
Ma Raineys’ Black Bottom (La Madre del Blues) se vuelve una película lograda pero a ratos ambivalente, desbalanceada entre la fuerza retórica de lo que sus personajes refieren con vehemencia, y las posibilidades del aparato que tiene el trabajo de filmar o incluso montar el espectáculo que da lugar a dicho posicionamiento.
Cuando en 2016 se estrenó Fences, la prensa especializada no se demoró demasiado en catapultar, a la adaptación de la obra de August Wilson, hacia un éxito indiscutido en la ceremonia de los Oscar del año siguiente. Dirigida por un actor-director célebre como Denzel Washington, y acompañada por la seguidilla previa de nominaciones que consiguió en otros premios similares, la película, al fin y al cabo, sólo recibió premios para la actriz protagónica, Viola Davis, quien de hecho vuelve en dicha película a ofrecer una actuación semejante y, en cierto sentido, igual de contundente que la que nos ocupa acá. Tomando dicho itinerario en consideración, en Fences el reconocimiento a la interpretación de la actriz tuvo mucho que ver con una prestancia despampanante, añadida al peso expresivo de representar a una madre de clase trabajadora que articulaba con entereza el cruce de contradicciones y angustias cristalizadas propias de la familia afrodescendiente de posguerra.
La espesura dramática exhibida por el personaje, pensándolo bien, podría perfectamente ofrecer una continuidad con el personaje que Davis interpreta en Ma Raineys’ Black Bottom: un papel que, cuatro años más tarde, también podría justificar un grado parecido de visibilidad. Ahora bien, más allá de la coherencia de la actriz, o de los proyectos que elige para sí, ¿Es esta característica una ventaja o más bien un problema de la película que vuelve a protagonizar? Un poco de lo uno y un poco de lo otro. Vamos a ver.
En primer lugar, hay que decir que Ma Raineys’ Black Bottom se sostiene de manera preponderante en la obra que la inspira (del mismo nombre), y que escribió el mismo autor de la mencionada Fences. Por lo tanto, no
es casual la semejanza, sino que se entiende como deliberada, afín al interés temático de la obra del propio escritor-dramaturgo denominada The Pittsburgh Cycle. En este caso puntual, los hechos giran en torno a la grabación de un disco en una sala de estudio en la ciudad de Chicago, en el centro de los Estados Unidos, y tienen como figura destacada a Ma Rainey (Viola Davis), cantante afroamericana real apodada como “la Reina del Blues”, tal como finalmente se titula la película en español. La circunstancia de la grabación, a cargo de dos productores blancos que la contratan en parte para lucrar con la circulación de su voz en cintas grabadas, es también la oportunidad para que la película se interese por desarrollar las vicisitudes que rodean a la banda de soporte que acompaña la grabación: un grupo de cuatro músicos en donde, de una manera oportuna, adquiere notoriedad el saxofonista, Levee, interpretado por Chadwick Boseman, y recientemente fallecido por circunstancias que el mismo se encargó de mantener en privado.
En cierto sentido, la cinta es una encarnación de la pugna interpretativa que significa poner a dialogar a ambos personajes, cuyas tensiones en torno a las motivaciones creativas, el orden de las canciones a interpretar, el sentido que debe orientar la grabación, o también la envergadura de los mismos egos, amenazan todo el tiempo con abortar la grabación y dejarlos a todos sin salario. La película, ciertamente, a propósito de esta debacle, se preocupa de desarrollar la subjetividad de estos dos personajes, contraponiendo sus orígenes, las razones que los hacen pensar como lo hacen, y los disímiles desenlaces que se nos ofrecerán de cada uno al final del metraje.
Desde este punto de vista narrativo, tiende a ser relativamente efectivo el formato que se dispone para dar lugar a ambos protagónicos, en la medida que los momentos de mayor espesura que alcanza la película se anclan, precisamente, a las oportunidades en donde Boseman escudriña en los orígenes de su propia desventura, o cuando Davis justifica –con una templanza absolutamente dignificante– las razones que san soporte a su temperamento, y que nos acercan a su propia perspectiva de la justicia: una visión contundente y áspera porque así tiene que ser, y porque es acaso el único espacio disponible en donde uno retribuye o más bien se contenta con alcanzar un porción de estampa que permite, a la larga, invertir las injusticias al ser la portadora de una posición que administra el infortunio, o también la ingratitud maltratadora del explotador carroñero históricamente impune.
Es, de hecho, en ese momento, cuando Ma Raineys’ Black Bottom se cierra como una reflexión que, desde los relatos de una banda que se junta por obligación, hace emerger una lectura sobria, compungida y contingente sobre la naturaleza de la relación entre talento creativo y desigualdad de oportunidades, y fundamentalmente sobre los infortunios desde los que algunos y algunas construyen, muchas a veces a maltraer, los momentos que los vuelven exitosos. Sin lugar a dudas, la banda añadida a la reputación de su vocalista son el caleidoscopio inusitado desde donde se puede profundizar la relación que el afrodescendiente genera con el oficio artístico y con los costos que esto tiene, bien para erigirse una propia figura o bien para atrincherarse como un justo estratega reivindicativo. Hasta ahí, la película completa la propuesta de Fences al dar sentido a la vivencia no sólo desde la cotidianidad más familiar, sino que también visualizada en aquellos que la trascienden o la alcanzan mediante el arte.
El tema es que el formato, cuando gana cierta espesura desde lo que sus personajes nos pueden decir o declamar, descansa exclusivamente en lo que eso moviliza, al tiempo que abandona, o más bien restringe, las posibilidades que tienen otros recursos para ofrecer a esa puesta en escena y a ese mensaje puntual. Al situar la acción en un espacio cerrado, del que sólo se sale para efectos de la cotidianidad en la que se sustentan los hechos, se repara en la palabra mucho más que en lo que, precisamente, esta no se puede atinar a verbalizar: la melodía, o la atmósfera, o la progresión de unos ambientes que no siempre prosperan de manera necesaria y proporcional a lo que los personajes articulan para entenderse. Esto es algo que, con cierto barroquismo escenificado, Spike Lee resuelve en Da 5 Bloods, por poner un ejemplo quizá descontextualizado de esta puesta en escena en particular, pero sintonizado con la reflexión que desliza.
En consecuencia, Ma Raineys’ Black Bottom se vuelve una película lograda pero a ratos ambivalente, desbalanceada entre la fuerza retórica de lo que sus personajes refieren con vehemencia, y las posibilidades del aparato que tiene el trabajo de filmar o incluso montar el espectáculo que da lugar a dicho posicionamiento. Es tal vez el problema –¿o la ventaja?– del montaje teatral inserto en este film en particular (más que del dispositivo teatral en general): la necesidad de hacer, del relato, el material que orienta la reflexión de manera protagónica, del mismo modo en que la espesura de sus protagónicos termina copando lo que de subrepticio ahí podría, eventualmente, existir entre lo que ambos dejan invisible.