En general, las películas del Marvel Cinematic Universe (MCU) se sustentan y definen –al menos desde la subvalorada The Avengers (2012)– en torno a la presentación espectacular de epopeyas visuales. Historias vertiginosas abundantes en recursos que recuerdan mucho de la vida actual urbana de las audiencias que las disfrutan: tan efervescentes como hipermodernizadas. En este sentido, una película del Universo Marvel es, de alguna forma, un producto marcadamente contemporáneo. Lo cual es ventajoso porque un observador atento (tanto de ahora como del futuro) podría encontrar los puntos comunes que proyectan, en la película, las obsesiones del autor, pero también del momento que las engendró. Lo cual, también, es desventajoso porque recurren a códigos que con el tiempo se vuelven típicos y monótonos en su estridencia estéril. De ahí quizá el olfato de estas producciones por integrar no sólo nuevos personajes con sus respectivos universos, sino que encomendárselas a equipos con talento visual y narrativo para mantener la calidad de la maquinaria a flote. Contar buenas historias, o al menos lo suficientemente buenas, siempre vende tickets.
Black Panther, en este sentido, es una apuesta curiosa para expandir el Universo, porque sorprende en su temática, además de resultar convencional al tiempo que arriesgada ¿Cómo se explica esto?
Esta historia parte con otra historia. Una voz en off le cuenta a quien parece ser el hijo de esa voz, la historia de Wakanda, nación monárquica ficticia enclavada en algún lugar de África. El relato alude a su origen divino y a cómo ha subsistido durante siglos con una economía que se ha basado en la explotación prudente de un material que les ha permitido el progreso mediante numerosos avances tecnológicos: el vibranium. Más que ser el sueldo del país, el mineral se acerca más a una suerte de maná del que todos se benefician de un modo u otro. Por otro lado, Wakanda es una nación próspera aunque aislada en la medida que permanece escondida bajo un manto selvático. Wakanda parece pobre. En este contexto, T’Challa (Chadwick Boseman), príncipe heredero, debe hacerse con el trono ante la muerte del rey. Sin embargo, dicha asunción no es tan sencilla, ya que –como todo gobernante– el rey anterior escondió una negligencia terrible pero necesaria para la supervivencia de su pueblo. Entonces, la pregunta queda instalada ¿Cómo es posible sostener un gobierno cuando se sabe que dicho mandato se sostiene en una fechoría indecible?
Black Panther –película basada en la historieta homónima de nombre ilustre–, en este caso, se preocupa por temáticas que no necesitan metaforizarse demasiado para esconder su potencial sorpresivamente… ¿libertario?. Cómo se heredan los legados, cómo se convive con la imagen trastocada de un líder intachable y cuál es el tipo de gobierno a instituir son temas habituales en historias con alusiones monárquicas, pero que en este caso adquieren una dimensión geopolítica y coyuntural que gana al dinamizar y otorgar frescura a la narración y sus supuestos. Porque, curiosamente, Wakanda es un territorio africano y próspero que tiene que lidiar con la desigualdad de sus vecinos. Un paraíso ubicado en un lugar privilegiado que, como todo paraíso, funciona en la medida que deja fuera demasiada injusticia como para torcerle la vista. T’Challa, en este caso, comanda una nación que debe hacer frente a la pregunta más urgente de todas: como hilvanar, con éxito, prosperidad y equidad.
Pese a que las respuestas que emite en su epilogo suenan muy parecidas al discurseo propio de cierta oficialidad empaquetada, no es necesario pedirle a Black Panther que las haga de planificador de políticas públicas y programas sociales de integración: mencionar –o más aun: basar su trama– en estas cuestiones le confiere un aire contingente y agitador en torno a las cuestiones sobre las que se interesa. Lo cual tal vez no sorprende tanto si atendemos a los protagonistas de la acción: la descendencia afroamericana o el subdesarrollo africano que siempre han sido puntales de la insurgencia teórica y fuentes inagotables de aportes en torno a cuestionar las condiciones estructurales de todo orden social, étnico o racial.
De hecho, no es menor que Ngũgĩ wa Thiong’o, escritor keniata, insista, en Desplazar el centro: la lucha por las libertades culturales (2017) que la imposición de sistemas económicos y políticos de dominación va siempre de la mano con la imposición de sistemas culturales. En otras palabras, el atraso de las naciones del Tercer Mundo (de las que África es un buen ejemplo) no sólo dependerían de las trasnacionales que sostienen sus mercados o las condiciones que las naciones del Primer Mundo les fijan y obligan a imponer, sino que todo esto trae aparejado culturas –formas de hacer o modos de interpretar– que también terminan imponiéndose. Tener esta perspectiva es necesaria para pensar que Black Panther es un muy buen film en manos de un director muy consecuente (Ryan Coogler, famoso por Fruivale Station (2013)) pero también un producto proveniente de una industria de consumo cultural estratosférica, y que las reglas del mismo mercado global que la produjo tienen la característica de fagocitar cualquier forma de oposición o resistencia (un ejemplo burdo de esto lo encontramos en las camisetas de Ernesto Guevara o los gorros Mao hechos en serie). Para bien o para mal, el mercado también nos vende su propia resistencia.
Sin embargo, son pocas las películas que, desde dicho lugar, se atreven sino a cuestionar, al menos a proponer formas temáticas alternativas que, en este caso, tienen de todo menos ingenuidad. Por ejemplo, relativizando la oposición buenos/malos a partir de un gran villano (Michael B. Jordan) intransigente pero dignificado. Y es que hablar de África implica que no se pueda olvidar el sufrimiento que la acompaña. O colocando la debacle del problema sobre un África enriquecida desde un lugar que puede permitir pensar desde otro orden aquello que siempre se piensa igual.
Con todo, Black Panther también peca de barroquismo innecesario y ciertas dosis de exotismo demasiado ornamental. Claramente, no es la panacea (como Wakanda nos puede sugerir) ni tampoco es una cinta revolucionaria (pensarlo también sería ingenuo). Sin embargo, se valora el que se permita homenajear al activismo afroamericano, al fin y al cabo, acercándose más a Malcolm X que al Dr. Luther King. En definitiva, es una gran película de entretención y superhéroes con un subtexto tan interesante como sorpresivo.
Una película de la que sus protagonistas nunca se avergonzarán de haber hecho.
Black Panther (2018, 135. mins.) Ryan Cogler, Estados Unidos.
Chadwick Boseman, Lupita Nyong’o, Michael B. Jordan, Danai Gurira, Forest Whitaker, Daniel Kaluuya.