Reseña: Ema – Bailan sin cesar

La película gana densidad cuando se permite, desde la figura de una Ema que circula con desparpajo por las calles de la ciudad puerto, importunar al espectador con un personaje que no se guía por lo que uno esperaría de aquello que pensamos de ella puede o debería representar.

Un par de semanas después del estreno de Ema en Chile, uno podría perfectamente haber pensado que la primera secuencia del último largo de Pablo Larraín cargaba en su interior con un contundente efecto profético. Suspendido al centro de una calle, en medio de una deshabitada ciudad portuaria, un semáforo se deshace por las llamas que lo consumen al final del amanecer. Dicha imagen o su potencia evocativa, sin embargo, poco tuvo que ver con lo que pasó después. De hecho, su director, en una entrevista, le concede a esa analogía premonitoria el efecto que un azar él, ni por asomo, se atrevió a conjeturar cuando la filmó.

 

Dicho eso, y haciendo eco de dicha casualidad, la imagen a la larga siempre tenderá a ir más allá de lo que pretendemos que sea. Concretamente, aquél plano del semáforo inflamado interpela directamente a uno de los consensos más unánimes de la civilización –ese que es tan evidente que no precisa ni de palabras ni de reglamentos que nos expliquen su funcionamiento–, en tanto configura un límite que organiza los movimientos de cualquiera en casi todo el mundo. En consecuencia, no es irrelevante que gran parte de lo que se termina exhibiendo en Ema, precisamente, mucho tenga que ver con lo que representa el semáforo desde su dimensión más represiva. En donde todo aquello que osa reglamentar la forma en que los cuerpos deben moverse por el espacio viene a ser, por lo menos, una cuestión que merece inflamarse para, así, engendrar algo nuevo: tal vez, en una de esas, un nuevo orden que lo reemplace.

 

Habitualmente en Ema, de hecho, esta cuestión subversiva y refundacional aparece articulada desde distintos puntos de vista. Y ahí es rotundo e inteligente situar al fuego y sus llamas estridentes como una cuestión central en la película no tan sólo porque, el cine, en palabras del director, “solo se entiende como una bola de fuego”, sino porque su poder aniquilador e intempestivo permite evocar, al mismo tiempo, su contrario. En efecto, el fuego, tanto como permite asolar, del mismo modo también ofrece abrigo. No por nada el hogar que tanto anhelamos mientras retornamos a él es una idea que derivó, en su raíz etimológica, de ese fuego arrasador. Dentro del hogar como ideal, de hecho, se esconde la historia de la hoguera como centro de reunión y como límite natural. Y en cierto sentido, la película es algo así como el esfuerzo irrenunciable por volver al momento original, el ansia de retorno al lugar común donde se amó y en el cual nos amaron.

 

Ema (Mariana di Girólamo) es joven, vive en Valparaíso, se dedica a enseñarle a sus estudiantes cómo mover y coordinar el cuerpo, y finalmente anhela, sobre todas las cosas, la posibilidad de sostener una familia desde sus términos. Tiene una pareja, Gastón (Gael García Bernal) que la dirige en un cuerpo de baile que trabaja, bajo sus órdenes, algunas variantes de la performance, y con el cual convive en una casa muy típica y que siempre ofrece el mar de perspectiva. El problema, para ambos, además de odiarse y amarse en cosa de segundos, es un quiebre, pero no el de la pareja –que siempre se presenta como esquivo– sino otra cosa aún peor: el arrebatamiento del niño que se les dio en adopción.

Anhelo frustrado de la pareja protagónica, disputa lacerante que no encuentran manera de sostener, la circunstancia de la adopción fallida da inicio a la excusa dramática de la película, pero también hace carne una cuestión tan real como tabú: la posibilidad concreta de que de los procesos de adopción se interrumpan por efecto de una voluntad frágil o del imprevisto de una certeza que se quebranta cuando se vuelve insostenible. Larraín, en este sentido, vuelve a colocar en el centro de sus ficciones una cuestión controvertida, en donde acierta desde la posibilidad de pensar, más allá de la lástima biempensante, una cuestión que no es urgente porque que está ahí escondida todo el tiempo: la fragilidad de algunas vidas que al final se asume como una regla.

