
Lo que ocurre ante el visionado de Mensajes privados se convierte, antes que la experimentación con un formato a partir de la confesión testimonial, en un tipo de retorno. En este caso, a un modo de vida clausurado por cuatro paredes que se sostuvo por demasiado.
No viene a ser ninguna novedad plantear a Matías Bize como un realizador interesado, en principio, por las formas y sus bordes. En cada una de sus películas, aunque de modos particulares, el director ha consolidado un modo de pensar en los afectos que por lo general sintoniza con la singularidad audiovisual que exhiben sus narraciones. De hecho, buena parte de sus personajes siempre aparecen vinculados, en algún sentido, al dispositivo que los filma más allá de su propia representación: Blanca Lewin interpelando a quien la registra en Sábado: una película en tiempo real (2003) o Vicenta Ndongo en silencio mientras una cámara sobrevuela tímidamente el cambio de anden en una estación del en Barcelona en Lo bueno de llorar (2007) son, por supuesto, ejemplos concretos de esa conjunción entre las vivencias subjetivas y el dispositivo que las registra. Por lo tanto, si es que asistimos a las tonalidades de unos vínculos fracturados siempre al borde del colapso, o cuando ponemos atención al remanso de plenitud que experimentamos al verlos finalmente consolidados, corroboramos que en cada película Bize no se ha olvidado de poner en evidencia –o de atisbar los contornos– del medio que permite dejarlos expuestos. Y bueno, ciertamente tampoco habría razón alguna para abandonar esta tendencia en Mensajes privados.
Ante la relevación de ser una película filmada –desde sus propias palabras– en paralelo al momento más álgido de la pandemia, el director no solo registró cada testimonio a la usanza que buena parte de la humanidad, de hecho, encontró para vincularse en ese entonces, sino que también dicha opción –verbalizar la experiencia pantalla mediante– es trabajada de modos sutiles que tienen en el encuadre seleccionado una singularidad que de algún modo podemos sentir como propia, porque nos resulta familiar. De hecho, con esta naturalizada materia prima, lo que ocurre ante el visionado de Mensajes privados se convierte, antes que la experimentación con un formato a partir de la confesión testimonial, en un tipo de retorno. En este caso, a un modo de vida clausurado por cuatro paredes que se sostuvo por demasiado. Por otro lado, el formato “virtualizado” de algún modo nos conduce hacia una reflexión sobre la distancia, el propio paso del tiempo, o las formas en que, sumergidos en un mundo ambivalente, lo cristalizamos con las palabras.
El mundo que habitan los personajes de Mensajes privados los confina a permanecer en el espacio donde les encontramos, pero en donde también, tan agazapados como aparecen y de una forma muy extraña, se les permite divagar ajenos a los demás y su presencia. Y es que cada personaje, a la manera de un epistolario que se vuelve confesión, supuestamente le cuenta algo a otro distante y asincrónico que no está ahí, pero que de alguna forma los acompaña. Es de hecho muy interesante tal efecto: filmados solos en sus respectivos hogares de modos más o menos furtivos, en sus palabras siempre aparecen los otros de quienes se distancian o en los cuales se sostienen. Como si la pandemia o los mensajes que hacen circular a sus destinatarios, no pudieran escapar del imperativo de la presencia, o de la dificultad de pensar, confinados por decreto, en un modo necesario de reencontrarse.
Adicionalmente, a partir de la economía formal provista por la visión “unidimensional” de la experiencia pandémica, que Bize altera al mediarla por un efecto de triple pantalla –la del mensajero, la de su remitente, y la del espectador–, se suscita un efecto que amplifica el semblante subjetivo de las figuras de los actores sentados frente a la cámara. Ya sea adyacente a una biblioteca oscurecida por la penumbra, o refulgente ante libros que destellan, orgullosos, en los anaqueles que los exhiben, los personajes de Menajes privados también se exponen, encerrados en sus casas, a los observadores/oyentes. Siendo precisamente la pantalla ese modo posible por el que tuvimos, por rato largo, tanto ellos como nosotros, la oportunidad de aparecer ante los demás.
Del mismo modo, y en un pequeño detalle narrativo, los personajes también hablan de sí mismos, pero no siempre acompañados del correlato necesario de su presencia: dislocados de sus imágenes como si lo que revelan hubiese adquirido la facultad de desacoplarse. Vale decir, cuando se habla, la imagen no no siempre acompaña al momento de verbalización del relato. Es un desajuste que si bien encarna inmisericorde los altibajos del ancho de banda, adquiere la propiedad de acentuar el poder evocativo de las palabras oídas por videollamadas: una sutileza que se parece mucho a la misma película, que no es otra cosa que un artefacto que abrió la pantalla colmándola de memoria –los personajes ponen en perspectiva su propia vivencia, sea esta desde la catarsis, la purga o la revelación–, pero también, y fundamentalmente, revelando con ingenio y sobriedad la paradoja de la exposición privatizada de los tiempos pandémicos.