
The Edge of Democracy, como documental que denuncia un estado de las cosas, cumple con trasmitir los avatares de un país a través de una historia personal que se ocupa de relacionar los acontecimientos de manera sintética, dinámica e inteligible.
La voz de una mujer relata un fragmento de la historia de sus padres. De cómo ella, siendo niña, asume ser testigo de unas vidas que se ponen al servicio de una responsabilidad impostergable, que compromete la propia vida. Tiempo después, ellos –y al rato ella con ellos– toman palco al fragor de una democracia que se recupera, y de las posibilidades que esta les ofrece, a los ciudadanos y a la propia república. Son años en donde el gobierno es elegido a partir de un sistema democrático que, no hay olvidarlo, costó sangre y muertes. Sin embargo, hay un momento, del que no se sabe muy bien como eclosiona aunque sí se entiende, plenamente, el sentido de su desenlace, en donde el mundo que esa familia proyectaba como posible, se agazapa ante la arremetida de una ofensiva que, a punta de amenazas, busca sembrar el caos. O peor aún, de volver a un tiempo proscrito, que se creía petrificado en las catacumbas de una historia siniestra que todos se encargaron de exorcizar.
Suerte de crónica epocal del despeñadero de un Brasil convulsionado, un documental como Democracia em Vertigem (The Edge of Democracy) no puede entenderse sin una referencia central a la posición enunciativa de su realizadora, Petra Costa, quien se encarga de articular la narración de su vida, en tanto ciudadana de un país que le duele, con algunos acontecimientos claves de esa nación: siendo hija de una pareja disidente que se resiste activamente a una dictadura que duró veinte años, simpatizante de los gobiernos socialistas del Partido de los Trabajadores, y testigo perplejo de los acontecimientos que desembocaron en la elección de Jair Bolsonaro en 2018 –Un presidente que tiene la infamia de destituir a su predecesora invocando torturadores. Costa, ciertamente, se encuentra inexorablemente atravesada por la historia del país que le toca narrar.
Este punto de vista –onmipresente e inclaudicable desde la voz en off que refiere la debacle del destino del Brasil– es un recurso vehemente, en la medida que sincera el posicionamiento de quien lo enuncia. Guardando las proporciones, Costa, en cierto sentido, se asemeja al punto de vista de los documentales de Patricio Guzmán, en esa semblanza melancólica, solemne y a veces acongojada, que acompaña la subjetivación de la Historia en sus propios testimonios. Cargándola en la espalda como si ellos fuesen el cuerpo expuesto que confirma y sostiene los embates de la infamia nacional.
En ese sentido, objetarles gravedad o dramatismo es un despropósito. De hecho, Costa pareciera filmar un momento muy urgente, en donde la decisión de tomar partido no es, precisamente, una decisión, sino que la única opción posible para no desfallecer. Muchas décadas atrás, en un contexto al que este documental se acerca desde la historia de los padres de la realizadora, Paulo Freire, un pedagogo que creía que la enseñanza era una manera de emancipar al desaventajado, escribió Pedagogía del Oprimido (1968) una crítica que se escribe precisamente al fragor de una tarea que no se puede postergar. El mismo cine militante de los ’60 y ’70, de algún modo u otro, invocó al pueblo y fraguó una idea sobre la emancipación de clase que tiene ese atributo sobre la necesidad de documentar una situación social que se padece, y que Petra Costa, más con la indignación individual de su tiempo que con el aval revolucionario de otra época, considera necesario reconstruir.
Ahora bien, más allá de los referentes que puedan encontrársele, parte de este esfuerzo –que aparece disponible en Netflix en un movimiento de distribución al menos inusual– descansa en una posición irritada y explícita respecto de un lugar específico: la oposición a la debacle antidemocrática que ve pasar, que significa el ascenso al poder de un gobernante con una agenda, por decirlo menos, perjudicial para una gobernabilidad que tanto esfuerzo costó levantar.
De ahí que The Edge of Democracy, como documental que denuncia un estado de las cosas, cumple con dos tareas de manera muy notable: por un lado, trasmite los avatares de un país a través de una historia personal que se ocupa de relacionar los acontecimientos de manera sintética, dinámica e inteligible. La dictadura en Brasil duró dos décadas, y los gobiernos posteriores unas cuantas más, pero Costa la hace descriptible porque distingue lo accesorio de lo principal. Por lo cual la narración es una ágil y detallada aproximación a una historia republicana intermitente, pero fluida en la posibilidad de seguirla. La segunda tarea, evidentemente, es su efecto político, en tanto se declara una posición que Costa no elude en ningún momento, y que a veces se nos hace pensar (¿erróneamente?) que es posible de eludir: esto es, eliminar las determinaciones –sociales, culturales, políticas– que condicionan lo que se dice. The Edge of Democracy no gustó a Bolsonaro –en donde de hecho aparece– y al gobierno que representa, y en ese sentido es políticamente necesario que se denuncie un gobierno y su fraudulencia autoritaria, como también que se documenten los diez años de una corrupción que ciertamente posibilitó esa debacle. En este caso, los trapicheos para el impeachment de Dilma Roussef –ya expuestos con un pulso virtuoso en O processo (2018), y que entendemos que se ejecuta a propósito de una trampa burocrática–, y las fallas que encarcelan a Lula da Silva –de quien vemos que es parte de un sistema de degradación económica que lo excede–, son acontecimientos para ella desconcertantes, que permiten contextualizar pero también cargar el relato con un sentido del ritmo y de claridad expositiva: como una clase que no olvida la necesidad de poblar los hitos históricos con datos concretos que permitan entenderlos.
Sin embargo, en ocasiones la cámara –desde la que intuimos cierta oficialidad– sigue precisamente a los líderes de quienes se cuenta la historia de su ocaso. Esta operación gana en franqueza declarativa lo que pierde, justamente, en sospecha o en la posibilidad de abstraerse de una posición que la interpela demasiado. Por otro lado, el desconcierto de Costa ante la debacle institucional a veces parece enmudecerla, como si aún no fuese posible decantar reflexivamente una cuestión que la abruma demasiado. Estos son dos asuntos que se agradecen si se trata de conocer el punto de vista de la directora, que denuncia un país en riesgo, o de adherir con lo que se denuncia, con lo que de hecho concordamos. Pero que, por efecto de esa decisión, deliberadamente pierde la posibilidad de problematizar su propia posición más allá de la exposición misma de lo que considera imprescindible.
Uno podría preguntarse, siempre y cuando adhiera a la postura del documental, ¿Cuál es el sentido de insistir en ello? Ahí quizá emerge una cuestión ambivalente respecto de un documental que sí, se arriesga en declarar su indignación desde este posicionamiento, necesario en términos políticos, pero que limita o al menos restringe su potencial interpretativo. En el fondo, hace parecer autorreflexión y posicionamiento como tareas incompatibles –presunción que ficciones clásicas como Memorias del Subdesarrollo (1968), Diálogo de Exiliados (1975), o documentales actuales como El pacto de Adriana (2017), se han permitido justamente interrogar. De todos modos, es posible que Costa se interese por la denuncia, y frente a esa declaración no hay objeción política posible: siempre suma un nuevo punto de vista que complemente el derrotero de la crisis.
Quizá lo que intenta atisbar un documental como este, es sencillamente declarar que no siempre estamos en tiempos de declarar las propias fallas y de indagar en ellas. Cuestión controvertida, y que abre unas preguntas de otro orden que este documental (ciertamente necesario) tal vez no siente que esté en condiciones de abordar.