 

En las entrañas de esa encrucijada, el guión de Calderón, Moreno y el mismo Larraín, explora o más bien dota de materialidad ese territorio espectacularizado y redundado por la prensa que viene a ser la red protección a la infancia. En el fondo, lo que permite a Larrain aventurar en la debacle de la que Ema participa, es la representación ese lugar institucional precario –que permite a los oligarcas ponerse la capa y maquillar con épica sus pantomimas salvadoras– como un espacio material y burocrático que funciona con ritmos que, paradójicamente, no siempre han sido los de esa infancia que se esmera en resguardar.

 

Por otro lado, la película gana densidad cuando se permite, desde la figura de una Ema que circula con desparpajo por las calles de la ciudad puerto, importunar al espectador con un personaje que no se guía por lo que uno esperaría de aquello que pensamos de ella puede o debería representar. Madre prematura, bailarina emancipada, mujer esquiva, lo cierto es que el personaje calza con las etiquetas de la mala madre o la desidia del mismo modo en que nos muestra que muchas de esas categorías son residuos reaccionarios, retazos románticos de otras mujeres que nos cayeron más en gracia. Es una apuesta jugada, un poco acelerada y a ratos confusa, pero que a la que larga dota al personaje de una impostura que múltiples visionados quizá contradicen, pero que no abandonan la convicción de que todo el cálculo que esconde su protagonista es una forma de decirnos que es libre de hacer lo que, ciertamente, le venga en gana hacer. Es una manera astuta y efectiva de complejizar una película contradictoria que, tal vez por lo mismo, apuesta por un montaje disperso.

 

Ciertamente, pensando en el producto y su pretensión, Larraín no se olvida de algunas manías de su filmografía: la conversación en plano/contraplano que encarcela a los personajes que se miran cara a cara en el centro del encuadre; la teatralidad del diálogo dosificado que bien parece una sentencia; la supuesta degradación de los espacios, las costumbres o los afectos. Y ese gran galpón desde donde Ema extrae un elemento central en la trama, que parece calcado de esa habitación claustrofóbica y rodeada de pianos en donde el protagonista de Fuga (2006) languidece mientras se sacude del vértigo al que lo somete el pánico creativo. En ese sentido, Ema es una película distinta: desde los asuntos en que se detiene, hasta los colores que utiliza su paleta de colores, pese a que también se parezca a lo que podemos haberle visto al director. Tal vez Larrain haga cine para entender lo que su lugar le impidió reconocer de primera fuente ¿Es eso un privilegio? No necesariamente, pero al menos con ello hace películas que nos obligan a pensar en los propios.

 

Y como telón de fondo, una reflexión en torno a la cuerpo en escena, a los ritmos que lo dispersan, a la mirada del artista y en el fondo, a la propia realización. A través de una película que a veces parece hecha a como una declaración de principios, como una indagación cuyas ideas se colocan en los labios de personajes que discuten posiciones: afectivas e ideológicas.

 

Sin embargo, no deja de ser sorprendente el ímpetu para exponer y desentrañar ese lugar –que puede ser el del propio Larraín, o de lo que él representa como hombre, blanco, acomodado heterosexual que puede hacer cine– que coloca a Gastón despotricando contra un ritmo que no entiende desde su orden explicador, ni desde su crítica vanguardista temerosa del goce del pueblo: ciega a lo que no puede domesticar con sus deseos de justicia ilustrada. En el fondo, se confirma el patetismo de esa superioridad estética que, en la película, disfruta asistiendo a los ensayos del ritmo que aborrece, para ponerse a exhibir con orgullo y vanidad aquellos libros que se lee y que lo distancian de aquello que no mira, mientras se deja convencer por las palabras que le dicen lo que es arte. Y en paralelo, ese ritmo pegajoso que se escabulle por las calles del puerto. Ese enigma tan profundo, estridente y ensordecedor que obligó a su director a filmar una película para intentar conocerlo o, al menos, poder bajarle el volumen.

Ficha de PELÍCULA.

Director: NOMBRE APELLIDO.

Guion: NOMBRE APELLIDO.

Fotografía: NOMBRE APELLIDO.

Elenco: NOMBRE APELLIDO.

ClaudioSH

Claudio es psicólogo. No se encuentra mucho en eso de ser cinéfilo. Ni menos, amante del cine: ve películas porque está acostumbrado, porque no es demasiado caro y porque, tal vez, fue lo único que se le ocurrió hacer con el tiempo que le queda disponible.