
Douglas es una propuesta trabajada, enciclopédica y probablemente mejor pensada que su esfuerzo anterior, porque pule un estilo que sale ganando en la disciplina de descubrir una forma de hacer comedia sin perder un ápice de gracia. Aunque tal vez, por lo mismo, se devela más preocupada de esto último.
El principal problema que puede tener un chiste, se revela cuando quien lo cuenta se ve en la obligación lamentable de explicarlo. Entre otras cosas, y como reza la sabiduría popular, el chiste se cuenta solo. De hecho, quienes entran a explicar lo que no se entiende, a la larga, sólo pierden el tiempo: quien explica, se complica.
En el caso de un relato cómico, esta anomalía podría entenderse como una suerte de falla de fábrica. Salvo que dicha “explicación” tenga una función, digamos, anticipatoria. Por un lado, explicar un chiste es echarlo a perder, mientras que, por el otro, cuando este se anticipa también abona el terreno de la narración que lo hace posible. En otras palabras, cuando te voy a explicar lo que te voy contar, en vez de develar el remate cómico de una historia, lo que se está haciendo tal vez es más audaz, porque tiene que tiene que ver con utilizar las expectativas del espectador a favor de quien cuenta la historia. Entonces, en dicho caso, explicar el chiste no es eso, sino que todo lo contrario: en vez de ponerse en evidencia el chiste malo, anticipar los mecanismos que usará para contarse es complacer e intrigar al mismo tiempo. En una de esas, es una forma de hacer reír haciendo cómplice a quien escucha jugando con eso.
Hace dos años, Hannah Gadsby se volvió viral mucho más allá del rubro de los comediantes. De la mano de la abundante sección de especiales cómicos de Netflix, su historia se parece a la que protagoniza cualquier meme en cualquier semana: un pequeño gran momento humorístico que incendia las redes sociales justo cuando pasa de moda. Aunque, bueno, su historia fue claramente mucho menos desechable: el 2018 Nanette –un stand up comedy como cualquier otro– entró en la parrilla de la plataforma de streaming, sacudiendo bastantes convenciones, humor incluido. A partir de una propuesta inusual, pero fresca, ingeniosa, activista e hilarante, la comediante recibió premios, hizo cómica a las Bellas Artes, dio la vuelta al mundo y echó por tierra algunos convencionalismos en el universo cómico, al ser capaz de compatibilizar una historia personal de reivindicaciones de género profundamente dramática, con una propuesta emancipadora que tomamos en serio precisamente porque nunca abandonó, en su tono rutilante, la dimensión tragicómica que encierra toda biografía. En otras palabras, la tensión constante entre reírse con ingenio de uno mismo o flagelarse inmisericordemente ante la audiencia.
Douglas, en este sentido, al implicar la continuidad de aquella bombástica visibilidad –que sólo fue el décimo guión de una carrera consolidada– al mismo tiempo su apuesta carga con la expectación por ser la segunda parte de un fenómeno que mezcló con talento humor, dolor y lucha.
Y bueno, ¿qué hacer con la vara dejada por aquella genialidad? Gadsby asume el desafío apelando a una vuelta de tuerca que se revela, una vez
más, como jugada. En este caso, trabajar con la anticipación. Jugar con el riesgo de develar las cartas al principio de la partida. Vale decir, adelantar lo que se dirá –en otras palabras spoilearse– como estrategia elegida para introducir un efecto cómico osado al borde del fracaso. Y en ese sentido, el juego funciona porque lo risible se devela como fruto de un engaño que se sabe que en algún momento lo advirtieron como tal: me engañaron y me encantó porque yo lo sabía.
Gadsby es disciplinada, ya que asume que el ejercicio meta-narrativo es otro ingrediente cualquiera con el cual contar una historia. Quinta pared, auto-sabotaje o interacción espectador-participante, lo cierto es que la audiencia se divierte precisamente porque se sabrá advertida cuando caiga en la cuenta que le relatan la historia que dijeron contarle. Cuestión que se devela como un artilugio solapado pero muy reflexionado, que tiene el mérito de no pecar de pedante.
