Una mesa acumula archivos, papeles y al lado, cerca de la ventana, resalta un hervidor eléctrico. El trabajo, con sus archivos y sus hervidores, es una mezcla rara: un lugar formal, burocrático, supuestamente impersonal, que puede ser y transformarse –porque de hecho, muchas veces pasa– en un espacio cotidiano. Entra una mujer, se lleva los archivos (el hervidor se queda) y baja una escalera acompañada de otra mujer, más joven: tal vez una ayudante. Ambas entran a otra sala donde les esperan tres mujeres y un hombre. Este último, acompaña a una de ellas en un asiento colindante. La distribución de lo que vendrá a ser una audiencia de mediación está diseñada para poder facilitar estratégicamente un intercambio de palabras civilizado, protocolar, estructurado y mediatizado. Apuntalado por el hecho de que dos de las tres mujeres mencionadas son las respectivas abogadas de una ex pareja que tramitará, en ese lugar, los asuntos que le competen a la descendencia que procrearon mientras eran matrimonio.
Rememorar cómo se dejó de ser pareja es un ejercicio incómodo que, puertas afuera, evitamos hacer. Pero que en este caso importa por ser un asunto de orden jurídico. Implica dejar decisiones que no pudimos tomar –o que decidimos que fueran tomadas por otros– a un tercero imparcial que representa a la Ley. La Ley, en abstracto, nos representa a todos.
En Francia, una audiencia como la mencionada se lleva a cabo con los alegatos de los abogados litigantes en cada caso. La exposición abunda en formalismos, informaciones procedimentales y defensas que en mayor o menor medida tienen al otro como responsable principal y al interés del representado como garantía última. En el primer tramo de la película, el dispositivo judicial ocupa todo el plano: está presente en el modo como las vivencias son traducidas a la jerga litigante, en los turnos que la magistrada distribuye, y en el rostro silencioso de padre y madre cuando les indican que el fallo –que nunca escucharemos – estará listo pronto.
Tal vez sea mera coincidencia que las temáticas de las dos últimas películas nominadas al Oscar por Rusia –Loveless (2017) y Leviatán (2014), ambas dirigidas por Andréi Zviáguintsev– puedan sintetizarse de algún modo circunstancial en Custodia Compartida: una ex pareja que formaliza los términos para dejar de serlo y la retórica burocrática que un Estado –administrador y vigilante de la convivencia entre las personas– coloca cuando los sujetos le delegan la responsabilidad de dirimir sobre sus vidas. Tal vez nunca va a dejar de parecernos sorprendente y apabullante la relación que el Estado decide fijar entre su gobierno y nosotros, los gobernados. Algo de lo que los rusos –a diferencia de los franceses– para bien o para mal, tal vez sepan demasiado.
De todas maneras, la película en cuestión se desarrolla sobrevolando por otros terrenos fuera del Tribunal. En particular, aquellos que se aparecen una vez que el fallo –favorable para el padre– dictamina la custodia compartida de Julien Besson (Thomas Gioria), el hijo menor de edad. Poco habitual en Chile, la custodia compartida –vigente en el país desde 2013– es un régimen que suscribe a la idea de corresponsabilidad en la crianza. Una forma de poder equilibrar los cuidados del niño en cuestión y, de paso, situar la tuición o custodia en ambos: padre y madre. En definitiva, un hijo debiese ser responsabilidad íntegra de ambos, tanto dentro de la casa como fuera de ella.
Ahora bien, ¿Qué es lo que sucede cuando la violencia (conyugal, familiar, patriarcal) se interpone sobre el derecho compartido de la custodia legal? ¿Pueden, aquellos padres maltratadores con sus parejas, dejar de serlo con sus hijos?
Custodia Compartida es una película que parte desde la dimensión legal del asunto sin olvidar los efectos, en la convivencia, que aparecen luego de la sentencia. Hasta ese punto, no difiere de algún drama legal anglosajón habitual. Pero es también un acercamiento amargo, quirúrgico y devastador a los vínculos y a las violencias que, en este caso, los terminan infectado. Miriam (Léa Drucker) y Antoine (Denis Ménochet) son una ex pareja y, por consiguiente, en algún período de sus vidas, fueron aquello que esta vez desean destrabar. No sabemos mucho sobre su pasado, y probablemente sólo lo entendamos de manera tangencial y subrepticia a partir de los pormenores imprecisos del quiebre. Aun cuando la relación del padre con Julien presente claras alusiones a la naturaleza de ese desenlace.
Sin precisar mucho en los detalles que la película ofrece, resulta elocuente como Legrand, el director, coloca el lente de su cámara desde una posición que nos ubica desde un punto de referencia incómodo. Que es cercano sin necesariamente denotar profundidad. Porque involucra forzosamente a la mirada escrutadora de un espectador que nunca contempla, sino que es instigado a mirar. Su puesta en escena está cargada con una incomodidad más o menos asfixiante: atrapada, tal vez. Y que se alimenta, entre otras cosas, de la sonoridad incidental de una visita dominical programada o un trayecto sin cinturón de seguridad a mayor velocidad de la permitida. Logrando transformar nimiedades en experiencias de tensión. Pequeños impasses cargados de angustia que en este caso se nos presentan junto a la vivencia de Julien.
El mérito de Legrand, en este sentido, es partir de un vínculo displicente e impostado para transmitir fundamentalmente desasosiego. Todo desde el punto de vista de un niño que cuyo falso estoicismo nos devela una vulnerabilidad tan visceral como resignada. El niño es depositario directo de una beligerancia que asume y que en cierto sentido resiste, pero que lo vence en tamaño y vehemencia. En este sentido, la infancia sería algo así como el ring injustificado: un equivocado campo de batalla en donde el padre disputa únicamente consigo mismo pero que salpica a los demás. A quien le demanda un cuidado responsable y a quien le debe, ante todo, un respeto cuidadoso. Un hombre cansino, colérico y emborrachado con sus propios demonios persecutorios –por supuesto, imaginarios– enfrascado en batallas virtuales con efectos reales.
Por otro lado, es interesante la progresión temática que el director le imprime a la película, en una metamorfosis que tuerce dramáticamente la trayectoria de la narración. El film empieza como un relato judicial y, es cierto, termina con la ignominia del horror doméstico. Pero que pasa sin tropezar por el relato costumbrista y el drama social. Justamente sin diluirse. Como si fuese imperioso presentar el fenómeno desde tantas dimensiones y tonalidades como sea posible.
En síntesis, Custodia compartida es una película trágica, de apariencia inocua pero objetivamente implacable. Un trayecto vertiginoso hacia un abismo cotidiano frente al cual solo nos terminan irrumpiendo gritos ahogados al final de la función.
Custodia Compartida (Jusqu’à la garde) (2017, 94 mins.) Xavier Legrand, Francia
Dénis Menochet, Léa Drucker, Thomas, Gioria, Mathilde Auveneux, Jean-Marie Winling