Reseña: El hombre invisible – La forma del fondo

El hombre invisible es una actualización irregular del imaginario original, que concuerda con los tiempos a través de una representación en las claves del suspenso más repetido, pero que tiene al menos el potencial sugestivo de hablar de aquello que alegoriza con el terror.

Hay una frase que se le atribuye a Roger Ebert, el controvertido crítico norteamericano, que alude a que, para ver películas, no hay que ponerse en la posición de descifrar aquello de lo que se tratan, sino que el asunto es analizar más bien cómo es que las películas hablan de aquello que tratan. La distinción es clave cuando se decide ver una película, porque estas son obras abiertas, en el sentido de que sus lecturas posibles escapan incluso de lo que el autor quiso decir en su momento. De ahí que la utilidad de pensar en lecturas de lo que se ve, por mucho que sea un poco inevitable, tiene más sentido cuando ese interés se orienta a pensar cómo, en definitiva, es que el film construye eso que uno está viendo ahí. Dicho eso, la razón de esta digresión se debe a que uno de los principales méritos que tiene El hombre invisible es justamente la manera en que cuenta lo que cuenta.  

Esta película, en particular, parte del interés, de quienes la producen, por insistir en el poder narrativo de ciertas historias antiguamente célebres (y por eso mismo medianamente conocidas) que podrían, además de rendir económicamente, reciclarse para hablar de las contingencias actuales. El propósito es sensato, aunque podría cuestionarse por la fatiga creativa de quienes cuentan con gran poder e influencia en términos de innovación. No obstante, también es bastante posible que esa intención venga de quienes (productores, guionistas, creativos, ejecutivos) además cuenten con algún interés en limpiar la casa o recurrir al comodín de la industria. En estos tiempos no es casual que el remake se vuelva la oportunidad más habitual de hacer caja para la industria. Así, mientras Disney se empecina con el live action para sus clásicos, Universal mira aquello de lo que dispone para poder, de alguna manera, ponerse a pensar el presente. El hombre invisible, basada en la novela legendaria de H.G. Wells –de quien Steven Spielberg adaptó La Guerra de los Mundos en 2005– se inscribe en este contexto de producción.

Ahora bien, desde este punto de vista ¿Qué cambia y permanece de la novela de 1897? En primera instancia, se mantiene el tono pero cambia el punto de vista. En este caso, el registro se mantiene en la línea del suspenso por medio de una historia que se preocupa de evocar en el espectador una sensación persistente de tensión y desconcierto, que cumple de manera general aunque irregular en sus ejecuciones más efectistas. Lo interesante, eso sí, es la inversión que opera en su material original. Cuando la novela profundiza la tragedia de un hombre atribulado que ostenta un poder que aborrece, acá el foco está puesto en quien aparentemente padece ese lastre: la víctima de una relación malograda cuya violencia la desata un sujeto que habitualmente, y no sólo en esta película puntual sino que en las películas en general, cuenta con el privilegio de que documenten su tragedia. Elizabeth Moss, en ese sentido, constituye el protagónico de una historia que la tiene de protagonista de una película que antes protagonizaba su antagonista: un giro acorde con los tiempos que es, afortunadamente, más que un giro acorde con los tiempos, en tanto trasciende dicha primera reivindicación.

Cecilia Kass (Moss en el filme), al inicio de la película, se escabulle en medio de la tensa calma de una mansión hipermoderna que, intuimos, no soporta más. Lo cual es cierto, por cuanto también escapa de una pareja a quien le teme por razones que sospechamos, pero que aún no se materializan aunque floten en el aire. Un par de planos después, la encontramos de huésped en la casa de cercanos, en donde se entera de que esa pareja, a quien abandonó pero que presume persiguiéndola, ya no podrá seguir haciéndolo. Supuestamente. La muerte repentina de la ex pareja, un multimillonario experto en óptica, es la confirmación para la protagonista no del cierre de la historia, sino de la confrontación a su peor temor: la posibilidad, que ella vive como cierta, de que el tipo sea capaz de escapar a su deceso movilizado por el ingenio perverso que permite inventarse una muerte y así hostigarla hasta que se canse de hacerlo. Es, ciertamente, un escenario terrible que vaticina y activa en ella, cómo no, las feroces persecuciones. Entonces, ¿Es esta muerte un desenlace fatal o más bien, como ella afirma, es un truco para perpetuar la persecución? Independientemente de esa pregunta, el relato de Cecilia es confuso, y su padecimiento, interminable. La metáfora de la violencia doméstica, hasta este punto, es sencillamente genial.

