamiento autónomo, solidificando un universo propio por un poco menos de dos décadas en las cuales, además, es muy probable que su audiencia predilecta –quiéralo o no– ya entienda el mundo y alimente una parte de su sensibilidad teniendo a la moral, la política y la estética Marvel como repertorio.
Ahora bien, una cosa es resignarse a la visibilidad omnipresente de la franquicia, y otra, muy distinta, es ponerle atención a la misma a propósito de lo que tiene para decirnos adentro del envoltorio que la recubre: que parte por sus esperados prolegómenos –todo eso que empieza cuando un trailer se libera en las redes–, y termina cuando la película, ya en cartelera, tironea las expectativas de su público en las trincheras de la plataforma viral de turno. En el fondo, y por muchas razones, una película Marvel amerita ser ponderada porque habla con su tiempo en formas singulares.
Bajo este contexto, partamos de cierta base: la última película de Thor –subtitulada Love and Thunder y presentada en sociedad mediante un engalanado avant premiere post-pandémico– nos retrotrae, por supuesto, a alguna de las aventuras previas que la anticiparon. Si hay un mérito que podemos reconocerle a la franquicia es su continuidad serial o, dicho de otro modo, inventarse un mundo referencial. Atributo que acierta –comercial y narrativamente– en dos sentidos: en primer lugar, ubica a sus películas en relación a una gran narrativa causal en donde las películas siempre se inscriben; mientras urde con cierta liviandad, en el segundo, aquello que también le permite a otra audiencia, distinta de la primera, prescindir de esa lógica narrativa mayor por considerarla innecesaria o ajena a la historia en cuestión. Dicho atributo –que podamos verlas a propósito del multiverso, pero también independiente de él–, también ofrece una ventaja comparativa que distingue a espectadores y seguidores, al tiempo que favorece su consumo, justifica su acceso, alarga su vida útil, le da vida al servicio de streaming que las alberga, y por supuesto, prepara cada estreno mucho antes de que las películas de hecho se estrenen o incluso hayan sido ligeramente pensadas en las cabezas de sus creadores.
En esta película puntual el asunto, más que solo concatenar o acoplarse a la Gran Narrativa, más bien pasa por desatender un poco ese pasado referencial, desprendiéndose de él lo suficiente como para contar otra cosa. Al retorno de su última gesta, vamos al protagonista (Chris Hemsworth) divagando por el espacio con los héroes de otra película, pero del mismo universo. Los Guardianes de la Galaxia, en ese sentido, son un equipo provisional en la medida que la nueva película debe desecharlos para enfatizar la lucha interna del personaje protagónico de esta película: un Thor que viene un poco de vuelta y que ha ido mecanizando un modo de ser héroe.
Por lo tanto, una de las cosas que esta película pone en evidencia es, junto al carácter serializado que conecta a todas las películas de la franquicia, la facilidad con la cual es posible abandonar los sucesos anteriores, para despegar hacia la nueva aventura. En el fondo, el MCU es un gran Lego: una lógica cuyas redes narrativas, en todo caso, ni siempre pesan tanto ni todo el tiempo se juntan tanto como para no para desprenderse y funcionar de modo independiente. De hecho, el interés de Thor: Love and Thunder, antes que dar continuidad al carácter festivo, sobregirado, risible y caótico de la aventura anterior –Thor: Ragnarok (2017)–, acá aparece orientado hacia una exploración más cerca de las convenciones de la comedia romántica: como estrategia de renovación del personaje o como reconstrucción de sentido de su gesta, da un poco lo mismo. De hecho, a diferencia de las aparentemente deslavadas aventuras previas del protagonista –Thor (2011) y Thor: The Dark World (2013)–, la película introduce o vuelve a abrir la conflictiva sentimental no solo como una jugada que rinde justicia a un personaje vapuleado por ciertas lógicas de la representación que la industria post “Me Too” ha buscado asumir –aunque todas las críticas al rol ornamental de Jane Foster (Natalie Portman) pueden y deben haber sido recogidas, es muy probable que la película no logre hacerles justicia de algún modo más o menos suficiente–, sino también porque es probable que Mavel, junto con ser una industria encumbrada y definida por inventar excusas o descubrir pliegues para seguir haciendo películas, acá escudriña en un género, la comedia romántica, con una salud ambivalente en los últimos años, pero siempre disponible para abordar parejas y sus desencuentros.
