
House of Gucci es una película presuntuosa e irregular, que se empantana de manera estrepitosa en su afán satírico, y que se extiende por más de dos horas y media alrededor de una industria demasiado preocupada de su opulencia, y que, claro está, no siempre es capaz de disimular su grandilocuente desfachatez.
Mientras la cámara se dirige hacia la inmensidad de unos palacios que exhiben, orgullosos, el detalle resplandeciente de la grisura metálica y solemne de su éxito, uno ya intuye que la composición de dichos encuadres –de los que House of Gucci hace gala en buena parte de su metraje– encarnan a la perfección una ambición que se sustenta justamente en esos detalles: en el fondo, la presentación de una cierta forma del lujo. Uno podría pensar que en los tonos azulados que exhiben esa frialdad implacable y opulenta, la última película de Ridley Scott alude a la procedencia del poder, terrenal y absoluto, que encarnaría Gucci como franquicia. Ahora bien, en la medida que dicha representación espacial de la grandeza cumple su cometido, el formato biopic desde el que se narra la historia no es menor –por supuesto–, pero tampoco resulta demasiado singular. De hecho, si ponemos atención a dos estrenos de 2021 que le resultan más o menos semejantes –tanto Succession por HBO, como Cruella, unos meses antes, vía Disney– ambos se inmiscuyen con la misma profundidad, podríamos decir, en ese poder un poco gélido que se tiñe de millones y alta costura. En ese sentido, pudiendo equipararse a dichos dos esfuerzos anteriores –meritorios porque se valen de esa escenificación textil para relatar sus bambalinas o el momento de su origen– House of Gucci, por mucho que se esfuerce en evitarlo o en intentar parecérseles, es una película presuntuosa e irregular, que se empantana de manera estrepitosa en su afán satírico, y que se extiende por más de dos horas y media alrededor de una industria demasiado preocupada de su opulencia, y que, claro está, no siempre es capaz de disimular su grandilocuente desfachatez.
Tomando como referencia The House of Gucci: A Sensational Story of Murder, Madness, Glamour, and Greed, el director australiano, que este año también lanzó The Last Duel (película dignísima pero fallida en términos de taquilla), reclutó, para House of Gucci, a un elenco avezado y multinominado al Oscar que ostenta, además de relucir a Lady Gaga entre sus créditos, el privilegio de tener una estampa que es, al menos en principio, dignataria de la historia que se empeña en protagonizar. No es menor ni habitual que en una película se codeen Al Pacino, Jeremy Irons, Adam Driver y la mismísima Lady Gaga, lo cual también habla de la adhesión que concita el director, o del mismo deseo de sus actores por ser parte del proyecto a como diera lugar.
Por otro lado, hilvanada entre los matices que tiene toda historia “no contada” –basada en hechos reales, insistirán los créditos iniciales– acerca del auge y caída de un imperio, los acontecimientos que aportan en esta construcción –muchas veces chapucera del poder– se encuentran, además, aderezados de una criminalidad mafiosa, plenipotenciaria y descarnada. Este es un interés que es propio de una película que a ratos coquetea con el thriller y el melodrama, géneros de los cuales se apropia y que le sientan como traje predilecto.
A efectos de la historia principal, en tanto, todo comienza cuando Patricia Reggiani (Lady Gaga) reconvertida en la secretaría de una empresa transportista en el Milán setentero, se conoce, de una manera poco convincente pero plausible, con su devenido prometido, Mauricio Gucci (Adam Driver), un hombre diligente pero deslavado, disidente declarado de la fortuna Gucci: una compañía de la que se siente un heredero forzoso. Yuxtaponiendo algunas temporalidades, la película recorrerá con distintos énfasis este arco que enamora a la pareja, al tiempo que sitúa a sus secundarios muchas veces en distintas posiciones alrededor de ese acontecimiento. Mientras desarrolla la historia pasional tormentosa y sobregirada, House of Gucci, como toda narración sobre un clan familiar, expone las trapicherías de quienes construyen el éxito sobre sus espaldas, pero también, en ese esfuerzo, es demasiado convencional en la manera en que decide emparejar a sus personajes y decidirse a contar sus desventuras.
