Reseña: Enigma – Trozos de deshonra

Enigma es el reposado puzzle de una crisis familiar furtiva y subterránea, que construye bien el suspenso, pero mucho mejor el espacio en donde decide situarlo.

Al principio de Dialogo de Exiliados (1975), la primera película francesa de Raúl Ruiz, una secuencia presenta a un hombre leyendo a las espaldas de un niño que escribe en un cuaderno mientras una mujer, quizá su madre, lo supervisa. Al primer tipo también lo acompaña otra mujer sentada a su lado, que al rato se pone de pie del sillón en donde se encontraban, segundos antes de que aparezcan, de forma gradual y literalmente de la nada, cinco personas distintas que van a tener como propósito poblar ese cómodo living para, minutos después, intentar dormir en él. En instantes, el plano muestra cómo el lugar va quedando acondicionado a la manera de un dormitorio improvisado, para que la cámara que antes nos mostraba una escena doméstica de living ahora considere estas seis humanidades apretujadas que insidiosamente colmarán el plano, al punto de saturarlo con sus presencias: acaparando los pocos metros cuadrados que la cámara deja entrever. Esta idea, que el director antes lució en Palomita Blanca (1973/1992), podría significar algo así como un acercamiento irónico al exilio chileno y sus condiciones de hacinamiento doméstico, el pragmatismo espartano que adquiere la sobrevivencia a duras penas en la Francia setentera, o simplemente a una operación deliberadamente arbitraria que busca saturar el plano porque, en definitiva, donde aparecen dos personas, ¿Por qué razón no podrían entrar seis o siete?

Como si viniera a significar algún tipo de continuidad formal de esa operación, en algunos momentos Ignacio Juricic acomoda a los personajes de Enigma adentro de un baño. La maniobra, sin embargo, se distancia de la formulada por Ruiz, en tanto, acá, la aglomeración organizada o el acaparamiento circunstancial del espacio, distribuyen las funciones y los usos que se le dan en este caso a los lugares, los espejos o los lavatorios. Dentro del baño –espacio privatizado por antonomasia– cinco mujeres colman el plano apretujadas, desdibujando los espacios personales, o al menos dosificando su margen de maniobra. 

La distribución, más que ser irritante, claustrofóbica o pretendidamente socarrona, acá se pone al servicio de un cierto realismo idiosincrático, propio del sistema familiar en donde toman lugar los acontecimientos de la narración: las mujeres, de distintas contexturas, momentos biográficos y relaciones de parentesco, conversan y comparten al interior de un baño los pormenores de la escolaridad o la convivencia. Mismos asuntos que discuten mientras son obligadas a confinarse arriba de un vehículo, o cuando la cámara las sorprende agazapadas en un camarote desde donde dejan caer las extremidades que suspenden en el aire. O incluso, cuando apuran un cigarrillo adolescente y clandestino. Es un Chile artificioso y un poco nostálgico, aunque cercano cuando pretende registrar una familiaridad que se hace palpable en sus modos y costumbres. 

Por otra parte, pareciera ser que para el director, colmar el plano no es pedantería o una mera jugarreta, sino que el modo del que se vale para hablar de esas familias que se enredan en un espacio atolondrado, enrarecido y ambivalente: a veces saturado por voces indistintas, pero en otras diligentemente jerarquizado en virtud de un orden natural, que toma la palabra para narrar los relatos familiares. En este caso, vinculados a un acontecimiento trágico ocurrido hace unos años a una pariente cercana, el que aparentemente todos conocen un poco a medias desde lo que les han contado o desde lo que, también, sospechan que realmente pasó.

