Jojo Rabbit es una comedia inteligente pero por las razones equivocadas. Porque la parafernalia nacionalsocialista es sólo una fachada para sostener lo que tal vez se logra mejor: representar la manera que tenemos de construirnos a los otros que defenestramos.
Jojo Rabbit acompaña su narrativa, durante el inicio y cuando sobreviene el final, con dos canciones interpretadas en alemán: la primera, I wanna hold your hand (Kom gib mir deine Hand) (1963) fue una de las tantas versiones que The Beatles hizo de la canción escrita por Lennon-McCartney, y la segunda, Heroes (Helden) (1977) se convirtió en uno de los éxitos más contundentes de la etapa berlinesa de David Bowie. Ambos temas, triunfos rutilantes y millonarios incluso al día de hoy, engrosan la lista de logros de la banda inglesa y el solista inglés respectivamente, pero también podrían configurarse como canciones más bien prototípicas dentro de su producción musical, un poco por su impacto pero sobre todo por su penetración cultural: son de esas que, incluso sin conocer al artista detrás, a menudo se reconocen de manera casi transversal.
La última película de Taika Waititi recurre, en su estilo, a una estrategia similar para articular lo que nos quiere decir. Del mismo modo que se vale de The Beatles y Bowie en sus apogeos creativos, su película está repleta de prototipos, en este caso, del nacionalsocialista más majadero: sujetos que hablan golpeado un idioma que pareciese haber sido hecho para hablarlo así –nada más lejos de la realidad– junto con toda esa iconografía nazi que fácilmente distinguiríamos o mencionaríamos si nos preguntaran por los símbolos centrales que la definen. Este asunto estilístico, cabe señalar, aparentemente tiene que ver con la pretensión satírica del director, a quien le interesan justamente esos remedos y esas caricaturas para universalizar el mensaje y para no meterse (tanto) con las complejidades de una ideología virulenta que se cae por su propio peso. En definitiva, la parodia no precisa profundidad temática, precisamente porque dicha superficialidad le parece suficiente como estrategia dramática.

Ahora bien, ¿hasta dónde se extienden los límites de su sátira? Claramente, el espectador podría no estar acostumbrado, de entrada, a la banalización de un período histórico tan traumático como el que se presenta –por mencionar una opinion pertinente, Paul Schrader, quien escribió Taxi Driver, sigue teniendo dudas respecto de la normalización del facismo desde la sátira–. Y es cierto: el inicio del metraje desconcierta, incomoda y raya en el mal gusto. Pero más por no estar habituado a lo que la película presenta que por la historia en sí misma. En ese sentido, Waititi es innovador pero tampoco ha inventado la rueda: Chaplin probablemente debió haber sido sindicado como referente de alguna manera a la altura de la astucia de dicha inspiración
Una vez acostumbrados –o tal vez ya conectados con el contrato que el director establece para que nos creamos lo que nos cuenta– la historia avanza ágil: Johannes Betzler (Roman Griffin Davis), niño alemán, fisonomía caucásica, 10 años, ingresa a un campo de entrenamiento en donde, acompañado de niños y niñas de su edad e intereses, son sometidos a representaciones didácticas de lo que convendría atribuirle a un soldado nazi durante la guerra que en ese momento concreto se desarrolla. Convengamos que lo irrisorio del ejercicio entra dentro de los límites del género y que, como decíamos, acostumbrados a la atmósfera, la excusa es atendible, curiosa y divertida en la medida que representa la tosquedad marcial y aprovecha de sugerir cierta misoginia histérica. Al tiempo que exhibe todo su supuesto ímpetu miliciano como una suerte de fachada inconsciente que esconde una rotunda idiotez irreflexiva. Paralelamente, Jojo es vilipendiado por sus compañeros por su supuesta cobardía –o por no estar a la altura del ideal robotizado que le exige el rol que ahí se juega–, pero también es envalentonado nada más ni nada menos que por un Adolf Hitler imaginario, versión Waititi. Una especie de Führer que parece amistoso cuando da consejos de resiliencia, pero que se presenta como genuinamente deleznable mientras avanza la trama. Ahí el director se atreve con representar a la encarnación del tirano totalitario (ya que hay consenso en que Waititi es judío). Pero su audacia llega hasta ahí en la medida que no logra despercudirse de cierta corrección política respecto a un asunto como la complejidad de un personaje que sólo se mueve entre la cordialidad y la malignidad sin demasiado matiz entre una u otra. Hace unos años, otra comedia sobre el personaje, Er ist wieder da (2015), tal vez se atrevió más con la complejidad de la satirización del tirano.

