Vemos que el plano se dirige directamente los ojos de Sal Frieland (Clive Owen) quien, a su vez, mira hacia la salida de un subterráneo. Eso lo sabemos por el prisma que se genera en sus pupilas por efecto del reflejo de la luz en ellas. Un rato después, esos mismos ojos –que ahora no vemos sino que seguimos como si estuviéramos mirando a través de ellos– se cargan con información detallada en pequeñas descripciones que acompañan a cada cosa: lugares, personas, objetos. Como si la mirada –la perspectiva que nos da la panorámica de esa mirada– fuese la superficie de una pantalla de contenidos digitalizados. Y como si todos los objetos que se presentan en esa imagen-pantalla, precisaran un manual de instrucciones para entender su utilidad.
Funes el Memorioso, en el relato homónimo de Borges, sufre la desgracia fatídica de recordar hasta el más mínimo detalle todo lo que le ha ocurrido. Sal, al contrario, pareciera ni inmutarse ante el torbellino de descripciones completamente detalladas que se le aparecen organizadas frente a lo que ve. De hecho, su vista aumentada consiste en esa visión pormenorizada y total; “contaminada” por las explicaciones acerca de las funciones de las cosas. Porque una de las innovaciones que esta historia ofrece es la posibilidad de que los personajes puedan ver, adicionado a lo que observan, una versión explicada y reconocible de todo lo que se encuentran. Algo así como un Google Glass integrado por defecto.
Bajo este contexto, Anon claramente se sitúa en un futuro distópico en el cual se tiene la facultad –habitual, extendida y democratizada– de tenerlo todo perfectamente catalogado, además de integrado a la conciencia que se tiene del mundo. Lo que de interesante y trágico tiene esa facultad, no obstante, también lo rastreamos en la desventura de Funes: tener una descripción de todo elimina toda posibilidad de que algo, cualquier cosa, no caiga en esa descripción total. Vale decir, no existiría un fenómeno –digámoslo así– anómimo. Por descubrir.
Porque en ese universo nada se des-conoce.
Hasta que a Sal, un día, caminando por la calle, se le aparece una mujer que carga, en su descripción, con la palabra error. Ella es un error del sistema. Para ese sistema –Éter, le llaman– dicha mujer es justamente lo que escapó a ese proceso total de denominación de un mundo absolutamente resuelto. Protocolizado. Inventariado. Alcanzado y asediado en su totalidad por la Descripción que de las cosas se ha hecho.
La premisa principal de Anon –neo-noir distópico disponible en Netflix– es una excusa bastante poco original en relación al contexto narrativo que la recubre: Sal es el detective de una organización policíaca y medianamente secreta que debe encontrar a la femme fatale (Amanda Seyfried) que tuvo la osadía de escaparse del Protocolo del Mundo. Porque esa escabullida probablemente tenga que ver con una serie de asesinatos que se han ido recopilando en los archivos que les han ido llegando. Porque esa es otra particularidad del universo que nos muestran: Éter es una base de datos total, una suerte de Big-Data que acumula toda la información y también todo tipo de registro posible. En un truco ingenioso y sorprendente, vemos caer a las víctimas muertas cuando el victimario les hackea la mirada. Inscribe la mirada de quien dispara en quien recibirá la bala. Entonces los muertos, antes de serlo, se ven en la antesala de su propia aniquilación.
Por lo tanto, ser anónima (un error del sistema) se volverá un peligro para la seguridad porque justamente esa facultad la mantiene fuera de un radar al cual no podemos acceder y que tampoco podemos aprovecharle su función: rastrear cosas y ubicarlas. Dar con su paradero.
De ahí que ser nadie sea un don peligroso.
La película, en este sentido, se presenta con una premisa original, innovadora y profética de un mundo muy lejano pero también siempre cercano. Que es lo que proponen los futuros distópicos: universos posibles que se sienten acechantes. Muy en la lógica de lo que ha venido haciendo Black Mirror(2011-2017), Looper (2012), o lo que hizo, más de una década atrás, Minority Report (2002). Por lo tanto, su premisa no es demasiado innovadora si es que la pensamos desde los peligros de la innovación tecnológica. Aunque sí resulta sugerente pensar cómo Anon reflexiona sobre un dilema que actualiza muchas aprensiones vigentes: el carácter totalitario y controlador de la Sociedad de la Información y el potencial peligro que supone no tener una descripción que permita predecir o anticiparse a lo imprevisible.
Con todo, Anon exhibe una dupla protagónica correcta pero tal vez desafectada. Armada a destiempo, Owen y Seyfried son víctimas de una frialdad calculada a la que no logran imprimirle la conexión recíproca necesaria.
Independiente de esto, el filme desarrolla una composición del plano inspirada y hábil en el contraste del sujeto empequeñecido por los rascacielos que se ha empeñado en construir: cada edificio, además de estar soberanamente ubicado en relación al personaje, otorga al filme, a la trama y al problema planteado, una densidad grisácea y pétrea. Digna de cualquier construcción atmosférica eficiente.
Finalmente, la trama se construye en torno a unas convenciones de género tal vez desactualizadas en relación al futuro distópico que presenta. La película no presenta ninguna innovación en torno a recorrer el checklist del suspenso y el thiller con sus vueltas de tuerca y su narrativa que podríamos haber visto desde Seven (1995) hasta Scooby Doo (1969). Sin embargo, es lo suficientemente sobria al contarnos con cierta audacia la historia de cómo, en definitiva, nos ordenan nombres, etiquetas, coeficientes y algoritmos. Parámetros de los cuales, se espera, no podamos ni debamos ni queramos escapar.
Anon (2018, 100 mins.) Andrew Niccol, Alemania
Clive Owen, Amanda Seyfried, Colm Feroe, Sonya Walger, Mark O’Bryen