Reseña: El rey león – Animales fantásticos y dónde encontrarlos

La narración de El rey león a veces se acerca a la frialdad calculada del rencoroso poder político, ahuyentando el sentido alegórico o mítico que posee todo el periplo de Simba como héroe reconvertido.


Partamos de la base que la película en cuestión se enmarca dentro de una tendencia, de orden más general, que la contiene: en este caso, conferir cuerpo real a los éxitos animados de una industria cada vez más planetaria. Algo así como hacer, de las fantasías, carne y hueso. Desconocemos las razones por las que Disney decide convertir sus real action en remakes, aunque tal vez no estemos tan equivocados si es que en esa decisión encontramos un concienzudo entramado costo-beneficio que suele preponderar bajo muchas decisiones aparentemente cuestionables en la superficie. En algún momento, de hecho, uno podría pensar que la intención tiene que ver con algo así como ordenar la bodega: obtener de ahí lo que puede seguir sirviendo, sacando lo innecesario pero también deshaciéndose de lo indeseado. A todas luces, el reciclaje siempre ha sido una forma de la limpieza.

La versión de El rey león que nos convoca vuelve a traer a la pantalla un éxito noventero a todas luces indiscutido. Ganadora de dos Oscar (Banda sonora y Canción Original), semillero de juegos de video, inspiración de obras de teatro y puntapié inicial de spin offs y secuelas olvidadas en el cementerio del VHS, era esperable y también inevitable que el afán revisionista en algún momento tuviera que llegar a una película que se estrenó con poca diferencia temporal de otro éxito que Disney también revisitó hace muy poco: la sorpresiva Aladdín (1992).

Ahora bien ¿Qué tiene para ofrecer una historia que se ubica en un esfuerzo, como decíamos, casi de franquicia, y que muchos ya conocen de memoria? Primero, todo aquello que impulsa a los creadores a decidir hacer realidad con la ficción animada. Aun cuando no sorprende la intención, lo cierto es que para esta ocasión la película tiene la particularidad de descansar de manera exclusiva en la representación del mundo animal.

Desde ese punto de vista, la narración abandona el formato de la fábula animada, que ocupaba cómodamente, para convertirse, sin mucho pudor, en algo así como un fragmento documental de National Geographic. Con las características conocidas de dicho formato: pretensión por construir narrativas dentro del mundo salvaje, y por exaltar a través de avances técnicos la exploración del mundo natural en su más desprevenida cotidianidad.

En consecuencia, lo que antes era expresividad, hoy es mirado a través de un filtro que más bien investiga conductas animales que podrían inducirnos a pensar que actúan como personas: operación meritoria desde el punto de vista del prodigio técnico que la prepara, pero discutible desde el elemento perdido que precisamente transforma el registro en narración. En este sentido, es más difícil traslucir la subjetividad en Simba, Pumba o Rafiki, precisamente por la distancia (paradójica) que subraya el naturalismo de la cámara.

La versión real action de El rey león, entonces, tiende a asemejarse más a un registro ambientalista de la fauna africana que a una fábula fantasiosa de animales parlantes: justamente aquello que sintonizó hace dos décadas con una generación completa. Más allá del asunto generacional de las películas, y de los soportes emocionales que las anclan a momentos y épocas en las vidas de la gente, el asunto, en este caso puntual, pasa por la dirección del viraje de la película hacia otra cosa. Cuestión que al mismo tiempo instala la pregunta por el sentido del realismo, puesto que ¿Es estrictamente necesario hacer las cosas más reales, para sentirlas y entenderlas más allá de lo que muestran? Tal vez no sea casual que esta El rey león funcione como antecedente de un contexto contemporáneo que supone apresuradamente que lo que vemos es lo que es, y que las fotografías y los registros de lo real dicen más que lo que antes nos atinábamos a representábamos como tal. Byung-Chul Han, filósofo alemán de procedencia surcoreana, afirma que la transparencia de las cosas, deshace la confianza. En ese sentido, obsesionarse con la transparencia del registro –con mostrarlas justamente como nuestras hiper cámaras nos permiten, literalmente, atravesarla– tal vez tenga como consecuencia ir perdiendo la confianza de que otros formatos, al fin y al cabo, nos permitan evocarla.

