
Lo que vemos en Mal Vecino es el trabajo persistente de individuos que canalizan la interpelación que se les ha hecho sin haberlo necesariamente deseado, dirigiéndola hacia autoridades que a veces los reciben pero que en otras ni mucho más que eso.
Cuando Catalin Tolontan, periodista rumano, reflexionando con pesadumbre –en el momento más desesperanzador del imprescindible documental Collective (2019)– se preguntaba si una prensa doblegada ante las autoridades solo genera que las autoridades maltraten a sus ciudadanos, inmediatamente el espectador piensa, junto con él, que tiene todos los motivos para compartir el abismo de su desgarro. Del mismo modo, el documental también le ofrece, a ese mismo espectador, un tiempo suficiente para sopesar el lamento y plantearle la pregunta por la aplicabilidad concreta que esa verdadera sentencia podría tener: tanto en la Rumania del siglo XXI, como al interior de los propios sistemas políticos vigentes. Dicho de otro modo, el efecto de esa frase –letal como un guadañazo– no sólo interpreta un sentir, sino que abre una pregunta por la desidia y la corrupción que deteriora a los países de los espectadores que la escucharon.
Guardando las proporciones, la pesadumbre del periodista rumano serviría para acercarnos a documentales como Mal Vecino. Pero no porque de inmediato acá se asome el reconocimiento de un sistema de colusión cuyos engranajes al parecer funcionan con eficiencia –hacerlo tal cual sería simplista–, sino porque, de algún modo, los documentales que se interesan en acompañar procesos de denuncias también presentan, solapados con la reivindicación que buscan hacer visible, otros aspectos que revisten importancia cuando, por ejemplo, fortalecen un mensaje o profundizan las condiciones de su origen. En ese sentido, si pensamos en Mal Vecino como un documental que apunta al seguimiento de un desacomodo ambiental ineludible –la instalación de un criadero de cerdos en la región del Maule, que en palabras de los habitantes de San Javier rememora lo ocurrido hace unos años en Freirina– toda su puesta en escena se pone al servicio de poder exponer, desde algunos puntos de vista más o menos logrados, las repercusiones en las personas de esta perjudicial y forzosa convivencia.
Partamos de la base de que el documental descansa, en términos narrativos, en la cronología del conflicto en dos sentidos: el primero –que no es menor– alude a la necesidad presentar las coordenadas espaciales y la ubicación geográfica del mencionado mal vecino en relación a la comunidad colindante que lo circunda, en este caso, el Sauzal en la provincia de Cauquenes. En ese sentido, mientras una cámara aérea nos ilustra el territorio, sondeamos el lugar y corroboramos su emplazamiento: será entonces, a través de esta intención, que el documental en definitiva “dimensiona” la problemática: la sitúa dentro del paisaje, pero también al interior de una idiosincrasia local. Mientras que, en segundo lugar, habrá una intención, digamos, informativa, que presenta los antecedentes que respaldan formalmente la queja de la comunidad ante las autoridades medioambientales, facultadas con la potestad de “hacer algo al respecto” en materia legal. Ahora bien, en el afán de poder exponer la problemática, el documental dedica buena parte de su narrativa a caracterizar el conflicto, o a hacerlo inteligible a los espectadores, probablemente en consonancia con el interés de evidenciar una problemática que tiene protagonistas concretos y efectos insoslayables.
Si ponderamos estos dos atributos, el primero es, ante todo, pertinente. Porque pareciera ser importante que se nos ubique, a quienes vemos, en el espacio: a propósito de que una de las consecuencias más ubicuas –y a ratos sólo perceptible desde una enredadera de moscas atrapadas en el pegamento de una cinta de embalaje–, es cómo la ganadería industrializada se las arregla para deteriorar la calidad de vida de quienes tienen el infortunio de colindar con ella. El segundo, al contrario, tal vez carga las tintas: pues hay un momento en donde el documental se burocratiza más allá de lo que podría necesitar. Y esto último no es una falla, sino que, precisamente, es un aditivo que ya se entendía desde la resistencia estoica de sus personajes, o desde lo que dejan entrever los testimonios televisados que recoge como archivo. En ese contexto, Mal Vecino a veces debe lidiar con un equilibrio entre lo que informa al espectador y lo que, por otro lado, ya existe de explicativo en aquello que filma. En todo caso, desde esa línea delgada que se encontraría a medio tiempo entre el ánimo documental y el interés del reportaje, la película desdibuja ambos dominios y es ahí cuando se despercude de lo anterior.
En consonancia con dicha lógica, Mal Vecino coloca en manos de los habitantes, y tal vez de una manera honrada con sus propios personajes, la facultad de organizase como una fuerza sustentada en el arrojo de oponerse ante una disputa que parece no dar mucha tregua y que, por supuesto, pareciera embestirlos, a todos ellos, desde distintos frentes. Muchos de ellos silenciosos, distraídos y sonrientes. Dicho de otro modo, hay un aspecto que tiene particular mérito, y que se vincula con la exhibición de cómo los protagonistas, de algún modo, articulan una resistencia.
Sea urdiendo una forma de dialogar, convocando voluntades poco familiarizadas y menos dispuestas, o incluso concitando un espacio para verbalizar el desahogo, el documental se interesa por los sujetos y lo que estos consiguen organizar cuando se piensan en común. Aunque cabe señalar que independientemente, o sin depender en exclusiva, de los resultados victoriosos o perjudiciales que hayan podido conseguir. A diferencia del énfasis investigativo que ostentan algunos otros documentales que toman el testimonio para exhibir cómo se desbaratan estructuras oficiales solapadas y monolíticas, acá lo que vemos con mayor claridad es el trabajo persistente de individuos que canalizan la interpelación que se les ha hecho sin haberlo necesariamente deseado, dirigiéndola hacia autoridades que a veces los reciben pero que en otras ni mucho más que eso. Ahí, es interesante el uso del montaje: no sólo porque agiliza de manera oportuna este itinerario por los mecanismos de denuncia formal que la ley dispone, sino porque gran parte de lo que se narra, se ilustra o se cuenta, descansa en estos mismos personajes y sus herramientas disponibles. Precisamente, si hay algo que puede reconocérsele a Mal Vecino, es aquello que surge, por ejemplo, cuando una de sus protagonistas se encarga de sintetizar, mirando frente a la cámara al inicio del documental, el meollo del asunto. En el fondo, cómo esta interpelación tiene un efecto sin parangón en ellos, invitándolos a movilizarse desde un poder que no es otra cosa que aquello que solemos hacer con lo que –como dicen por ahí– han hecho de nosotros.