En ese sentido, Thor: Love and Thunder se lee, en principio, como un paso aceptable en el arco narrativo de un personaje que, en su excesiva estampa, a ratos resulta poco expresivo, satírico en su propio empaquetamiento, tradicionalmente autoconsciente, mucho menos dado a la jugarreta, y por supuesto, a tono con un punto de vista de sujeto emocionalmente compungido. Aunque tampoco demasiado. De ahí que, dentro de lo que uno puede esperar de una película que no tiene el interés de reinventar las convenciones de la comedia romántica –el juego lúdico de parecer indiferente ante la presencia del otro, la sinuosidad del cortejo que acompaña el descubrimiento de su interés, la consumación de un afecto que por consumado se vuelve imposible–, acá son utilizadas para refrescar, sacar del letargo, o darle otra vuelta de tuerca a una historia que está condenada a contarse tantas veces como la industria lo precise, y donde por lo tanto es imprescindible hallar otras formas con las cuáles revestir o remachar la historia. Al respecto, Taika Waititi, director que repite al mando del personaje, se ciñe aplicadamente al guión y las convenciones de la propia “visión de mundo Marvel”. Esfuerzo que también le deja, aunque sea en un espacio minúsculo, la oportunidad de filtrar un estilo personal recurrente en su filmografía, y que no solo se despliega desde un humor irónico, sugestivo, irrevente o metarreflexivo que espolvorea cierta audacia, sino que también este se sostiene ante un mar de contrapesos relamidos, siempre sostenidos por el paladín editorial de Marvel: el productor Kevin Page.
En el fondo, las películas dirigidas por el director neozelandés al amparo de Marvel son, seguramente, más Marvel que Waititi, aun cuando también ofrezcan la oportunidad para observar en su interior cierto margen de acción de un director que hace de la socarronería una lógica propia, y que siempre deja entrever una manera de entender y asimilar los tonos de la comedia y sus cruces narrativos. Sin ir más lejos, es probable que el momento más interesante a efectos formales de la película completa tenga que ver con las fechorías de un villano poco vistoso pero carcomido por el trauma –Gorr el Carnicero de Dioses (Christian Bale)– que, en todo caso, obliga a sus personajes a viajar intergalácticamente hacia un universo tan ennegrecido como su delirio, en donde un eficaz juego de grises expone a los personajes a luchas bajo tonalidades que compatibilizan con una forma cromática de conjugar su veneno que, en este caso, le corroe el alma. Este recurso funciona y, tal vez, saca a la película del piloto automático porque la obliga a envolver su aventura en tonos y texturas, y no necesariamente en la pelea épica que repite una espectacularidad, en última instancia, estandarizada y adormecedora.
En todo caso, y volviendo a esa trama que a ratos gira en sí misma hasta sacar chispas, a veces nos podemos imaginar a la gran franquicia de Marvel y sus películas como una gran lluvia de ideas entre sus cerebros creativos: muchas de sus ideas que aparecen relucientes de ingenio, a la larga se condenan a opacarse en el desinterés por darles cuerda. En este caso, Thor: Love and Thunder está disponible para enunciarlas, pero no se preocupa demasiado por ejecutarlas. En otras palabras, se contenta con sondear, o al menos con dejar constancia, de lo que les ocurre a los héroes cuando se cansan de serlo y se les revelan, inevitables, las fracturas que en ellos inscribe el tiempo o el desgaste de verlos demasiado.
De hecho, si el espectador está atento a lo que cuenta esta película más allá de los créditos finales, puede hallar la novedad de unos dioses aburridos de sí mismos que conviven con otros que se atemorizan ante el horizonte de su propia destrucción. En el fondo, el conflicto en torno ante “la muerte de Dios” y el ocaso de la trascendencia, sobrevuela Thor como una capa casi imperceptible, sumergida en otra historia que, claramente, importa filmar más. Y que quizá tiene mucho que ver con la modorra espiritual de personajes un poco chatos de lo mismo, que palabrean de un amor que ven de lejos o que se descubren también un poco huérfanos, y lo que es peor, tremendamente anhelantes de afectos que se les escapan mientras salvan un mundo que les da la espalda.