Reseña: Akira – La ilusión de un porvenir

Metáfora punk del dilema entre temperamentos antagónicos, en Akira los nudos dramáticos giran exclusivamente en torno a este conflicto dramático central, pero que nunca olvida la relevancia de los mecanismos corrompidos de la resistencia, el populismo, la dictadura o la voracidad científica.

Durante dos tercios del total de lo que dura Akira, no se ve el cielo. No nos lo muestran y nunca lo vemos: pareciera que realmente no existiera. De ahí que uno pueda aventurar que dicha ausencia, en realidad, obedece a una jugada sarcástica que desliza, dentro de ese universo, el ocaso de los dioses. Por otro lado, tal vez es la forma que la película tiene de exponer un contexto en donde la desaparición de la deidad ocurre, literalmente, por obra de los edificios que aglomeran y sobrecargan insistentemente el plano, como si los árboles de concreto no nos dejaran ver el bosque celestial. O simplemente, dejándolo fuera de campo se le hace una forma rara de justicia: confirmando que el cielo, y lo que este evoca, siempre resultan un misterio insondable. Tal como la escurridiza cualidad que los personajes de Akira concluyen sobre esa entidad inmaterial que sobrevuela y determina todo este manga.

Hoy en día es bastante meritorio que una película que tiene 30 años de antigüedad –y que parece provenir de un tiempo y un mundo tan ajeno– se ponga tan de acuerdo con el presente. Por ejemplo, dándole cabida al acontecimiento concreto que emparenta las dos épocas: en este caso, las olimpiadas de Tokio 2020 son una ficción del presente de ese pasado, como también una realidad que se avecina en un par de meses. Tamaña coincidencia, en parte, podría ser la primera ironía que sugiere la película –acaso la más evidente– por cuanto cumple con uno de los tantos destinos proféticos que la ciencia ficción presente en Akira inventó a propósito de narraciones como esta, y que no sólo se contentaron con fantasear con un futuro que aun ahora se nos filtra en el presente.

Por otro lado, si bien es verdad que cierta ciencia ficción entra de plano en el juego adivinatorio de predecir lo que termina ocurriendo años después, ésa es sólo una de las más evidentes virtudes de un género que a menudo es mucho más que eso. Sin ir más lejos, Donna Hawaray, la gran bióloga feminista, decía que era en la ciencia ficción –por contraste a la novela realista– donde había que encontrar la filosofía del presente: el lugar preciso en donde se hallaba la agenda política de los tiempos.

Ahora bien, por mucho que ahí, en el neo-Tokio inventado del siglo XXI, se siga con la obsesión por anunciar el descalabro de mundo tal como lo conocemos, no dejan de ser evidentes –como esos edificios atiborrados y omnipresentes– las razones para que, al menos, admitamos como posible algunas de las ideas que Akira pone en la mesa: para nuestro presente y sobre nuestro futuro. Porque no sólo es un rasgo de cada tiempo inventarse hipótesis variopintas y calamitosas que anticipen el fin de los tiempos, sino que estas, en particular, se revelan contundentes cuando provienen de naciones que recibieron bombardeos que, de hecho, sí acabaron con porciones de territorio en las cuales ahí el mundo, o cierta idea de mundo, pues sencillamente dejó de existir. De ahí que la posibilidad evocativa y la pretensión alegórica de Akira, pierde su utilidad si sólo se la piensa como una profecía monotemática por cumplir.

En la película de Katsuhiro Otomo se juntan efervescencia social, desorden político y desidia gobernante de los líderes. Todos esos fenómenos, a la larga, se vuelven insidiosos ingredientes que dan forma a un contexto político particular antes que al supuesto fin del mundo. Dicho de otro modo, el descalabro que la película exhibe como contexto, tiene más que ver con la Modernidad fallida al servicio de una política degradada, que con alguna forma definitiva de apocalipsis religioso.

