El patio vuelve al origen: a la materialidad del sepulcro. Y ahí también configura a partir de la figura del obrero con sus osamentas la restitución de una dignidad arrebatada.
No hay que perder de vista al, a todas luces, protagonista del documental El patio. Sergio, un tipo joven en relación a sus colegas –veinteañero con apariencia de treintena– más o menos robusto, medianamente campechano y con ínfulas de conversador. Se dedica a cavar fosas y transportar los restos que el tiempo se olvida de llevarse desde las profundidades de cada sepulcro. Es, literalmente, el manipulador de los restos del Cementerio General.
Es interesante esa palabra, manipular. Porque tiene dos sentidos: manipular como indicativo de un uso cuidadoso y manipular como indicador de mal-uso o des-uso. La manipulación de los restos del Patio 29 justamente entra en ese juego paradójico: con el trabajo concienzudo de Sergio y sus colegas –su oficio: lo que saben hacer–, versus la ausencia inmoral de todo cuidado durante Septiembre de 1973. La arbitrariedad total.
Esta es una película sobre el uso que le damos a los rastros de lo que nos queda.
Hay un momento en donde Elvira Díaz –la documentalista–, nos introduce a Sergio. El hombre, en medio de una descripción aparentemente operativa sobre su oficio, mirando a la cámara y probablemente también a quien la sostiene, señala que, en el acto de cavar tumbas, mientras más abres, más estás tú en la tierra. Como si trabajar en el cementerio fuese un ejercicio de inmersión en sus orígenes, y también un trabajo de exploración meticulosa. Una suerte arqueología antropológica sobre el descubrimiento.
El patio –no decimos nada nuevo– le rinde homenaje a un tipo de oficio. Ese que se las arregla con una rutina que podría parecernos, a nosotros, bastante inusual: cargar con los restos de los muertos. El tema es que su investigación cumple con dos propósitos, nuevamente, paradójicos: develar lo rutinario de la tarea en las fosas, al tiempo que construir, desde ahí, cierta trascendencia. Porque el trabajo con los restos es un trabajo cotidiano pero necesariamente simbólico. Un asunto respetuoso, rodeado del peso de un silencio cargado de sentido.
Con excepción de lo sucedido en la época de las tinieblas.
A partir de la documentación de las tareas cotidianas de quien sepulta llegamos a ese momento de la grieta. Un asunto que, en palabras de Steve Stern, historiador norteamericano, constituye un impasse, una disarmonía, una bifurcación en cierta trayectoria de la historia que todos conocemos tal vez demasiado. A partir de ahí, El patio se bifurca desde el costumbrismo funerario hacia la volatilidad irónica de la propia identidad y sus certezas. Al entrar en la circunstancia de esos cuerpos de desaparecidos, deshilvanados, caemos en la cuenta de que algunas identidades –las del enemigo interno, por ponerle– fueron, para algunos, totalmente desechables. Deshumanizables para ser tan manipulables como la basura que no se degrada. Este descubrimiento es estremecedor en su aparente liviandad: esas calaveras o esos huesitos que surgen de vez en cuando pertenecieron a personas con nombre, apellido, identidad y vestimentas. Develar esa circunstancia, esa conjunción entre la materialidad y lo efímero que se vuelve aquello que encarnó es, a todas luces, un mérito renovador, alejado tal vez del registro más testimonial que, por ejemplo, ofreció el destino trágico del duelo truncado en Fernando ha vuelto (1998) de Silvio Caiozzi.
Sin embargo, El patio vuelve al origen: a la materialidad del sepulcro. Y ahí también configura a partir de la figura del obrero con sus osamentas la restitución de una dignidad arrebatada. Una dignificación que no pasa por el heroísmo trágico de los mártires olvidados, sino por el rescate de la materialidad de un sujeto que, como Judith Butler señaló, no tuvo derecho a ser y constituir objeto de duelo: a ser llorado por otro.
Alrededor de esta idea, también emerge otra: cuestionar el rol del sepulturero como patrimonio exclusivo de quien organiza y desentierra los restos. Sino que también existen otros sepultureros que los reconstituyen. En este caso, el Servicio Médico Legal (institución atravesada por la tragedia del documental de Caiozzi en el error del reconocimiento de los restos del Patio 29) se otorga el papel de sepultar y acompañar el tránsito doloroso, pero también ayudando a cerrar el ciclo con la materialidad de la muerte presente y finalmente simbolizable. Pero también aquí nos vuelve una tercera paradoja: la solemnidad del rito fúnebre, acompañada por una presentación Power Point atarantada. Común y corriente. Es la forma que tiene de la muerte de ser dos cosas a la vez: de hacer confluir lo ordinario y lo extraordinario en un sólo fenómeno. Historia que también, por ejemplo, Leila Guerriero, periodista argentina, examinó en esa crónica indiscutible y maravillosa, El rastro en los huesos, sobre el trabajo de reconstitución de restos en Argentina. Un trabajo tan honorable como ajeno a la estridencia.
A todas luces, El patio tributa en buena forma a la historia que decide documentar. Pero tal vez no es su puesta en escena –un poco cansina en ocasiones– o su protagonista –que peca de locuaz cuando podría no haberlo sido– su verdadero logro, sino que el poder prodigioso de encarnar esa gran paradoja que desde hace 45 años nos viene asediando: esa vida pero también esa muerte interrumpida por el horror totalitario. Indiscutiblemente vigente.
El patio (2016, 82 mins.) Elvira Díaz, Francia, Chile