Siendo, entonces, ésa su columna vertebral, hay un juego simultáneo que se encuentra, como decíamos, en Gucci y su posicionamiento como vanguardia del vestir de élite, y en las relaciones quebradizas entre sus personajes. Organizada en virtud de esta segunda línea narrativa, la película pierde consistencia por lo grueso del relato, que se despliega en paralelo a todo ese tira y afloja que representa la conservación de una tradición que en un momento entra en crisis por la exigencia, tan urgente, de cambiar en sintonía con los tiempos. De hecho, esta otra subtrama, digamos “organizacional” también pone, en las figuras que representan a la dinastía Gucci, la tensión entre cambiar o perecer. En paralelo con la historia de amor, entonces, esta preocupación por el emprendimiento familiar es interesante porque recupera al Ridley Scott más tardío, interesado por darle contenido a la diplomacia, y que en algún momento fue nominado al Oscar por The Martian (2015): una película con Matt Damon a la cabeza y que, en sintonía con dicho interés conversacional, cumplía con la convicción de darle lugar a cómo los personajes resolvían lo que la trama les presentaba como problemático, es decir, la manera en que los grupos de interés se organizan políticamente, negociando las voluntades que entran en juego cuando se deben decidir cosas.
Es posible que House of Gucci tenga este germen, precisamente porque también se preocupa por esta deliberación a pesar de todo. No obstante, siendo esta problemática una plataforma secundaria desde la cual se cuentan otras cosas, su abordaje es limitado o más bien incidental. Pues acá lo que importa es la dimensión dramática del asunto: cómo las pasiones derivan en calamidades, o cómo toda atracción es un asunto la mayoría de las veces grandilocuente y calamitoso. Bajo esa lógica, la película todo el tiempo se acomoda al registro de la atracción fatal, un subgénero que empantana el espíritu de sus personajes, al entenderlos exclusivamente desde las pasiones o su expresión incontrolada: volviéndolos sujetos que deben lidiar con instituciones corrompidas al tiempo que se ocupan, sin demasiada habilidad, de ser rehenes de emociones que no tienen mediación y que nunca direccionan de otro modo que no sea su consecución.
Y ahí, sobre ese género, los personajes no escatiman demasiado en hacer alarde de una pomposidad que es útil en transmitir una premisa: exageración, pocos matices y una sobrecargada insistencia en la exaltación del temperamento que aparece verbalizada por unos hombres y mujeres que, a su vez, se rodean de un éxito que les resulta esquivo, pero que cuando lo consiguen, se encargarán de resguardarlo ante cualquier amenaza. Sin embargo, estas formas, visibles en el melodrama, o en el formato telenovela al que podríamos estar acostumbrados –la mujer de armas tomar, la corrupción del hijo bueno de la familia, la degradación de una dinastía distinguida y millonaria, la pulsión mafiosa detrás de dinero–, muchas veces se confunden y amalgaman hasta perder aquello que los ata el formato que los engendra. Al respecto, es posible que el afán premeditado por exagerar lo perceptible, acá se transforme en una caricatura explícita pero por lo mismo deslavada, pues pareciera que el envoltorio satírico no se pone al servicio de un universo verosímil, absurdo o farsesco –uno podría pensar en American Crime Story (2018) o incluso en Fargo (2014–) como ejemplos que alcanzan vuelo propio– sino que acá pareciera persistir un empeño en querer decir poco, o no lo suficiente para estar a la altura de lo que toda la pomposidad pretendida, sugiere al espectador. Siendo una opción válida ahorrarse la complejidad de cómo se mueven los hilos de una trama, sacrificando los detalles en virtud de una historia universal, en House of Gucci es el tono en que esto se acompasa aquello que impide que uno pueda, en definitiva, adherir por completo al universo que se nos presenta.
De hecho, tal vez toda esta intención fallida, se podría sintetizar en la ambición que tiene la preparación ampliamente publicitada del personaje de Jared Leto, Paolo Gucci, un primo de la familia tan insulso como revulsivo que sólo tiene talento para fracasar una y otra vez. Detrás de su estrafalaria elaboración que seguramente tomó horas y presupuesto en prótesis, pelos y maquillaje, un Jared Leto empeñoso se ahoga en las morisquetas apostilladas en un inglés italianizado que –a los pies de un Al Pacino parsimonioso, heredero de una estampa sencillamente rutilante– se condena a naufragar en una desfachatez que no sólo es ornamental, sino que a la larga termina siendo profundamente inocua.