Había una vez en Hollywood es una película expandida, divagativa, parsimoniosa, alambicada y que resuma maestría, porque pareciera decirnos que siempre todo tributo al cine es un modo de pensar el cine.
Ucronía se les llama a las formas retorcidas que la memoria se inventa para dar sentido a las transformaciones que esta inscribe en la sucesión de los hechos. Las distopías, por su parte, se inventaron para hacer posible aquello que, casi siempre de un modo tramposo, nos presentaban como un horizonte ideal. Vale decir, la posibilidad de imaginarnos mundos mejores en la misma proporción que pensarnos su contraparte. La distopía, entonces, fue funcionando como purgatorio imaginario para asimilar mejor el mundo real. Universo forjado, irónicamente, en las mismas utopías imposibles que perseveramos en lograr que se cumplan.
En definitiva, todo universo ficcional o imaginado, más allá de los nombres que utilizamos para organizarlo, reivindica, como objetivo obligatorio, la necesidad que tenemos de contarnos versiones de lo que pudo haber pasado o de lo que, si hacemos o no tal o cual cosa, podría suceder.
Quentin Tarantino, el cineasta circunstancial, autodidacta, exuberante y enciclopédico, nunca ha sido un personaje ajeno a poner deliberadamente en evidencia las formas que adquieren sus imaginarios fílmicos. Al amparo de una industria que tiene como tarea completar, en las cabezas de la audiencia, aquello que soñamos, amamos u odiamos, el norteamericano siempre ha sido insistente en hacer visible lo que todos, en mayor o menor medida, hacen y terminan haciendo con la ficción: construir realidades paralelas. O parafraseando a Lucrecia Martel: haciendo que el cine corrija lo que la realidad humilla.

En ese sentido, el director, como súbdito esmerado de la fábrica de sueños, va a asumir como deber principal aquella obsesión por re-visitar la Historia. Aunque no siempre sea esa que se escribe orgullosamente con mayúsculas. Tomando en cuenta los ecos grandilocuentes de la re-interpretación histórica que subyacen en cada plano de Inglourious Basterds (2009), o las secuelas del esclavismo –y su problemática representación– que estructuran Django Unchained (2012), su lente es capaz de conferir importancia a la necesidad del cine de hacerse y re-hacerse todo el tiempo en las películas que a la larga lo alimentan. Pensando, justamente, en una industria nacional que tomó del cine gran parte de la épica que consolidó los motivos para inventarse sus mitos.

Tarantino, cabe señalar, es un realizador tradicional y muy norteamericano, que a ratos se esfuerza por hacernos comprender que su cine, para llamarse como tal, debe estar a la altura de cumplir con requisitos: en términos formales, pero también en torno al background del que bebe para armarse. Para este director, no hay mejor cine que aquél que él mismo vio exhibirse. Es un nostálgico, aunque también un interesado en el sentido histórico que constituye todo producto cultural. Pretensión que por cierto, no abandona en ningún momento de su novena película.
Había una vez en Hollywood cumple a rajatabla con todos los puntos que figuran en el checkist tarantiniano: cinefilia, virulencia, homenaje y verborrea. Con una dosis no menor de nostalgia adicional, es que se compone su aproximación a una industria que vio crecer de lejos y que, en un momento crucial, se dividió entre dos aguas: una que clausuraba un modelo de expresión, en simultáneo con otra que inauguraba un mundo desconocido del que pareciera que aún no nos podemos sacudir del todo. En esta bisagra, Tarantino sitúa a sus personajes enfrentando una debacle bien específica: la del momento preciso en el cual se abre la Historia. En virtud de la posibilidad real de extenderse en miles de versiones disponibles. Precisamente porque la época que filma inaugura un mundo, pero también cierra otro que no sólo representaba un modelo de sociedad, sino que también programaba una manera de pensar los propios sueños.
El director, para dar con este objetivo, posiciona a su protagónico, Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), al final de lo que viene a ser un destino irreversible: el del declive de su estampa. Profetizado por un productor (Al Pacino, sempiterno), Dalton visualiza en sus papeles futuros un sino en donde arrecia el olvido. Y a la larga, la intrascendencia. Acompañado del consumo persistente de alcohol, el personaje impresiona en la medida que es la versión atribulada de un artista neurótico pero también crepuscular. Y no por envejecido, sino porque no es consciente de que también envejece ese tiempo que lo ve brillar. Su antípoda, además, es su propio amigo: Cliff Booth (Brad Pitt) es su doble de acción y, de cuando en cuando, su maestro de ceremonias. Ataviado con una guayabera que tal vez haga historia, su trabajo es manejar y soportar con él los embates de la filmación desde su lugar invisible (aunque protagónico al volante), pero también matizar –y empatizar con– los tormentos de un sujeto que no soporta dimensionar las reales posibilidades de un desastre, para él, inevitable. Cliff, además, constituye un sorpresivo arquetipo masculino que se inscribe en dos momentos: en un 2019 sin un repertorio de formas de ser, pero también en un tiempo en donde su estampa emulada de Robert Redford es, de hecho, la única manera disponible de hacerse acreedor de lo que oculta entre las piernas. Modelo incombustible de virilidad consciente, pero también contrapunto reflexivo del propio protagonista, el papel de Pitt permite ponderar en su justa medida los alcances del universo tarantiniano desde las interpretaciones posibles que circulan en torno a los roles de género o a las formas en que la representación fílmica aporta o no en eso.