¿Cómo es que llega a trascender una adaptación de manga millonaria, radical, exuberante, abstracta e inclasificable para su tiempo? Pues con la contundencia simbólica que se extrae de su primera secuencia: a un bar cualquiera llegan dos adolescentes que no se distraen demasiado con lo que anuncia la televisión (un paquete apurado de reformas fiscales, resistidas por una población que se encuentra, a su vez, separada de unas élites políticas que tampoco se ponen de acuerdo en las maneras de implementar dichas políticas) puesto que más importante se vuelve conseguir estimulantes que aburrirse con la verborrea televisada. En el fondo, la encrucijada política da un poco lo mismo, porque el asunto decisivo se juega en otro lado: en el vértigo cotidiano de la disputa territorial entre pandillas, y en la virulencia riesgosa que alcanza el velocímetro de la motocicleta, ese clímax noventero que articula peligro, diversión, resistencia y escape. Lo cierto es que ese aparato –símbolo gregario, fetiche del poder y representante del ímpetu– es el único motor posible del que se pueden valer unos personajes vehementes y arrojados, pero vagamente convocados con lo que ocurre a su alrededor. De hecho, el único momento en donde los ojos públicos se posan sobre ellos es cuando la mirada disciplinaria/policial, errática y desesperada, los mira desde la perspectiva criminal del antisocial. Nada muy distinto de esas miradas que visualizan el descontento social exclusivamente desde lo que deja entrever la mirilla de un arma de servicio.

Tanto Kaneda como Tetsuo, que son amigos desde siempre, comparten pandilla, escuela y afición. Aparentemente huérfanos, la dupla se inscribe con inusitada vitalidad en el shōnen o género de adolescentes, variante del manga célebre en la mayoría de los exponentes animados que han cruzado el Pacífico. Para la película, la disputa de poder más evidente se juega en estos dos personajes, cuyos destinos se parecen hasta el momento en que circunstancias excepcionales, que los exceden, los terminan separando. Porque en Akira, lo que ocurre alrededor de los personajes es el irrelevante telón de fondo de una disputa mínima pero que se vuelve crucial en el desenlace de la humanidad completa. Como si en esa dupla de huérfanos olvidados del mismo contexto que alimenta sus odiosidades, ambos fueran la dimensión constitutiva pero renegada de la civilización en peligro.

Metáfora punk del conflicto entre temperamentos antagonistas, en Akira los nudos dramáticos giran en torno a esta encrucijada dramática central, pero que nunca olvida –de ahí su densidad alegórica– la relevancia de los mecanismos corrompidos de la resistencia, el populismo, la dictadura o la voracidad científica: asuntos que parecen anacrónicos o incompatibles con una historia emancipada para una animación, pero que si uno revisa con atención, ya aparecen con normalidad en el seno de muchas de las grandes ideas narrativas que recorren el último siglo: la mismísima trama completa de Game of Thrones facturó billones mezclando sin empacho estas cuatro temáticas.

Con todo, y más allá de su laxitud narrativa, que exhibe inconsistencias en el perfilamiento psicológico de sus personajes por su afán de sintetizar de algún modo un manga tan extenso (junto con la vaguedad en el modo de sustentar sus motivaciones dentro de la progresión dramática final), el potencial imaginativo, estético y pictórico que Akira exhibe dio fuerza a una reflexión contundente y vigorosa sobre el pasado traumático de una nación, que además fortaleció sus alcances con la frescura rebelde de los ecos fantasiosos de un porvenir colapsado. Aún todavía, da cuerpo a una alegoría política vívida, que supuso la confirmación de una cosmovisión inolvidable y definitiva en el género. De la cual todavía se perciben influencias, y que no se olvidó nunca de su material más elemental: en este caso, de narrar la lucha natural entre el bien y el mal para poder contar, de ahí en adelante, todo lo que puede venir después.

Reseña de Akira

Akira (1988, 125 mins.) Katsuhiro Otomo, Japón

ClaudioSH

Claudio es psicólogo. No se encuentra mucho en eso de ser cinéfilo. Ni menos, amante del cine: ve películas porque está acostumbrado, porque no es demasiado caro y porque, tal vez, fue lo único que se le ocurrió hacer con el tiempo que le queda disponible.