Estaba en primero o segundo medio, no recuerdo bien, en un colegio que se especializaba en recibir alumnos que habían repetido de curso en otros establecimientos. Un perraje. Ahí fue donde conocí al Eichiro.
Era el año 2006, y las tribus urbanas estaban en su esplendor. Para mí los únicos exponentes de la onda oriental eran los Otakus, pero gracias al Eichiro descubrí los Visual Eroguro, donde este espécimen era su guaripola. Mi primera impresión de él fue estar ante un Marilyn Manson de cuneta, pero luego de hablar y conocerlo un poco más, saqué de mi cabeza esa idea de un personaje salido de Takashi Miike que tenía sobre él. Incluso, compartiendo en su casa, donde vivía con su mamá y abuela, llevaba un estilo de vida puertas adentro como cualquiera de nosotros. Su verdadera religión estaba en la calle y su Meca era el Eurocentro.
Así como Eichiro y los Visual, muchas, sino todas, las tribus urbanas de la época se conjugaban en plazas, parques y centros abiertos donde cada uno podía ser y hacer lo que quería. Ahí compartían gustos musicales, vestuarios y maquillajes. También ideas, valores, amores y lo que derivaba de ellos. Era en los espacios abiertos donde se encontraba lo íntimo, lo que muchos no tenían en sus casas.
De ese ecosistema es donde surge Jesús, la tercera película del director chileno Fernando Guzzoni.
Muy parecido a Eichiro, Jesús (Nicolás Durán) es habitante de un mundo donde el motor es el K-Pop (pop coreano), se junta en parques a tomar y aspirar con sus amigos, mantiene sexo con chicas que apenas conoce, no trabaja y supuestamente estudia. Lo último lo sabemos cuando aparece su padre (Alejandro Goic), un personaje tan ausente, atacante y demandante como muchas de las figuras paternas que tuvieron (y no tuvieron) los jóvenes exponentes de las tribus urbanas de aquellos años.
Tanto Jesús como sus amigos encuentran en los espacios públicos el hogar que no se construye en sus hogares. Sobre el suave y frío pasto de los parques es que van trazando sus conceptos de amor, cariño, camaradería, pero también miedo, odio y sus respectivas consecuencias.
La ausencias, en este caso paternas, son las gatillantes para la exploración de identidad por parte de Jesus. Donde el sexo es primordial. Es lo que nos dice el director al ser totalmente explícito en las escenas heterosexuales y homosexuales, quizás, para romper lo que entendemos por ambas condiciones, y comprender que tanto para Jesus como para la generación que representa, el placer no está condicionado.
Existe también, aunque ya hacia los tramos finales de la cinta, una analogía hacia la historia de Jesucristo. Más allá del mero nombre de la película, la relación del sacrificio por los pecados del hombre y un acto de traición (Judas) vienen a cerrar el conflicto central. Sabemos bien que el padre del mesías era más bien ausente que “omnipresente”.
En Jesús la intimidad está expuesta, el director nos acerca tanto a los personajes, como también nos aleja de ellos. Muchos de los planos son cerrados, pero varios a las espaldas. Finalmente, Jesús, sus amigos, Eichiro y las tribus tomaron las rejas que separaban lo íntimo de lo público para abrirlas a punta de rencor y valentía.
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