
Uno de los aciertos narrativos de Los Sueños del castillo, documental de René Ballesteros, tiene que ver con la elección que se toma para adentrarse al remanente de la violencia como modo de relación.
Desde el mito de Morfeo a la vanguardia surrealista, los sueños se han entendido como producciones vívidamente ambivalentes: despegadas del mundo material pero, al mismo tiempo, referentes a él en lógicas que le son independientes.
La producción onírica -digamos, el sueño como tal-, que traza una línea divisoria entre la vigilia y ese territorio sumergido que se inicia al adormecerse, ha despertado, desde siempre, y en particular a partir de los desarrollos freudianos de comienzos del siglo XX, un interés analítico específico, a propósito de que dicho “material”, es decir, aquello que se contiene en ellos, aparentemente ofrecería oportunidades inigualables de acceso al alma humana, el sentido del mundo o la proyección futura de los acontecimientos posibles y previsibles. Siguiendo esa línea, de pensar al sueño como herramienta de develamiento de algún misterio profundo, una deriva interesante es la que va de 1933 a 1939: período en que la periodista Charlotte Berardt, al recoger y recopilar los relatos de la actividad onírica de algunos ciudadanos alemanes comunes y corrientes previo a la Segunda Guerra Mundial -publicados en El Tercer Reich de los sueños (1966)-, reparó en una conclusión que, casi un siglo después, sigue cargando con una impronta singular: al parecer los sueños nos cuentan algo, sólo que con letras torcidas.
A momentos, pareciera que Los sueños del castillo sigue, al menos en teoría, parte de esa impronta testimonial. A propósito de que el documental, precisamente, se interesa en recopilar las narraciones que los personajes hacen de su actividad onírica, recogidas de las intermitentes y mal llamadas jornadas de reposo que pasan encerrados en un Centro de Internación Provisoria y de Régimen Cerrado (CIP-CRC). Al interior del lugar, y taladrándoles el recuerdo, los sueños referidos por ellos repiten un patrón macabro que el montaje alternado de sus elucubraciones pone en evidencia de manera contundente: la ensoñación evocada por el grupo casi siempre es abrupta, sobrenatural, malsana, intensa, sobrecogedora y destemplada, a que se le teme por su arbitrariedad: violenta y desmedida.
En consecuencia, lo que hace interesante a esta sumatoria de relatos -que al unísono parecen una sola gran historia- tiene que ver, atendiendo a la tradición que observa ahí una lógica por descubrir, con la experiencia que uno puede desprender de ese testimonio, toda vez que la relación entre sueño y vigilia que escuchamos desdibuja la línea que los separa, y genera que uno termine preguntándose –no sin cierto estupor– cuánto se asemejan los sueños referidos a las pesadillescas experiencias que, en el mundo de los despiertos, condujeron a los narradores a donde están. A ratos, marcados por un destino al que se refieren como si, paradójicamente, lo que vivieron realmente lo hubiesen soñado. Uno de los jóvenes a quienes escuchamos refiere esto, como si se tratase de otra condena que se repite hasta la resignación: todos los días sueño lo mismo.
Es entre estos temas, entonces, que aparece uno de los aciertos narrativos del documental de René Ballesteros, en la elección que toma para adentrarse al remanente de la violencia como modo de relación: desde una vivencia que se encuentra en un lugar en donde, supuestamente, la vida debería suspenderse, o, de hecho, significar descanso y no repetición. Porque, literalmente, para los personajes del documental, el sueño -esa parte de la vida misteriosa sobre la que no tenemos ningún control- los asedia y no termina de dejarlos tranquilos. El asunto es que, entre otras cosas, la inminencia condenatoria de sus sueños opera como una sentencia que -en un detalle curioso que se revela contundente en la narrativa testimonial de aquellos jóvenes- esta, muy pocas veces se define como “pesadilla”, puesto que se asume desde la semejanza conceptual con la idea de “sueño”, en tanto exclusiva manera de entender lo que relatan. Entonces, ¿Qué diferencia un (mal) sueño de una pesadilla? Probablemente la posibilidad de distinguirlo tenga que ver con una experiencia que, en ambos planos, a los encerrados difícilmente se les ofrece como disponible.
Para los jóvenes del Castillo, asimismo, la reclusión podría ser un tipo de sonambulismo, un limbo en donde el descanso no es otra cosa que la irrupción involuntaria del pasado iracundo en un presente al que nunca suelta, puesto que lo conserva, desafortunadamente, como repertorio del pensamiento. Es quizás una manera sobrecogedora de atender la preponderancia de la violencia en las trayectorias vitales.
Por otro lado, esa cotidianidad onírica se solapa con la exhibición de las rutinas al interior del lugar. Porque en efecto, las dependencias del Castillo al que hace referencia el título también operan como hogar, fortaleza y cárcel: todas al mismo al mismo tiempo. Acaso las tres modalidades que adquiere esta forma de reclusión en donde los barrotes, insistentes, que los distancian del mundo exterior, también pareciera que nos separan a nosotros de ellos y su devenir. Dicha distinción adentro-afuera, que también tiene asidero en el montaje que alterna experiencias fragmentadas, aporta en una aproximación documental que se inmiscuye en la vida individual, pero que también es capaz de mirar desde ahí regularidades que hacen, a los protagonistas, únicos y semejantes. Es el recorrido por un itinerario que, por ejemplo, podría vincularse a la ansiedad por encarnar el riesgo, el arraigo de las dinámicas inter-grupales, la construcción identitaria al servicio de las subculturas juveniles y la inminencia de encarnar una posición social que a veces sienten que se les impone con una virulencia que, a ratos, vaticinan no poder contravenir. De ahí que su acercamiento -que elude el relato aspiracional y suspende la ética de la redención- opta más bien por la reconstrucción de una voz, es decir, que sean principalmente ellos quienes, libres de juicio, refieran con detalle su fuero interno.
De acuerdo a esta lógica, hay un momento -cuando el documental añade otra clave de lectura desde el lugar de asentamiento del Centro-, en donde pareciera que, en la comprensión del relato, o lo que este sugiere, se interponga una dimensión ancestral, territorial o sobrenatural; posiblemente relacionada con el origen de la ensoñación. Ahí tal vez Los sueños del castillo -al anclar una vivencia onírica no sólo a un posible recorrido violento, sino que a la territorialidad que la sostiene- se reorienta hacia un lugar que a ratos se resuelve, tal vez, con menor consistencia (y minutos de metraje) que al inicio, pese a la pertinencia que pueden tener ambos aspectos vinculados o integrados en el sentido de lo que se propone. Puede que la inmanencia del espacio seleccionado, o su idiosincrasia particular, ciertamente tengan poder narrativo (y evocativo) para aproximarse a la ensoñación o a la naturaleza del testimonio referido por los jóvenes, sin embargo su lugar, en el documental y a ratos en la propia vida, tiende a permanecer tan brumoso como la niebla matutina que amanece acorazada en el lugar fortificado donde tal vez se sueña como la única manera de cargar con el propio destino.