Reseña: La Boda – Ese difícil lugar de origen

La película es un tributo inteligente y articulado en torno a un personaje que debe balancear la angustia pero que, por suerte, no le conocemos ni los modos ni las artimañas que ejecuta para mantenernos, todo el tiempo, separados del lugar donde se fraguan las decisiones personales.

Hay un momento crucial en donde la protagonista de La boda, Zahira (Lina El Arabi), es entrevistada por el director del liceo al que asiste. Respecto de un altercado que nosotros, los espectadores de su odisea, pudimos apreciar en la escena anterior. A juicio del hombre, la situación amerita que él, desde su lugar de autoridad escolar, llame a la policía inmediatamente. Sin embargo, Zahira está empeñada en disuadirlo, una y otra vez, de hacerlo: argumentando que él no entiende necesariamente lo que presenció y que la situación, más un malentendido que un episodio violento, los tiene a ambos sin mucho sentido sentados en su despacho resolviendo cómo proceder. Estrictamente hablando, a juicio de Zahira, la situación: 1) no amerita el reporte que el director piensa que debe hacer, y, 2) aquello que presenció, no es lo que él piensa que sucedió. Aunque este último, lamentablemente, es quien cuenta de hecho con la potestad efectiva de resolver el asunto. La cosa es que de la nada, sin mediar ningún tipo de negociación, el director invita gentil pero unilateralmente a Zahira a volver a clases. Esa petición, configurada por la mera autoridad de su lugar institucional, ni siquiera debe ser explicada por quien lo ejerce: es una mera medida de fuerza que salvaguarda, amparada en su aparente cortesía, su derroche soberano.

Todo el tiempo en La Boda vamos a ver a sujetos que se arrogan el derecho de decir –a diferencia de nosotros, los espectadores estupefactos– que entienden lo que pasa con Zahira: su hermana le señala, concluyente, que entiende y se imagina todo lo que debe estar pasando; la madre, por el hecho de haber pasado por lo mismo que su hija, tiene noción de lo que ella debe sentir y qué debe hacer en consecuencia; el padre de su mejor amiga es recriminado porque siempre, a juicio del padre de la protagonista, personas como él, europeos biempensantes, siempre se jactan de saber qué hacer. Lo interesante de esas sentencias –teñidas de consejo y cubiertas de poder– es que se vinculan directamente con dos elementos muy meritorios que La Boda, como obra de ficción europea sustentada en personajes de procedencia no-europea, pone en juego. Primero, ese saber que los personajes dicen manejar respecto de la situación de Zahira, y que la misma Zahira, a ratos sin entenderlo, sabe respecto de sí. Y segundo, la autoridad que se ejerce cuando, al fin y al cabo, algún personaje pretende asumir y declarar que sabe algo del otro.

La familia de la protagonista, que dice saber muchas cosas sobre ella, es comerciante, pakistaní, ortodoxa, musulmana y practicante. Aunque en casa hablan todos un francés perfecto que se intercala, en momentos de mayor intimidad o tensión dramática, con el urdú propio de su lugar de origen, Pakistán. Desde este punto de vista, es un núcleo que se nos presenta como medianamente cómodo con el proceso de asimilación que la cultura europea opera en ellos. En parte porque les permite mantener, sostener y reafirmar sus propios usos culturales; en parte porque una de las características de la cultura occidental que los hospeda descansa, precisamente, en esa invitación a sus ciudadanos a vivir como deseen y a creer en lo que precisen.

Cuestión que, dentro del espacio familiar, es un poco problemática. Puesto que estalla cuando Zahira, justamente, decide hacer hincapié en los límites de ese acuerdo implícito. Una intención que en el fondo, tiene todo el derecho de poner a prueba: europea de segunda generación pakistaní, hablante nativa que carga en la piel su identidad étnico-nacional, la protagonista circula por Bélgica en virtud de la forma en que su edad e intereses se asumen dentro de los marcos de la cultura europea liberal y francófona. Pese a que, sin saberlo, Zahira también encarne un lugar conflictivo dentro de la síntesis cultural que su origen representa: habla francés mejor que sus padres, se escolariza en las directrices del sistema educativo occidental, comparte con los europeos pareciendo –y siendo– uno de ellos. Mientras que ellos, sin mucho problema, también comparten con ella. Entonces, ¿Cuál es el lugar de Zahira en el mundo?

