Ad Astra, como el mito griego que le sirve de matriz, es una lectura portentosa del ajuste de cuentas que se pone en juego en el escenario arquetípico de la muerte del padre, ese otro momento mítico y fundacional en el cual se decide y se renuncia a una soberanía.
Encaminados hacia el tercer acto de Lost City of Z (2016), la película se abre a la posibilidad de que su protagonista, el coronel Percival Fawcett (Charlie Hunnam), emprenda, acompañado de su primogénito (Tom Holland), un viaje al Amazonas. Mismo destino que Fawcett, tiempo atrás, visitó en dos ocasiones sin conseguir objetivo concreto. Pensando en la camaradería natural que surge de una relación padre-hijo al servicio exclusivo del descubrimiento, dicho vínculo podría significar un incentivo disponible –o el último intento– para obtener aquello que todo el tiempo el protagonista ha perseguido obtener sin éxito: hallar la evidencia de una ciudad imposible, que la ciencia y los expertos le llevan negando por décadas, y que él siempre ha estado a un paso de conocer. Dicho enclave, oculto en el corazón de la amazonía del Brasil salvaje, es una entelequia por confirmar, un delirio a la espera de dejar de serlo. En el fondo, la excusa que le sirve al director para orientar y justificar el viaje de su conquistador.

Visto en retrospectiva, James Gray nunca abandonó ni esa búsqueda ni sus efectos. Y no porque necesariamente la continúe en Ad Astra, sino porque pareciera que, de cierto modo, aún no estuviera interesado en desprenderse de su espíritu. Como si el poder o la impronta del descubridor y su escudero fuesen un motivo que excede los confines del territorio que investigan. Asimismo, Gray tampoco se desprende de la búsqueda que otros cuantos comenzaron: suerte de viaje iniciático, tanto Ad Astra como su anterior film se emparentan, sin incomodarse, con la literatura de conquista de El corazón de las tinieblas (1899), o incluso, con los estertores de la guerra en Apocalipsis Ahora (1979) de Francis Ford Coppola. En la medida que sus personajes, menos febriles pero no por eso liberados de la pulsión de exploración/explotación, nunca abandonan el empecinamiento por encontrar aquello que piensan perdido. Ad Astra, en este sentido, es una prima lejana de esta lectura. Pero también de uno de los grandes mitos homéricos que estructuran, desde el mundo clásico, el conflicto dramático: en este caso, el joven Telémaco y su viaje. Travesía que busca del retorno del padre, Ulises, otro viajero que, atrapado en su periplo e incapaz de volver al lugar de origen, torna imposible reconducir el caos que su ausencia gatilló.
Pero volvamos al origen de todo esto. Ad Astra supone la primera aproximación de James Gray –director neoyorkino más bien clasicista, ocasionalmente irregular, pero siempre narrativamente sugerente– al género espacial. Esa rama de la ciencia ficción que de cuando en cuando nos ofrece reflexiones respecto de la especie humana que, de hecho, sólo parecen posibles cuando éstos son capaces de abandonarse y extender sus tribulaciones más allá de los confines del planeta que los hospeda. Como si sólo fuese necesario, y hasta cierto punto plausible, despegar como forma de volver en sí.

La narración se detiene en Roy McBride (Brad Pitt), astronauta, militar y explorador dedicado a la búsqueda de vida inteligente al servicio de una carrera espacial norteamericana extendida, próspera y relativamente consolidada en planetas vecinos. El personaje se nos introduce desde un plano que lo exhibe, solo y erguido, discurriendo sobre su situación emocional, fisiológica y cognitiva. Monólogo que un sistema de evaluación psicológica procesa con el propósito de pesquisar la autenticidad de la situación subjetiva que se describe. Funcionario ejemplar, introspectivo, balanceado y aparentemente ecuánime, Roy refiere ser un sujeto competente en la tarea de neutralizar los pensamientos insidiosos, tener cierto grado de sangre fría y mantener sus funciones vitales en las mejores condiciones posibles. Parámetro necesario, cabe señalar, para llevar a cabo misiones exitosas que colindan muchas veces con el riesgo. Reticente del contacto con sus otros semejantes, su afán resolutivo se pone al servicio de la institución que representa con disciplina. Uno podría decir que McBride está alienado, pese a que dicho temperamento sea el que, precisamente, sus superiores condecoren.
Al inicio del metraje, y sin poderlo anticipar, sobreviene un imprevisto: la descarga sorpresiva de antimateria, de procedencia desconocida, ocasiona un descalabro que McBride sobrelleva sin demasiados sobresaltos en razón de sus nervios de acero. Sin embargo, el estallido que él supera es el mero comienzo de una amenaza que pone en riesgo la estabilidad biológica de la especie: por lo impredecible de las descargas y por lo fulminante de sus efectos; situación que amerita de manera inmediata esclarecer el origen y determinar sus causas. Roy, por lo demás, es el primogénito de Clifford McBride (Tommy Lee Jones), astronauta desaparecido legendario, referente heroico de la exploración espacial interestelar y artífice de una misión extraviada en el mismo lugar desde donde nos enteramos que se rastrean las ondas mortales: Neptuno.