Con estos ingredientes, El hombre invisible echa mano a una vuelta de tuerca que es muy ingeniosa no sólo desde el papel del guión, sino que en la forma en que ese texto, como decíamos, en la película se articula más allá de lo que dicen sus diálogos. El director, Leigh Whanell –con oficio en el terror– se las arregla para disponer la cámara de manera que la presencia del otro se convierte en un insistente activador de suspenso, que también adquiere la modalidad de representar, desde su atmósfera opresiva, la angustia del otro: del otro espectador y del otro personaje. Cecilia no sólo teme, sino que la película –junto con incomodarnos – estructura espacialmente ese temor, y lo coloca como parte constitutiva de los planos.

Por otro lado, la no-presencia del ex, entonces, es una manera sugerente de hablar del otro tema que alegoriza esta película: la hostilidad de pareja y la masculinidad opresiva, junto con la manera en que esto trastoca la subjetividad y verosimilitud del personaje que la padece. El supuesto hombre invisible que Cecilia Kass insiste en percibir sin que nadie le crea, es una entidad omnipresente –parece decirnos el director– precisamente porque podría estar estar en todos lados. Y lo que es peor: no podemos anticipar ni cuándo ni dónde. Tal como ese fallido semi-dios controlador que en la realidad se acrimina cuando, emborrachado con su afán omnipotente, se desespera cuando su cónyuge decide de manera independiente qué hacer y qué no hacer.

Este mecanismo, prometedor, inesperado y sugerente a nivel formal, se diluye cuando la película opta, muy a nuestro pesar, por entrar en las variables habituales del género del suspenso o el terror psicológico más manido. Ahí la persecución y la velocidad ciertamente aburren. Porque desinflan la tensión –puesta en la conjunción entre lo que se cuenta y cómo se lo cuenta– y porque la película abandona el lenguaje audiovisual al transformarse en puro desarrollo dramático automatizado. En consecuencia, la película se termina pareciendo a las otras tres mil quinientas que hemos visto en salas de cine acerca de muertes, venganzas, fantasmas y demonios, y se despide de la alegoría que la sacó de la irrelevancia que a menudo uno se empeña en encontrarle a las cosas que ve.

En ese sentido, dos aspectos se desprenden de El hombre invisible: la cuestionable necesidad de caer en las convenciones más agotadas del suspenso o del terror –a la que por suerte, películas como Hereditary (2018) han desobedecido–, junto con la inteligencia de inscribir una cuestión tan “escribible” en términos dramáticos como la violencia patriarcal, a través de lo que la película articula visualmente y no sobre los que las parejas se dicen o hacen. En el fondo, El hombre invisible es una actualización irregular del imaginario original, que concuerda con los tiempos a través de una representación en las claves del suspenso más repetido, pero que tiene al menos el potencial sugestivo de hablar de aquello que alegoriza con el terror, en una clave que nos permite, al menos, disfrutar e incomodarnos con su manera de poner el miedo, literalmente, desde el vacío más agresivo: ese que, literalmente, es una perfecta película de terror.

Reseña de El hombre invisible

El hombre invisible (2020, 125 mins.) Leigh Whanell, Estados Unidos
Elizabeth Moss, Storm Reid, Harriet Dyer, Zara Michales

ClaudioSH

Claudio es psicólogo. No se encuentra mucho en eso de ser cinéfilo. Ni menos, amante del cine: ve películas porque está acostumbrado, porque no es demasiado caro y porque, tal vez, fue lo único que se le ocurrió hacer con el tiempo que le queda disponible.