Reseña: En la cama – Basta con nuestro deseo

¿Qué tiene un motel de narrativo? Bize fue audaz al tener la intuición de pillar en dicho espacio cerrado y a veces tan fetiche, una plataforma singular y provocadora para hablar de una paradoja que tal vez le interesaba más allá de lo que se juega entremedio de las sábanas.

El impacto que una película como En la cama pudo haber alcanzado no sólo tuvo que ver con sus antecedentes –la circulación que tuvo Sábado (2003), ópera prima de Matías Bize en el Festival Internacional de Cine de Valdivia de 2005, fue fundamental para su despegue creativo y reconocimiento autoral– sino también con lo que le siguió, pues esta debe ser una de las pocas películas latinoamericanas que ha tenido, a la fecha, tres remakes (2008, 2011 y 2018). Tomando en cuenta esta persistencia, una pregunta surge de inmediato: ¿Que habrán pensado Julio Medem y Gustavo Nieto para valerse de la película (este último, según consigna la prensa de la época, acusado de plagiarla) como medio de expresión de una determinada sensibilidad creativa? La respuesta seguramente debe existir en las cabezas de quienes vieron ambas películas, aunque la sola pregunta ya permite aproximarse a ponderar el efecto que tuvo la película no sólo en términos mediáticos, sino también en un modo de sintonizar, refrendar y disentir con una época puntual.

¿Qué tiene un motel de narrativo? Bize fue audaz –o más bien ecléctico: canciones populares ambientadas en moteles hay decenas– al tener la intuición de pillar en dicho espacio cerrado, y a veces tan fetiche, una plataforma singular y provocadora para hablar de una paradoja que tal vez le interesaba más allá de lo que se juega entremedio de las sábanas: las maneras en que los vínculos se anudan al tiempo que las palabras que los construyen amenazan con su ruptura. Específicamente, los personajes de En la cama –Bruno (Gonzalo Valenzuela) y Daniela (Blanca Lewin)– articulan su deseo desde lo que ambos se cuentan de sus propios mundos paralelos, como también a partir de lo que cada uno deja entrever en ese metro y medio casual que les acolcha los cuerpos después del festejo trasnochado. El motel de En la cama, (cuya ornamentación local y aterciopelada parece sacada de una versión año 2000 de Blue Velvet), se configura como un universo espacial por derecho propio: como si fuese un escenario pero también la posibilidad de su trastienda.

La puesta en escena que asegura la distribución espacial de los personajes permite que la cámara furtiva –muy audaz al principio, luego más bien obediente del derrotero del guión– se desdibuje y logre que sólo nos importen los personajes en su propensión emotiva, por cuanto su desnudez literal –o más bien relativa porque Bize no está tan interesado en subvertir los límites de representación de los cuerpos más allá de los parámetros de la época– es quizá una metáfora curiosa entre personas que, tal como aparecen debidamente arropadas con aquellas prendas que les cubren sus genitales, sólo permiten dar y darse a conocer desde lo que ellos deciden mostrar en el momento en que se inclinan por hacerlo, aun cuando ciertamente terminan develando aquello que los traiciona cuando, confiados, absortos o conectados, se relajan demasiado ante la presencia del otro.

En ese sentido, la película –que gozó de una campaña publicitaria que precisamente hacía énfasis en esa dimensión velada e intimista del motel como posibilidad confesional– se lee como un agudo contrapunto político en un país que, de hecho, legisló sobre divorcio en el 2004 y desestimó la anticoncepción por Decreto Constitucional en 2009. Todos estos, asuntos que conciernen a la película –y a la sociedad que la discutió– más allá de lo que juzgaron como aparente. Y por lo tanto es elocuente que la dimensión secretista del motel donde los personajes se confinan hasta el amanecer tenga un poder tan alegórico: que habla de ese Chile motelizado que discute encrucijadas controvertidas sólo cuando las conversa, más bien incomodado, agazapado entre cuatro paredes.

Al mismo tiempo, tal vez se adelantó a lo que vendría en el terreno de las relaciones de pareja: la preponderancia de la biografía individual en la economía de los afectos, el lastre culposo de las tradiciones amorosas arrastradas por generacionnes. O la caída de los mandatos y el reemplazo de estos por unos nuevos, emancipadores pero a veces tan igual de imperativos. Desde ese punto de vista, los personajes de En la cama, aparentemente profesionales asalariados y bien educados, beneficiarios de las opotunidades educativas y laborales del Estado transicional, tienen un teléfono personal que sólo les sirve para llamar (o jugar a la víbora), fuman cigarrillos que hoy estarían casi proscritos, y escuchan una canción desde un aparato que deben programar con una perilla antes de que el tema se les escape: uno podría pensar que de tener en sus pantallas Facebook, Tinder, Skype, Spotify, Whatsapp, Instagram, Snapchat, TikTok, Happn, o incluso Uber, otro gallo cantaría y tal vez ni película hubiéramos tenido, o quizá esos personajes erráticos, evasivos pero deseantes, no hubiesen podido juntarse, tan ocupados como los podría mantener la administración o el divertimento con aplicaciones que los juntan y separan del universo en el que viven.

Por otro lado, más allá de lo que puede leerse de la naturaleza de los vínculos que representa la pareja filmada, lo cierto es que ese nivel de soltura y divagación de los personajes –que, contrario a lo que se piensa, son el resultado de premeditadas interpretaciones de un guión eficaz– expresa la frescura de un director interesado en los gestos de las parejas, cuestión que si a veces tiende a exagerar, no termina por apaciguar el ímpetu reflexivo de lo que la película intenciona: tal vez el inicio de un cine que tuvo en las mujeres –en un arco que podría ir desde Gloria en Sebastián Lelio hasta Ema en Pablo Larrain, pero que se extiende y explota en todas dimensiones con Dominga Sotomayor (Tarde para morir joven), Marcela Said (Los perros), Marialy Rivas (Joven y alocada) o Pepa San Martín (Rara)– su punto neurálgico. Seguramente, de todas las actrices con las que trabaja Bize, haya sido Blanca Lewin, como expresó en su momento Ascanio Cavallo en El novísimo cine chileno (2010), quien ha hecho la contribución más relevante en términos de profundizar subjetivamente las películas en las que aparece, en virtud de su inteligencia dramática.

Más allá de todo, los personajes permanecen en el motel antes del final de la película, ya sometidos a una catarsis que no sabemos si es forzada por la circunstancia, regida por la urgencia, o un poco por la mezcla confusa de ambas. El tema es que, tal vez más tarde que temprano, todas esas críticas avasalladoras hacia el intimismo despolitizado que el filme terminó por gatillar, hayan pasado por alto que lo político aparece incluso entre los pliegues de las almohadas, y que acaso el gran descubrimiento que podamos hacer de una película como esta, a quince años de su exhibición, sea la presencia ausente de esa gran fuerza centrífuga que, a propósito de ese motel privado pero nunca descontextualizado, hemos convenido en llamar cultura. Tal vez la vida de Bruno y Daniela no esté en otra parte, sino que esta se expresa, para bien o para mal, en todo momento, en todo lugar y a costa de sus propias resistencias.

Reseña de En la cama
(Película disponible a través de Ondamedia)

En la cama (2005, 85 mins.) Chile, Matías Bize
Blanca Lewin, Gonzalo Valenzuela

ClaudioSH

Claudio es psicólogo. No se encuentra mucho en eso de ser cinéfilo. Ni menos, amante del cine: ve películas porque está acostumbrado, porque no es demasiado caro y porque, tal vez, fue lo único que se le ocurrió hacer con el tiempo que le queda disponible.