Por otra parte, Hannah se atreve al filmar su rutina en Estados Unidos, por lejos el mayor consumidor de su reciente éxito. Ahí, cruzando el océano (Hannah es australiana) lo que pareciera ser una audiencia esquiva, es un público entretenido con las desventuras de todo choque cultural: quizá el momento más tradicional de una rutina que todo el tiempo se revela impredecible porque nos (mal)acostumbra a sacarnos de los cánones. Bajo ese contexto, los mejores momentos de Douglas –que alude al nombre de su mascota– no se encuentran en los juegos de palabras que se pierden en la idiosincrasia de saberse anglosajona pero hablar tan distinto del estadounidense primermundista con el que comparte el idioma: en ese contexto, ser australiana no sólo es la posibilidad para reivindicar su propia condición angloparlante, sino que también es una excusa a veces relamida para reírse de quienes se sientan en las butacas mientras son confrontados con su propia estupidez. Ingenuos pero astutos, la audiencia norteamericana, como siempre, cree tener el control porque conoce un truco de la historia. Por lo tanto, aplauden la pantomima venenosa de una comediante que viene de vuelta y que se ríe de sus megalomanías.
Y no sólo es eso, sino que también Gadsby ciertamente afila los dardos dirigidos al hombre blanco heterosexual, que en este caso encabeza el país al que le toca hacer reír. En este nuevo monólogo, la artillería es –como siempre– pesada e iluminadora, ya que nunca pierde la sutileza o la capacidad de ser articulada de manera perspicaz, acaso la única estrategia oportuna para deslizar críticas que abandonen el efectismo, la repetición o la auto-compasión desmedida. Por la misma razón, mucho sentido hace recorrer y hacerse cargo de las críticas que supuso su consagración: Hannah, en ese sentido, asume que su rutina es una amalgama reivindicativa, pero a la que también le pesa cierta tendencia a la diatriba catedrática (un verbo en inglés lo expresa mejor que el castellano: lecturing).
En ese sentido, su humor es pedagógico en la medida que articula una narrativa representativa de una visión de mundo que se ha colocado en el margen de quienes la critican con sorna. Y ahí es curioso que se interpele (tanto) por esa crítica, porque al fin y al cabo, ¿Qué historia que se precie como tal no precisa, precisamente, hacer comprensible lo que otras versiones no se hicieron cargo de hacer? Pues bien, por fortuna la cuestión explicadora sólo es una de las decenas de ingredientes que Gadsby saca a relucir en su relato. Cuestión de la que, evidentemente, vuelve a reírse porque para qué ponerse grave.
Fiel exponente de una variante de la comedia que se entiende como una síntesis maldita entre verdad, escándalo y auto-revelación, el meollo de Douglas es la posibilidad que se inventa una comediante para hablar de su propia condición, un Síndrome de Asperguer que al serle diagnosticado la bendice con la posibilidad de ubicar su tormentosa subjetividad en una categoría que la tranquiliza sin necesariamente unificarla. En este caso, caer dentro del denominado Espectro Autista no es una manera de domesticarla, sino que de domesticarse: un exorcismo de los fantasmas que oscurecían su estilo de vida. Y ahí nuevamente profundiza con talento esa dimensión cotidiana de la comedia que es profundamente trágica, que hace de tripas corazón y que retuerce la risa porque humaniza dentro de ella el dolor como carne de lo cómico. En el fondo, la comedia, como propone Rafael Gumucio en Lo mataron por chistosito, es una tragedia donde la gente ríe en vez de llorar. Reírse, al fin y al cabo, es una salida que domestica la desventura conflictiva, o bien un texto que recurre al abecedario desparramado del inconsciente.
Bajo esta perspectiva, Douglas es una propuesta trabajada, enciclopédica y probablemente mejor pensada que su esfuerzo anterior, porque pule un estilo que sale ganando en la disciplina de descubrir una forma de hacer comedia sin perder un ápice de gracia. Aunque tal vez, por lo mismo, se devela más preocupada de esto último: de poder salir airosa del instante del éxito o del minuto de fama que ya pasó. En ese sentido, entretiene dignamente, pero hace reír menos. Porque tal vez ese momento de esplendor se dé una sola vez en la vida, ese que por mucho que la podamos estudiar, no depende de nosotros capturarlo. Douglas es una meritoria continuación que tiene el mérito de no ser una repetición de lo que se pudre cuando se vuelve a utilizar para divertir. Pero tal vez mira un poco de lejos a ese otro momento en donde, para la Hannah consolidada, todo volvió a empezar.