En este sentido, el uso repetitivo pero elocuente de la profundidad de campo, carga a la película de texturas y detalles que enriquecen estas conjeturas, pero también aprovechan de presentar a esas casas de los barrios residenciales como vistosos escenarios, prosaicos aunque ricos en dimensiones y envergaduras. Mientras la narración que nos ocupa comienza a enrarecerse o a soltarnos pistas sueltas de lo ocurrido, los recuerdos de los personajes se van colando por las rendijas mientras se nos exhiben las acciones cotidianas fuera de foco: a propósito de una atmósfera que podríamos catalogar de esquiva, como el humo de esos cigarrillos que todas fuman pero que algunas esconden bajo los sillones. En contraste con estos hogares tan profusos en materialidad, acá los personajes, encerrados en su laconismo tosco, no alcanzan a unir o a perfilar las piezas del rompecabezas del que fueron testigos hace un tiempo: un poco por desidia, pero también porque una fuerza inmaterial los condena a recordar hilachas de vivencia que sólo tienen sentido cuando tal vez podemos juntarlas para ver si nos cuentan algo que los personajes nunca atinan a proponer.

Y es esa permanente incertidumbre, tal vez, un mérito interesante en una película como esta, que se ocupa de confundir, pero también de configurar una trama paradójica que desparrama señales y que deliberadamente las deja suspendidas en el aire, a contramano de esas películas en donde todo encaja porque nos lo dicen directo a la cara. Y no es que aquí nada tenga sentido, sino que los hechos cruciales adquieren densidad de manera paulatina, cuando ya caímos en la cuenta del meollo de todo ese rodeo intermitente e inconexo: una tragedia que no se alcanza a perfilar no por falta de evidencias, sino por una cuestión mucho más amarga, y que tiene que ver con lo que tal vez los personajes sí saben –o al menos intuyen– pero tratan como secreto a voces, y que en ocasiones sobrecargan con sus propias fantasmagorías. Ensimismadas en ocupaciones que les permiten ver pasar el tiempo, madres, sobrinas y hermanas conversan y a veces lanzan verdades, que no interpelan tanto al otro sino que lo soslayan porque tal vez no hay formas o voluntad para unir lo que saben o lo que les dicen en un todo coherente. Porque ésa es tarea del espectador, o porque tal vez la cuestión en ciertas vidas es un poco así: vivir y padecer condenas gratuitas bajo el oprobio de habladurías indistintas y atropelladas que cercenan toda vitalidad.  

En el fondo, Enigma es el reposado puzzle de una crisis familiar furtiva y subterránea, que construye bien el suspenso, pero mucho mejor el espacio donde decide situarlo. Al tiempo que se permite narrar –muchas veces entrecortado y mediante susurros– el problema de una infamia familiar largamente suspendida, los mecanismos de una amnesia que tiene forma de omisión, y la encrucijada que adquiere lo privado en toda forma de relato: sea este filmado o televisado como una articulación de fragmentos sueltos que de algún modo terminan encajando. Y desde la manera en que anuda estas cuestiones, acierta en su propuesta porque juega en el registro del silencio, o de la omisión involuntaria y a veces tan cómplice. 

Es un relato a veces muy pausado, pero que densifica el espacio mientras se encarga de enrarecer, a propósito de una excusa infame y noventera que resuena en 2020, eso que muchas veces las películas nos ofrecen en bandeja: un testimonio que acá es intermitente, pero que a la larga se les impone a los personajes como un arma de doble filo, a saber, una promesa imposible, al tiempo que la única posibilidad de redención ante una justicia tan remota y displicente como dolorosamente distanciada de quienes la necesitan y la esperan hasta perder toda esperanza de verla cumplida.

Enigma

Director: Ignacio Jurisic

Guion: Ignacio Jurisic

Fotografía: Danilo Miranda

Elenco: Roxana Campos, Claudia Cabezas, Paula Zúñiga, Rodrigo Pérez

ClaudioSH

Claudio es psicólogo. No se encuentra mucho en eso de ser cinéfilo. Ni menos, amante del cine: ve películas porque está acostumbrado, porque no es demasiado caro y porque, tal vez, fue lo único que se le ocurrió hacer con el tiempo que le queda disponible.