El asunto en la película, y en el conflicto que desplaza la angustia muda de su protagonista, tiene que ver con el lugar que Oriente le designa. Y que Occidente, sin mucho pensarlo, fustiga todo el tiempo. En otras palabras, la perspectiva de futuro que su cultura le ofrece como obligación –casarse por el bien de la comunidad familiar– choca con la forma en que Zahira se piensa desde los marcos en los cuales se construye día a día. Y ella, como si fuese un puente involuntario o un lugar formado en el impasse, debe hilvanar y hacer convivir estas dos lecturas sobre el mundo: sobre lo que esos mundos esperan de ella. Sin pasar por alto la propia conflictiva que supone el trabajo de ser persona. En el fondo, no tan distinta de emparentarse, enamorarse y ver qué pasa en el intertanto.

Con estos ingredientes, La Boda amalgama un retrato elegante, asfixiante y reposado sobre la debacle de una mujer cuyo lugar sólo se entiende como asediado por la encrucijada multicultural. Confrontada a las decisiones que se interponen entre el camino de su libertad personal, por una parte, y su deber individual de cohesionar a la comunidad que la respalda, por la otra. En el fondo, invitada a discernir entre tradición o emancipación.

Con esa responsabilidad, el director erige un relato astuto, ambiguo y complejo no sólo sobre la debacle de Zahira y las expectativas que concentra su lugar, sino también sobre los modos a veces tiránicos que tienen los orígenes y las culturas de enturbiar y enardecer las vidas singulares. De sujetos que, sin quererlo para ellos, tienen el trabajo de salvaguardarse ante decisiones que no fueron tomadas tomándoles en cuenta, y que seguramente tampoco los considerarán para seguir reproduciéndose hasta la eternidad en las vidas de quienes vendrán después a lidiar con ellas.

La película, en este sentido, también es un tributo inteligente y articulado en torno a un personaje que debe balancear la angustia pero que, por suerte, no le conocemos ni los modos ni las artimañas que ejecuta para mantenernos, todo el tiempo, separados del lugar donde se fraguan las decisiones personales. Porque pareciera –sobre todo en el primer tramo– que nunca podemos hacernos una idea concluyente sobre cuál es el lugar, o al menos el contorno, que adquieren los pesares de Zahira: bien porque lo esconde con astucia, o bien porque su desplante es lo suficientemente inescrutable para darnos a entender la extensión del via crucis. Decisión narrativa que se agradece, en este caso, cuando la película decide resolver aquello que abre al comenzar.

Que en este caso particular, no sorprende demasiado si pensamos que la renuncia a la tradición es un problema dramático tan antiguo como, en este caso, refrescante. Un tópico, por lo demás, que el melodrama más clásico que Latinoamérica sigue creando. Y que aún no se ha cansado de extender y homenajear en todo lo que dice de sí y en todo lo que articula para otros. Es posible vislumbrar, en esa timidez caprichosa de la protagonista, que confunde deseo con desidia, un atisbo que, ya desde Las mil y una noches (2006-2009) –ese culebrón turco que vimos acá en televisión– resulta, en el fondo, un asunto tan medio oriental como típicamente latinoamericano.

Reseña de La Boda (Noces)

La Boda (noces) (2016, 98 mins.) Stephan Strecker, Bélgica
Lina El Arabi, Babak Karimi, Sebastien Houbani, Olivier Gourmet

ClaudioSH

Claudio es psicólogo. No se encuentra mucho en eso de ser cinéfilo. Ni menos, amante del cine: ve películas porque está acostumbrado, porque no es demasiado caro y porque, tal vez, fue lo único que se le ocurrió hacer con el tiempo que le queda disponible.