
Bad Education traslada la racionalidad del desfalco hacia un lugar que es controvertido: la discusión del financiamiento de la educación entendida como bien de consumo. En ese sentido, la historia es interesante porque es hábil al emparentar dos asuntos que, por lo menos, en la política educativa chilena se encuentran plenamente asegurados y cerrados con candado.
El principio siempre es deleitarse con una dosis de la gloria. Ingresar a un despacho reluciente, mientras se intercambian nimiedades con una colega a la altura de la propia estampa, al tiempo que una esmerada y diligente secretaria espera pacientemente su aparición con un batido proteico listo para servir: justo en el momento preciso en que se dan las condiciones para ese disfrute pasajero que, sencillamente, es atestiguar el amanecer que se nos regala al inicio de la jornada laboral. Y no sólo eso, sino también alcanza para salir de esa oficina y dirigirse a un auditorium atiborrado de entusiastas, en donde la comunidad educativa se congrega mientras espera recibir, saliendo de la boca del mensajero privilegiado que antes vimos en la oficina, las mejores noticias que se pueden ofrecer: unas cifras ratifican la mejora de los resultados académicos, que en el fondo es la oportunidad de volverse los mejores a propósito de los presupuestos que se necesitan para lograrlo y que ahora, porque todos lo merecen, finalmente se aparecen como posibles. Frank Tassone (Hugh Jackman) suda un poco por efecto de los focos, podría notársele –si uno es quisquilloso– un poco envejecido, y su cabello engominado a veces lo traiciona cuando brilla demasiado. Sin embargo, es de los que encarnan con soltura el éxito que asegura mirarse por tantas horas en el espejo: a la larga el tiempo necesario inventar un semblante de convicción que se maneja con el mismo talento con el que se lo ofertan a quienes lo escuchan (o quieren creérselo).
Cory Finley es un director relativamente nuevo, que hace unos años interesó con una película sombría y deliberadamente ácida: en Thoroughbreds (2017), a ratos, se huele el espíritu adolescente del que tanto Nirvana como Billie Eilish se enorgullecen al lucir en sus bitácoras personales. En ese sentido, no es extraño ni casual que se le adjudique la realización de una película en la que se reitera una dicotomía que apareció, en su primer film, tan ingeniosamente lograda: la paradoja de representar –desde una fotografía límpida, filtrada por la sobriedad de unos colores que además también denotan profundidad– algo así como el resplandor del estiércol, aquella falla que se esconde entre los maquillajes matutinos de personajes que en sus ademanes también ocultan las razones que les permiten mantener todo el tiempo esa estampa incombustible, que también todos envidian pero agradecen que se ponga de su parte.
Los personajes que dirigen la escuela secundaria de Roslyn, con su éxito reluciente y sus trajes impecables, ponen en juego la posibilidad de mantenerse todo el tiempo a la altura de las fantasías y expectativas que los demás ponen en ellos. Una pantomima que para ellos no sólo es posible, sino que también es sencilla. Tassone siempre sonríe, tiene una mente rápida, responde a los chistes con ingenio, es capaz de moralizar en 5 minutos, y destila inspiración en todo lo que parece venírsele a la cabeza. En ese sentido, su falla tal vez sea ese esmero incontrolable de esconder su más prosaica humanidad.
Por otra parte, Bad Education, se refiere, particularmente, a un mediático caso de estafa al interior del sistema de educación pública de un condado del estado de Nueva York. Crónica célebre por su impacto, y sagaz por las dimensiones penales de descalabro que destapó, dicho desfalco ha sido, de acuerdo a lo que la misma película se interesa en añadir, la sustracción más cuantiosa en la historia de la educación pública en los Estados Unidos. Por lo tanto, la película, con todo lo que aporta a la arquitectura de la impostura, es también un thriller interesante: siempre y cuando se comprendan los laberintos burocráticos del sistema que se encarga de denunciar.
En la línea de filmes insignes en reconocer los laberintos del fraude, como The Insider (1999), o la línea argumental que Steven Soderbergh inicia con Traffic (2000), y más recientemente exhibió en The Laundromat (2019) sobre los Panama Papers, la película traslada esa racionalidad del embuste hacia un lugar que es controvertido: la discusión del financiamiento de la educación entendida como bien de consumo. En ese sentido, la historia es interesante porque es hábil al emparentar dos asuntos que, por lo menos, en la política educativa chilena se encuentran plenamente asegurados (y cerrados con candado), toda vez que el país se consagra a la posibilidad de poder lucrar invirtiendo millones en una cuestión que, irónicamente, es un derecho social. En estados Unidos, por su parte, este asunto se aplica debido a que las escuelas reciben un financiamiento directo que sale desde unos contribuyentes que desean ver los efectos de su inversión tributaria financiando, entre otras cosa, parte de la infraestructura escolar del lugar donde residen. Es decir, los habitantes invierten en una escuela a la que ven como el fruto de su esfuerzo y como proyección del mérito que aspiran a producir. Es interesante, entonces, que Bad Education, siendo una película que se inserta desde una lógica educacional cercana al thriller político, traslade la trama al terreno escolar, en donde supuestamente los negocios no son compatibles, a pesar de que alcanzado cierto momento parecieran volverse el único lenguaje posible para traducir el éxito que esa misma lógica les demanda por cumplir. Dicho de otro modo, las escuelas son espacios que sobreviven gracias a las posiciones que ocupan en los rankings que aquella horda de apoderados henchidos de orgullo, no se cansan de vitorear cuando se los presentan abiertamente como fruto de la inversión victoriosa de sus propios presupuestos.
Ahora bien, si la historia ya plantea de entrada un asunto sugerente –no es menor que previamente un reportaje exitoso haya desentrañado este asunto con un grado no menor de interés público–, el desafío es poder diseñar un relato audiovisual que permita no sólo contar la historia, sino que también justificar el por qué de hacerla película. Y es ahí donde la película denota cierta irregularidad, en parte porque el pulso del director tal vez no se encuentra lo suficientemente calibrado como para que esta narración exceda la muy justa categoría de propuesta interesante. Porque, efectivamente, Bad Education cae a veces –pese al pulso que destila en representar una atmósfera en donde las cosas que se cuentan son posibles– en contar una historia como si estuviéremos leyendo un reportaje escrito, con más o menos talento narrativo que el guion que la presenta.
Finley es aplicado, y a veces pareciera salirse de los estereotipos del director aventajado al que pagan por ceñirse a lo que la producción le sugiere, pero, en mayor o menor medida, muchas veces se demuestra atrapado por el interés intrínseco de una historia que no siempre lo necesita para contarse. Y bueno, titubea en conseguir una voz propia que hable de lo que otros ya dijeron. En definitiva, ese pulso de director, su versión de los hechos, o la originalidad de su punto de vista.
Cuando lo logra, porque lo hace aunque no siempre, podemos darnos el lujo de ver a un Hugh Jackman rimbombante e inspirado, que, golpeado por la vida, por el cáncer o por ambas, baila al son de una versión alucinante de In this world (2002), ese ritmo melancólico con el que alguna vez Moby musicalizó a unos seres microscópicos, probablemente marcianos, mientras deambulaban por las calles de una ciudad tan gris como los corazones de sus malogrados y enceguecidos residentes. En el fondo, es la única posibilidad que tenemos no sólo de ver a su protagonista asumiendo, al compás de una canción, la envergadura de la falla que escondió por tantas décadas, sino que es uno de los pocos grandes momentos en donde este director, en definitiva, tiene algo que decir más allá de lo que le dictan los caprichos de la realidad que tiene la obligación de filmar.