Con esa excusa dramática, Ad Astra compone la crónica del periplo de McBride para dar con el paradero del desastre, donde supuestamente también se perdieron los rastros de ese padre extraviado en un lugar más allá de la vida y la muerte. Un destino que tiene mucho que ver con el origen de la tragedia de Roy, pero que más bien sólo se entiende si se piensa que detrás del tipo un poco rígido que divaga por el universo en plan de salvar al mundo, se impone, inmanente, la sombra engorrosa de un hombre que se fue y que, en dicha escabullida interplanetaria, dejó abonada su ausencia como un pesticida; adherida a la vivencia ensimismada de un hijo que decidió, tal vez sin saberlo, seguirle los pasos en esa búsqueda haciendo lo mismo. Porque, de acuerdo a la tarea que se le encomienda, la labor de encontrarlo suspendido y, de paso, neutralizar el desastre, son dos caras complementarias de la misma moneda. Sólo que McBride no lo sabe todavía.
Desde punto de vista, Ad Astra, como el mito griego que le sirve de matriz, es una lectura portentosa del ajuste de cuentas que se pone en juego en el escenario arquetípico de la muerte del padre, ese otro momento mítico y fundacional en el cual se decide y se renuncia a una soberanía: en donde la abdicación de una figura vuelve posible, a partir de esa ausencia, ocupar dicho lugar ahora disponible. McBride, en su periplo errante, circulando por ese Espacio devenido objeto de consumo, se confronta con la omnipresente estela que esparció la imagen monolítica del padre: con los residuos que esa imagen dejó en él, y con las formas con las cuales es posible convivir con ella. O más bien todo lo contrario. En esa coordenada, la película de Gray se vuelve una reflexión sentida y majestuosa sobre lo que decidimos dejar atrás y sobre aquello que cargamos sin saberlo. Y que, en un momento, decidimos (o no) compartirlo con los otros.

Aun cuando hubiese sido más que suficiente tributar ese vínculo maltrecho a partir de la disputa de padre e hijo –como si de Star Wars se tratase– Gray tiene la lucidez o el atrevimiento de poder extender su mirada más allá. Quizá porque también, y subyacente al conflicto filial poderoso en sí, hay otra lectura, personal y original, sobre la génesis trágica del descubrimiento como condena. No sólo porque McBride sea un sujeto que ya no precisa de mentores –o porque justamente su trabajo y su tragedia tenga que ver con ajusticiarlos– sino porque ésa es una tarea típicamente contemporánea que Ad Astra presenta con sobriedad. Y que se hace visible en lo que Massimo Racalcati, ensayista italiano, caracteriza en torno a la cultura contemporánea: ese momento epocal en donde el Padre, como figura simbólica, mítica y cultural, ha sido destituido.
La figura de Telémaco, fundamental para Recalcati y para el complejo que desarrolla desde el mito griego, no sólo ofrece una lectura que da sentido a algunas problemáticas actuales (laxitud de la ley, repliegue narcisista) sino que también es conectada, de manera sobresaliente por Gray, a la Conquista como una tarea tradicionalmente paterna, devoradora en todo sentido. El descubrimiento de territorios desconocidos, empresa mitificada e idolatrada por siglos, ofrece una veta trágica, autodestructiva y enceguecedora, que alimenta y condiciona el propio delirio de grandeza. ¿Qué sentido tiene, entonces, ir a buscar una vida inteligente que podemos encontrar alrededor de los lugares que decidimos abandonar? La pregunta podría resonar en la cabeza de los espectadores en la secuencia de los créditos, y también podría, perfectamente, fortalecer el mensaje de una película elegante, melancólica, optimista y ciertamente apabullante.
Reseña de Ad Astra
Ad Astra (2019, 122 mins.) James Gray, Estados Unidos
Brad Pitt, Liv Tyler, Tommy Lee Jones, Donald Sutherland, Ruth Negga
