Reseña: La Librería – Más allá del elogio

No debería ser ninguna sorpresa y ningún spoiler constatar que en La librería hay una reivindicación evidente de ese objeto que colma las estanterías de la tienda de Florence Green (Emily Mortimer), la empeñosa protagonista que se la pasa durante todo el filme luchando contra viento y marea por mantener su tienda a flote. Más allá de un título tal vez majadero, la película se asume de principio a fin como un digno elogio a la lectura y a los libros. Entendidos éstos, no sólo como pasadizos oníricos hacia mundos ajenos y sorprendentes, sino también como vívidas memorias cristalizadas o como necesarios testimonios de otras maneras de hilvanar la experiencia. Desde esa coordenada, la película adopta un punto de vista ilustrado y moralizante, en sintonía con un deseo legítimo de embellecer y hacer inspirador para la audiencia ese arte de entender lo que se esconde tras los dibujos impresos en series sucesivas de papeles blancos.

En ese sentido, es probable que su problema sea justamente aquella intención edificante de la experiencia de leer libros: porque cuando La librería equipara la lectura con una especie de gesta civilizadora, panacea de la civilidad, también lo hace a partir de un relato que, desde dicho foco inspirador, pierde complejidad y contradicción. Por muy justo, consecuente e ideológicamente concordante que sea el empeño de Isabel Coixet con lo que puede pensar el espectador, tal vez su premisa tiende a olvidar aquello que alguna vez mencionó Roberto Merino, el cronista chileno: eso de que la lectura de un libro no te hace, necesariamente, mejor persona.

¿Podría la lectura no ser exclusivamente un asunto moral?

Ahora bien, lo interesante que tiene La librería es que las cosas interesantes que propone están precisamente fuera de su gran premisa. Este último esfuerzo fílmico de Isabel Coixet –realizadora de películas con premisas temáticamente breves y tenuemente líricas como La vida secreta de las palabras (2005) o Mi vida sin mi (2003)– quizá ofrece sus mejores momentos cuando se esfuerza en explicitar la subjetividad de sus personajes. Tanto Florence Green como su villana, Violet Gamart (Patricia Clarkson), encarnan motivaciones tan antagónicas que resultan bastante evidentes los elementos de sus disputas. En este caso, el afán idealista (tal vez romántico) y vigoroso de sostener el coraje para armar la mencionada librería, versus los alcances de un poder fáctico que perfectamente se vuelve opresivo en su burocracia implacable.

Sin embargo, más allá, se intuye, no sólo desde Green, el deseo ritualístico por honrar o encarnar, en su tienda, al esposo fallecido en combate –elemento de por sí interesante en torno a explicitar las motivaciones de la protagonista–, sino que también, y en relación a la disputa con Gamart, emergería la debacle en torno a la posición o ubicación del arte. O la pregunta de si es posible, de alguna u otra manera, adjudicarle una residencia. La interrogante que propone La librería es interesante porque contrapone la intención de centralizar (y por tanto, inmovilizar) el arte –visible en la intención de Gamart de convertir a la casa en un centro para las artes– , versus el deseo de Green de poder ponerlo en circulación para todos. Para que cualquier persona pueda llevarse un poco de eso en formato libro.

Bajo este contexto, a momentos La librería se vuelve una fábula comedida y voluntariamente inocua, pero que afortunadamente logra –y este es quizá su mayor mérito- a través de las subjetividades nostálgicas de unos protagonistas errantes, meditabundos y en duelo, correr un poco los límites que su propia propuesta insistentemente desarrolló. Quizá debiera ser ésa, justamente, una de las tareas que podríamos pedirle a una película, En el fondo, decir más de lo que dijo.

La librería (The bookshop) (2017, 117 mins.) Isabel Coixet, España
Emily Mortimer, Patricia Clarkson, Bill Nighy, Honor Kneafsey, James Lance

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ClaudioSH

Claudio es psicólogo. No se encuentra mucho en eso de ser cinéfilo. Ni menos, amante del cine: ve películas porque está acostumbrado, porque no es demasiado caro y porque, tal vez, fue lo único que se le ocurrió hacer con el tiempo que le queda disponible.