En ese sentido, el atrevimiento de Waititi –un tipo ingenioso, qué duda cabe– no está, o no se expresa del mejor modo, en la representación del jerarca o en el coqueteo con la ideología racial, sino que radica en la manera en que compone –o más bien descompone– el encuentro entre dos culturas que son férreamente antagonizadas por una de ellas. Johannes, emborrachado por una ideología que adula más que asumir como propia (es muy interesante asumir que todo el tiempo el personaje sigue siendo niño), se dedica a escribir un libro que caracteriza a unos judíos que, por cierto, apenas conoce de oídas. Y cuando le llega la posiblidad de poder corroborar sus premisas, sus prejuicios sólo se materializan en las páginas donde aparecen escritos.
Resulta elocuente que la película de Waititi se anuncie como una satirización de los nazis –que lo es, pero que a menudo se amplifica por su morbo escandalizador–, cuando su mayor mérito tenga que ver con la puesta en escena de una infancia enteramente sumida en un conflicto bélico, y con la manera en que profundiza los supuestos que sustentan esa sátira. En este caso, los mecanismos del prejuicio, las resistencias al encuentro cultural, y las retóricas que muchas veces la gente se inventa para, precisamente, sustentar esa resistencia. Muchas veces los personajes hablan de cosas que no son, o inventan explicaciones para fenómenos que no han tenido lugar. En suma, se crean ficciones para poder sustentar las animadversiones que los atrapan.

Waititi –ascendente maorí y sujeto angloparlante, neozelandés colaborador pero distante de los centros imperiales de producción– tal vez justamente tiene el pulso para meterse ahí, en las historias esperpénticas que los seres humanos se cuentan para sostener la diferencia: en el fondo, odiando a tipos con lenguas de serpiente y cuernos de demonio. Metáforas elocuentes de un grupo racial inventado que, como menciona Yorki (Archie Yates), ese entrañable amigo militar de Jojo, no sabrán si tendrán la suerte de reconocerles cuando los vean, porque dicen que se les parecen demasiado. Hace exactos 500 años, Hernán Cortés, discutiblemente proclamado conquistador de México, le contaba, a los reyes del país que financiaba sus caprichos emancipadores, que los indios de las Américas estaban locos, comían personas, no tenían moral y se comportaban como pánfilos domesticables sin sentido de la economía: sólo faltó decirles que tenían cinco piernas. En definitiva: quizá no sea nunca un asunto de cómo son las cosas, sino de cómo, ayudados por los lentes ideológicos, nos imaginamos que las cosas son y, por supuesto, cuán malas pueden ser. Y que nos explotan en la cara cuando, sumidos en el desconcierto, se nos revelan verdaderamente.
En ese contexto, Jojo Rabbit es una comedia inteligente pero por las razones equivocadas. Porque la parafernalia nacionalsocialista es sólo una fachada –audaz pero a veces sobrevalorada– para sostener lo que tal vez se logra mejor: representar la manera que tenemos de construirnos a los otros que defenestramos. Y que muchas veces no nos percatamos que sus murmullos nos resuenan enfrente de nuestras propias narices.
Reseña de Jojo Rabbit
Jojo Rabbit (2019, 109 mins.) Taika Waititi, Estados Unidos
Taika Waititi, Scarlet Johansson, Sam Rockwell, Thomasin McKenzie
