Honeyland, como todo documental en donde se aborde cierta tradición amenazada por la modernidad, también se preocupa de la manera en que las lógicas del capital amenazan con totalizar el sentido de los lugares de manera descarnada.
Contaba Jorge Carrión –en una crónica conmovedora que tituló Ciudad en formol y que documentaba, desde distintos períodos y puntos de vista, su visita a la provincia de Entre Rios, Argentina–, la modalidad de trabajo de las abejas productoras de miel, y de las personas que subsisten gracias a esa forma de cultivo. El apicultor, escribe, es un dios que sobrevuela un mundo cúbico y jibarizado, en donde la muerte de uno de sus miembros –en este caso, el zángano trabajador de la colmena– es parte de la supervivencia de un colectivo que lo trasciende. Sin embargo, este orden meticuloso tiene en la reina, monarca absoluta y productora central de la colmena, a su personaje protagónico.
Al inicio de Honeyland, su protagonista es filmada a través de un plano cenital que la exhibe caminando en dirección horizontal, atravesando un prado denso en vegetación pero a la vez desierto de urbanidad. La mujer se dirige hacia una quebrada en donde, agazapadas entre una roca cóncava y portátil, yacen centenares de abejas organizadas en una docena de panales que completan el intento de colmena que yace, ahí, a resguardo de la intemperie. Hatidze es mujer, bordea los sesenta, casi siempre viste igual de vistosa, y desciende de una minoría turca según ella misma lo consigna con su lengua. Al mismo tiempo, se dedica a un trabajo que define con intuitiva simpleza: tiene la labor de respetar el orden de la colmena que cultiva desde los cuidados que le dispensa, para así extraer una miel que después comercializa en los mercados urbanizados de Skopje, la capital de Macedonia del Norte: un país que hace un año cambió de nombre por los incordios diplomáticos que mantenía con su vecina, Grecia.

Dos cosas se rescatan de lo minimalista del método utilizado: la primera es una máxima que la protagonista verbaliza siempre frente a la colmena que la ocupa, como si fuese necesario introducir un exordio antes de decidirse a manipular cualquier cosa: me llevo la mitad y dejo la otra mitad. La segunda regla, menos ortodoxa pero no por eso ajena a la propia metodología del cultivo, es que mientras trabaja con la miel en unos recipientes artesanales que transportan a las abejas, Hatidze entona una canción que posiblemente tiene un efecto arrullador que neutraliza los posibles inconvenientes logísticos que ocurren a consecuencia del transporte y la manipulación de los recipientes, que mal que mal son los hogares de los insectos que le permiten vivir. Ambos cuidados son parte del procedimiento, comedido y decoroso, que durante 90 minutos conoceremos con sus aciertos y desventuras, en un pueblo remoto de la Macedonia profunda, acomodada en el extremo suroriental de Europa.
Sencillamente impresiona la manera que tenemos de enterarnos de todo esto. Porque la dupla de Tamara Kotevska y Ljubomir Stefanov consigue, primero que todo, salirse de la matriz etnográfica que podría transformar el registro en folklore. Mediante una puesta en escena que ciertamente estiliza algunos escenarios, por esa misma razón se presenta absolutamente compenetrada con la continuidad pictórica del documental. Es un trabajo en donde los planos contextualizan y la fotografía construye, desde el color, una cierta atmósfera de gratitud y deferencia; hacia el personaje pero también en la rutina que dicho personaje deja entrever que ejecuta todos los días. Honeyland, en este sentido, aspira a lograr representar la cotidianidad de una mujer que hace lo que tiene que hacer porque es lo que, en cierto sentido, también tiene que hacerse. En una especie de rutinización que nunca pierde su interés precisamente porque, en lo que hace, se confirma una técnica que precisa justamente de ese nivel de exploración. Es curioso, pero todo lo que en la película carga con el peligro de volverse automático, no lo es en parte porque es hecho por una persona.

Junto con ello, es posible que la pretensión del documental tenga mucho que ver con la construcción alegórica que rodea la técnica artesanal de Hatidze. En tanto apicultora y mujer interesada en mantener cierta armonía estructural en el modo en que participa de la cadena productiva, su lugar también se inscribe en otra regularidad: mientras cuida de las abejas, la protagonista cumple con los cuidados de una madre postrada, a quien, de hecho, también resguarda. La filmación de los interiores –ensombrecidos por el juego sutil de la filtración de luz natural– en ese sentido, nos permite comprender que los panales y sus cubiertas no son los únicos lugares en donde se reproduce un orden al servicio del cuidado. Madre e hija, en ese sentido, son testigos de una relación que se forja y se emparenta con la producción misma de la miel, y que es, por cierto, más grande que ellas. No es que Hatidze tenga dos trabajos, sino que tal vez ella cumple con una función que más bien encontró dos maneras en donde expresarse. Es una labor que, dicha de otro modo, podría llamarse ética del otro.
Además, Honeyland, como todo documental en donde se aborde cierta tradición amenazada por la modernidad, también se interesa por la manera en que las lógicas del capital amenazan con totalizar el sentido de los lugares de manera descarnada. No sólo desde el salvajismo de la producción y su desmesura –que por ejemplo, aparece o se pone en tensión a propósito de la convivencia de la protagonista con una familia turca que también vive de la agricultura ganadera tecnificada– sino que también en torno a los procesos de industrialización se entrelazan con la acción humana. Más allá del fetichismo nostálgico de “lo artesanal”, que de hecho fue absorbido por una industria que coloca esa etiqueta en sus productos, lo cierto es que el documental recupera una lógica equivalencial inherente al tipo de trabajo de la protagonista. Siendo capaz de sostener una posición que elude el ambientalismo recalcitrante, precisamente porque lo que se juega ahí es un proceso productivo que nunca abandona su sentido profundo.

Porque Honeyland, además del registro concienzudo y conmovedor sobre la proporcionalidad del orden natural, es también un registro sobre la posibilidad que ese mismo orden ofrece cuando se modifica. Es tal vez una opción posible en la discusión entre desarrollo y tradición, o bien una manera de conciliar la irrupción de la contingencia problemática en un orden que se piensa evidente por sí mismo. Más allá de su embellecedora puesta en escena, en Honeyland hay también una lectura sobre las cosas que dejan de ser y lo que, en el fondo, aventura el porvenir. En el fondo, una enorme historia sobre el cambio y sus lecciones.
Reseña de Honeland
Honeyland (2019, 87 mins.) Ljubomir Stefanov, Tamara Kotevska