Por otro lado, la narración central no difiere demasiado del material original; quizá por su contundencia, o tal vez por lo difícil que debe haber sido para sus realizadores la realización o re-visión del filme original. Y ahí Jon Favreau –con más pragmatismo que ingenio– no molesta ni subvierte lo que piensa que es correcto mantener. Desde esta perspectiva, asistimos a una historia que todo el tiempo se interesa por traspasar, por decirlo de algún modo, los ingredientes emocionales de la humanidad, a un contexto que les resultaría, en principio, desconocido. Ésa es acaso la gran diferencia entre esta versión y su material original: la posibilidad que la nueva versión tiene de contextualizar lo que antes quedaba un poco a criterio del que interpretaba. Más a la deriva, con su propia conmoción.

Porque la versión real action también se encarga de tapar los hoyos en lo que respecta a la arquitectura de la realeza: porque los reyes vienen de linajes hereditarios y –dice Simba en un momento– dictan órdenes que se obedecen. Pero también construyen regímenes que protegen a su pueblo mientras tanto se rodean de súbditos que les adeudan obediencia y a veces pleitesía. Cuestión que antes –tal vez porque no importaba demasiado– se daba por descontada. Esta apuesta transforma algunos momentos de la película en una disquisición sobre la disputa tradicional del poder heredado, más que una fábula sobre la forma problemática que tenemos de articular nuestro pasado en las decisiones del presente. En ese sentido, la narración de El rey león se acerca a la frialdad calculada del rencoroso poder político, ahuyentando el sentido alegórico o mítico que posee todo el periplo de Simba como héroe reconvertido

Más allá de todo esto –que en cierto sentido puede tener que ver con el sesgo generacional que inscriben películas en los afectos de quienes se interpelan por ella– la historia efectivamente desarrolla, de manera autónoma, otra versión. En este caso, independiente de la historia que le da origen. Fravreau es meticuloso y se preocupa por articular causalmente la historia y las decisiones de Simba, ese cachorro de león que vive a la sombra de un padre monarca que debe administrar un reino que lo terminará olvidando porque así es la vida y porque los ciclos tienen todo menos final. Ahí tienen sentido y riqueza dramática los secundarios de una película que siempre se preocupó por dotar sus recorridos más lúdicos de consistencia narrativa y matices dramáticos, cuestión que no se pierde en un Scar aún intimidante y unos chispeantes Timón y Pumba que, dos décadas después, no pierden un ápice de hilaridad sino que lo acaparan para sí durante todo el relato.

Pese a que puede ser injusto, arbitrario y tal vez un poco odioso imponer comparaciones entre una película y otra, la sombra de la anterior planea e imprime su impronta sobre una versión correcta, a veces medio aristocrática y forzadamente ecologista acerca de Simba y su coronación redentora. Cuestión que no es pecado ni problema, pero que tiene efectos si es que en algún momento el director quiso interesarse por decir algo más que remedar u tributar. Cuestión que esta película ni se interesa en sugerir ni debiera interesarnos a nosotros pensarlo mucho.

Porque lo interesante que deja esta nueva El rey león es que permite pensar, más allá que la película misma, en todos esos supuestos narrativos contemporáneos que la hicieron posible.

Reseña de El rey león

ClaudioSH

Claudio es psicólogo. No se encuentra mucho en eso de ser cinéfilo. Ni menos, amante del cine: ve películas porque está acostumbrado, porque no es demasiado caro y porque, tal vez, fue lo único que se le ocurrió hacer con el tiempo que le queda disponible.