
El juicio de los 7 de Chicago es un esfuerzo narrativo exigente en términos contextuales y meticuloso en la manera que tiene de construir y acercarse una controversia desde sus efectos como litigio entre partes, que nunca deja de confiar en el decurso del relato para dar con un sentido que lo organiza todo.
Habitualmente, en las películas y series que Aaron Sorkin ha escrito o dirigido, hay siempre un personaje que las introduce a propósito de un gran monólogo ofrecido en circunstancias inusuales y más o menos sorpresivas: entremedio de un debate universitario –Jeff Daniels en The Newsroom (2012)– acomodados compartiendo una cerveza –Jesse Eisenberg y Rooney Mara en The Social Network (2010)– o minutos antes de un momento trascendental de la vida del elegido –Michael Fassbender en Steve Jobs (2015). El mensaje suele ser una reflexión ilustrativa, inspirada y relativamente clave sobre algún aspecto crucial público o privado: a través de ellos el director da muestra de su peculiar sentido de la contingencia como guionista, pero también expresa su interés por sobrevolar retóricamente, a través del testimonio que pone en los labios de sus protagónicos, algún asunto cultural decisivo en la idiosincrasia de su país.
En consecuencia, el contraste que El juicio de los 7 de Chicago incluye en su filmografía supone una bifurcación pequeña pero no del todo irrelevante. De hecho, al diferir de esta tendencia introductoria –en este caso puntual, a propósito del archivo documental que caracteriza el momento histórico en donde la historia transcurre– Sorkin quizá se interesa por enfatizar, más que el lucimiento individual traslucido en el insight de un personaje, cómo el contexto influye y condiciona lo que la narración les depara a sus personajes. Sin perder un ápice de la verborrea vertiginosa habitual en sus guiones, por lo demás, esta última película del director-guionista abandona el ensimismamiento retórico de sus personajes para sobrevolar su exterioridad, es decir, el acontecimiento histórico que da relevancia a la acción –u omisión– de los individuos. Partiendo por un evento cuya relevancia es plenamente consistente con una discusión actual –la sanción a manifestarse– dicho posicionamiento respecto de la historia revela el interés de Sorkin por volver su mirada al suceso como forma de interpelar el presente, pero también a los formatos recurrentes de los que hace gala su propio cine.
En efecto, todo esto parte cuando, desde distintos frentes y posicionamientos respecto de las alzas en los llamamientos a la guerra de Vietnam por parte del gobierno, y el inminente desenlace de una política antojadiza en una guerra innecesaria, una serie de grupos activistas deciden apersonarse en la sede de la Convención Demócrata –rito de convocatoria del candidato representativo a la elección presidencial– que tendrá lugar en Chicago. En este caso, los convocados van desde los movimientos estudiantiles, pasan por el activismo civil, siguen en la manifestación contracultural y terminan en la reivindicación afrodescendiente. En suma, toda una amalgama representativa de lo que cabría categorizar como los polos que circunscriben al activismo de izquierda de los sesenta en Estados Unidos.
A partir de una elipsis desconcertante (pero no por eso ineficaz para el sentido de la película) se omiten los pormenores del momento preciso de esa efervescencia, para pasar a develar parte de sus efectos, a saber, cómo ocho representantes de cada movimiento terminan en un juicio por tener, supuestamente, injerencia directa en los disturbios –para nosotros fuera de campo– de la jornada. La película, en este sentido, recupera un juicio comentado y ejemplar que pone en discusión asuntos como la legitimidad del derecho a la protesta, los efectos penales de la revuelta, y el escenario de resistencia transversal que tuvo la guerra de Vietnam como acontecimiento socio-político en la cultura norteamericana, en una línea narrativa bastante similar a lo que Norman Mailer documentó en Los ejércitos de la noche (1968) crónica ganadora del Pulitzer que reconstruye en primera persona las prácticas de la disidencia de la época, junto al cruce entre nueva y vieja izquierda puestas alrededor de la Marcha sobre el Pentágono de 1967. Ambos acontecimientos, ciertamente, episodios que tensionan los límites de la revuelta como derecho conferido y como forma de repercutir en el curso histórico de la política exterior norteamericana.
Ahora bien, se le suele reprochar a Sorkin cierto tono introspectivo, excesivamente dramatúrgico, deliberadamente reflexivo y a veces altisonante en la construcción de sus protagónicos, como si estos supieran todo el tiempo el lugar que les corresponde en la Gran Historia. Dicha característica, en ocasiones bien lograda, aquí se canaliza a través de un dispositivo ideal en donde puede desplegarse con soltura, propósito del género judicial como plataforma en donde, precisamente, toda defensa y todo alegato demanda la sagacidad suficiente para quien sube al estrado. En este contexto, podría parecer que el director controla o al menos no se desbanda con derroches gratuitos de su propio estilo, en la medida que distribuye los énfasis de un diálogo o una discusión detallista a partir de turnos que se leen eficaces incluso en sus interrupciones, aunque a ratos se carga se una inusitada potencia alegórica cuando, por ejemplo, en una escena que quita el aliento, tiene el atrevimiento de amordazar a un personaje al interior de la cuna civilizada en donde los conflictos se resuelven conversando.
En el fondo, a propósito de este encuadre, el director se acerca a la tradición más argumentativa y clásica del cine jurídico, pero sobrevolando películas compatibles no sólo en contexto histórico sino que también en el uso aplicado de los recursos narrativos. Por poner un caso, Sorkin mira al cine de Alan J. Pakula y esa construcción narrativa deferente con los detalles, habilidosa con la puesta en escena, y que reposa de manera sagrada en los diálogos como manera de reconstruir una controversia. En ese sentido, si Todos los hombres del presidente (1976) no se nos viniese a la memoria, al menos es bastante posible que en el multiverso de las películas ambientadas en la segunda mitad de los 60 estas dos se pillen en alguna parte.
Al fin y al cabo, El juicio de los 7 de Chicago es un esfuerzo narrativo exigente en términos contextuales y meticuloso en la manera que tiene de construir y acercarse una controversia desde sus efectos como litigio entre partes, que no deja de confiar en el decurso del relato para dar con un sentido a partir de sus elementos constitutivos. A propósito de ser una atingente y concienzuda reflexión sobre la naturaleza cultural de la revuelta, la película se sigue con atención siempre y cuando atendamos a que sus reflexiones, que se pretenden transversales, se juzgan en virtud de lo que la misma idiosincrasia estadounidense y su sistema jurídico tiene para dar sentido a esta disputa. Pese a esto, no deja de tener interés su postura sobre la instrumentalización política de los hechos públicos, y la exhibición de la encrucijada de los liderazgos no sólo respecto de las tácticas y la forma que debe tener toda acción directa, sino que también desarrollando, con bastante tino, una de las cuestiones más complicadas que esconde todo activismo: cómo compatibilizar, dentro de la orgánica, el lugar y valor de las vanguardias. Una película crítica aunque deferente, hecha de recursos tradicionales y cuya pertinencia cultural seguramente la acerque al Oscar.