Malcolm & Marie – La espesura de las palabras

Cuando la intención de un director es "discutir" usando las palabras que en este caso significan argumentos cerrados en posturas, la película se termina en eso: en un complot contra su propia naturaleza.

Malcolm & Marie es una película que sostiene gran parte de su espesura -temática, relacional e intertextual- desde lo que los personajes se dicen mientras circulan por un espacio doméstico, por lo demás, estilizado y bastante ubicuo en sus locaciones. Como toda interacción dialogada, de hecho, esta en particular pretende invitar al espectador a pensar mucho, a partir de las divagaciones trasnochadas que exhibe su discurrir retórico sobre distintos tipos de posicionamientos respecto de arte, reconocimiento, política e identidad. Todo esto mientras una pareja, aparentemente exitosa, se resquebraja de madrugada. 

Siendo habituales en Hollywood los tándems que se valen de una puesta en escena minimalista (o impresionista) para articular un conflicto que origina derivas singulares -partiendo de la inspiración que esta misma película podría haber tenido en Quién le teme a Virginia Woolf? (1966), uno se halla con estos encuentros teatralizados en Opening night (1977) de John Cassavetes o incluso en la trilogía Before… de Richard Linklater– la película que dirige Sam Levinson tiene todo para ser una apuesta arriesgada, aguda e interesante, pero naufraga -y definitivamente se debilita- a propósito de que peca de una pretensión desproporcionada o más bien desmarcada de su estetizada puesta en escena.

Partamos de la base de que la película se construye a partir de diálogos que  permiten reconocer un momento estelar específico, a saber, la llegada de la pareja a una casa que no les pertenece pero en la que buscan pasar la noche. La llegada, en este sentido, alude al retorno de lo que entendemos que fue el avant-premiere de la película de Malcolm (John David Washington), en donde el conflicto, en particular, se relaciona con la porfía del cineasta en reconocer que la inspiración y sustento central de su película tiene origen en la biografía de su pareja, Marie (Zandaya), a quien –no sabemos si de manera deliberada o más bien involuntaria- el personaje realizador omite en su discurso de agradecimiento. 

En una primera instancia, el modo como Levinson perfila el conflicto es diligente y a ratos cautivador cuando coloca a su dupla circulando con soltura y desparpajo por el espacio, reforzando la divagación casual de la rutina trasnochada de una pareja que, de un momento a otro, se vuelve el escenario de un problema que la mayoría, a todas luces, esperaba que les ocurriera. Este primer punto permite introducir dentro de la narración un problema teórico de naturaleza narrativa, que en el fondo aparece como encrucijada en torno a cualquier forma de autoría sobre una obra.

En efecto, la pregunta por la “propiedad” de una historia y sus devenires es un asunto contingente que el director entreteje con astucia en la discusión de sus personajes, del mismo modo en que, por ejemplo, una novela de reciente publicación como Yoga, de Emmanuel Carrere, lo reflexiona: ¿Quién es el propietario original del patrimonio narrativo de una vivencia o en razón de qué desigualdad se origina esta debacle? ¿Debería estar la obra al servicio de quien la origina?¿Cómo es posible discernir la obra de su inspiración primigenia? Son preguntas que la película abre pero que, en su afán tan diletante como las contorsiones de Malcolm al compás de James Brown, abandona interesado en la urgencia de lo que la discusión va originando a posteriori.

Puestas así las cosas, es bastante sensato dejarse llevar por la vorágine que este guion activa, en parte porque Levinson tiene ritmo para que la manera en que dosifica las reflexiones que pone en labios de sus personajes nos resulten merecedoras de atención más allá de la enunciación ornamental. No obstante, el problema, se revelará más adelante, tiene que ver con los ingredientes de esta amalgama y, ciertamente, con su orquestación. Porque a lo largo de los ciento seis minutos de metraje, somos testigos una disputa entre las desventuras y fragilidades de una pareja que antagoniza y sugiere, de manera inherente y encarnizada, toda una vorágine afectiva latente que acá será la instancia que el destino eligió para expresarla con soltura.

El tema es que, cuando la obra se interesa por poner en sus personajes las reflexiones del director, o de quienes dotaron a los comentarios de un a veces innecesario peso ensayístico, académico o argumentativo, la película cae irremediablemente en la presunción de ser algo más -u otra cosa- de lo que plantea. 

Veamos un ejemplo de esto: siendo muchas veces pertinente la referencia a alguna personalidad pública real en una película -en esta en particular circulan Barry Jenkins, Elaine May o Spike Lee: todas ellas celebridades del oficio fílmico norteamericano- para dar contexto adicional al relato, la enumeración intermitente de personalidades, para este caso, desvía la atención o la fija en una cuestión ajena a los propósitos iniciales de la ficción propuesta, llevándolos hacia derroteros que tienen que ver con presentar un argumento o explicar una hipótesis que sólo tiene en los autores individualizados un grado de referencialidad que, de acuerdo a lo que el director quisiera decir, pretende que se explique en sí misma. 

En otras palabras, la referencia, el nombre propio, no sólo es recurrente, sino que transforma a la película en un discurseo respecto de las circunstancias de producción y recepción de una obra, que tiene como telón de fondo una historia vincular que, sin darnos cuenta cuándo, pasa a un segundo plano porque los materiales que la descomponen tienen que ver con una disquisición teórica que prepondera. En la medida que las referencias se tragan a la historia, de hecho, la película queda suspendida al servicio del índice onomástico.

Lo mismo ocurre con algunas otras reflexiones críticas que surgen entre la discusión furibunda de la cual somos observadores: ante la mención de las políticas identitarias y la manera de alinearse con su agenda, o del cinismo justiciero del artista que se adjudica el cetro moral de las causas perdidas, los comentarios, cargados de potencial problematizador, son elucubraciones que se develan demasiado guionizados, soltados al fragor de una historia que se empequeñece porque es, en definitiva, una diatriba o la reflexión que un autor introduce en las marionetas parlantes que destina a tal efecto.

Esta pretensión, es decir, subyugar a los personajes a las opiniones personales o lo que “se tiene para decir” no es un problema: el cine, de hecho, es una famosa fábrica de circulación de ideas o de reafirmación ideológica. La cuestión es cómo esto se descubre, suspende o disimula porque, al fin y a cabo, en la película importa más lo que el director dice a través de su ficción que lo que esta, más allá de su retórica, puede o se permite ilustrar de lo que el director piensa, siente o cree. 

En resumen, lo que Malcolm & Marie tiene para “decirnos”, o lo que nos invita a reflexionar a quienes vemos películas para pensarlas, entretenernos o lo que sea, lo podemos leer sin más pretensiones en un ensayo u oír en un conversatorio sobre el oficio, porque la misma intención del director es discutir usando las palabras que en este caso significan argumentos cerrados en posturas. Por lo tanto, la propuesta se termina en eso, en un complot contra su propia naturaleza: en la idea de dos personas conversando, o más bien, lamentablemente, sólo en una con el poder de hacernos creer que no es así.

Malcolm & Marie está disponible en Netflix

Malcolm & Marie

Director: Sam Levinson

Guion: Sam Levinson

Fotografía: Marcell Rév

Elenco: Zendaya, John David Washington

ClaudioSH

Claudio es psicólogo. No se encuentra mucho en eso de ser cinéfilo. Ni menos, amante del cine: ve películas porque está acostumbrado, porque no es demasiado caro y porque, tal vez, fue lo único que se le ocurrió hacer con el tiempo que le queda disponible.