Este tándem, protagónico y omnipresente durante le película, en la medida que se nos relatan sus destinos de manera yuxtapuesta, sólo tiene sentido cuando se convierte en el corolario referencial de la única historia verídica de la trama: la relación de pareja entre Roman Polanski (Rafal Zawierucha) y Sharon Tate (Margot Robbie), en este caso vecinos de Dalton en Cielo Drive.
A propósito de esa convivencia doméstica, aparece la veta del autor en su máxima expresión. Pensando justamente en el lugar que tiene su ficción al lado de un acontecimiento macabro y que orbita todo el tiempo en torno a la figura de Sharon Tate. Es cierto, jugando con la idea de la musa, pero también trascendiendo sus confines. Precisamente cuando Tate se permite representar aquello que no fue pero también reafirmando que es mucho más de lo que nos hicieron creer que era. Lectora empedernida, seductora elegante y artista concienzuda, Sharon Tate es la musa de si misma: la mujer que sólo puede verse a sí misma en la película que la caracteriza en la piel de otra.

Tal vez ahí Tarantino nos diga que las versiones de la historia son acaso las únicas fuentes disponibles de dar cuenta de ella: aquello que tenemos en la cabeza que sucedió como el único modo que tenemos de hacerles frente al recuerdo de lo ocurrido. Una defensa narrativa frente a ese desenlace definitivo que menos tarde que temprano nos resulta apabullante. En este caso, esa atmósfera que deambula por las calles de Hollywood Boulevard, que se atisba en el pináculo de Capitol Records, o que se lee desde el semillero de estrellas que no brillan en el cielo sino que nos observan adosadas al asfalto. Un recorrido por un Hollywood que nunca existió o que tal vez, para el mismo director, es el único retrato posible: ese que, atemorizado por el pavor de la época, se le ocurrió que puede ser.
Con todo, Había una vez en Hollywood es una película expandida, divagativa, parsimoniosa, alambicada y que resuma maestría, porque pareciera decirnos que siempre todo tributo al cine es un modo de repensar el cine (en torno a la representación de la representación, o cuando, por ejemplo, nos damos el gusto de enterarnos de que el mejor diálogo de la película narra una falla que la película hace visible en la película que en ese momento se filma). Un tributo que extiende su destello hacia todo lo que toca su luz: los tiempos modernos atiborrados de juventud que ahora parece añeja, los años pasados necesitados de tabaco y testosterona, las auras reivindicativas que sobrevuelan aquellas cosas que tuvieron que haber sido como las vemos. Una película que, ante todo, se permite detentar el privilegio de construir, desde su lugar imposible, algo así como un nuevo pacto con la Historia. En parte porque, como dice Nietzsche, solo contamos con el arte para que la verdad no nos destruya.
Reseña de Había una vez en Hollywood (Once upon a time… in Hollywood)
Había una vez en Hollywood (Once upon a time… in Hollywood) (2019, 160 mins.) Quentin Tarantino, Estados Unidos
Leonardo DiCaprio, Brad Pitt, Margot Robbie, Dakota Fanning, Lorenza Izzo
